Don Juan dijo que yo había fallado de nuevo, que era inútil saltar si la percepción del salto iba a ser caótica. Ambos repitieron incontables veces en mis oídos que el nagual por sí solo no servía, que el tonal debía templarlo. Dijeron que yo tenía que saltar voluntariamente y tener conciencia de mi acto.
Yo titubeaba, no tanto por miedo como por renuencia. Me sentía vacilar como si mi cuerpo oscilara pendularmente de lado a lado. Entonces un ánimo extraño se apoderó de mí, y salté con toda mi corporalidad. Quise pensar al precipitarme, pero no podía. Veía como a través de la niebla los muros de la estrecha cañada y las rocas que sobresalían en el fondo. No tuve una percepción secuencial de mi descenso, sino la sensación de que me hallaba sobre el suelo en el fondo mismo; discernía cada detalle de las rocas en un breve círculo en tomo mío. Noté que mi visión no era unidireccional y estereoscópica desde el nivel de mis ojos, sino plana y hacia todo el derredor. Tras un momento fui presa del pánico, y algo me jaló hacia arriba como un yoyo.
Don Juan y don Genaro me hicieron repetir el salto una y otra vez. Después de cada salto, don Juan me instaba a ser menos reticente y desganado. Dijo, vez tras vez, que el secreto de los brujos al usar el nagual radicaba en nuestra percepción, que saltar era simplemente un ejercicio de percepción, y que terminaría sólo cuando yo hubiese logrado percibir, como perfecto tonal, lo que había en el fondo de la cañada.
En cierto momento tuve una sensación inconcebible. Me hallaba total y sobriamente consciente de estar parado en el borde de la roca, con don Juan y don Genaro susurrando en mis oírlos, y en el instante siguiente miraba el fondo de la cañada. Todo era perfectamente normal. Casi había oscurecido, pero aún quedaba suficiente luz para reconocer cada cosa como en el mundo de mi vida cotidiana. Miraba unos arbustos cuando oí un ruido súbito, una peña que caía. Instantáneamente vi una roca de buen tamaño rodar por el despeñadero hacia mí. En un destello, vi también a don Genaro arrojándola. Tuve un ataque de pánico, y un segundo después había vuelto al sitio encuna de la roca. Miré en torno; don Genaro ya no estaba allí. Don Juan se echó a reír y dijo que don Genaro se había ido por no soportar mi hediondez. Avergonzado, -me percaté de que mi estado no era para menos. Don Juan había tenido razón al hacerme dejar mis ropas. Me llevó a un arroyo y me lavó romo a un caballo, recogiendo agua en mi sombrero y lanzándomela, mientras hacía hilarantes comentarios acerca de haber salvado mis pantalones.
LA BURBUJA DELA PERCEPCIÓN
Pasé el día solo, en casa de don Genaro. Dormí la mayor parte del tiempo. Don Juan regresó al pardear la tarde y caminamos, en completo silencio, hasta una cordillera cercana. Nos detuvimos a la hora del crepúsculo y estuvimos sentados al filo de una fonda barranca hasta que casi estuvo oscuro. Entonces don Juan me llevó a otro sitio cercano, un monumental risco con un muro de roca liso y vertical. El risco no podía verse desde el sendero que conducía a él; don Juan, sin embargo, me lo había enseñado varias veces antes. Me había hecho asomar por el borde y decía que todo el risco era un sitio de poder, especialmente su base, un desfiladero muy profundo. Siempre que lo miraba, sentía un desazonante escalofrío; el desfiladero era siempre oscuro y ominoso.
Antes de que llegáramos al sitio, don Juan dijo que yo debía seguir solo y encontrarme con Pablito en el borde del risco. Me recomendó relajarme y practicar el paso de poder con el fin de eliminar mi fatiga nerviosa.
Don Juan se hizo a un lado, hacia la izquierda del camino, y la oscuridad, literalmente, se lo tragó. Quise detenerme a averiguar dónde había ido, pero mi cuerpo no obedeció. Empecé -a marchar á paso veloz, aunque me hallaba tan cansado que apenas me tenía en pie.
Al llegar al risco no vi a nadie y seguí marcando el paso de carrera, respirando profundamente. Tras un rato me relajé un poco; quedé inmóvil con la espalda contra una roca, y noté entonces la figura de un hombre a unos cuantos pasos de mí. Estaba sentado, con la cabeza oculta entre los brazos. Tuve un momento de susto intenso y me retraje, pero luego me expliqué que el hombre debía de ser Pablito, y sin titubear fui hacia él. Dije en voz alta el nombre de Pablito. Pensé que, incierto de quién era yo, se había asustado tanto que cubrió su rostro para no mirar. Pero antes de llegar a donde estaba, un miedo inexplicable me poseyó. Mi cuerpo se inmovilizó en el acto, el brazo derecho ya extendido para tocar al otro. El hombre alzó la cabeza. ¡No era Pablito! Sus ojos eran dos enormes espejos, como ojos de tigre. Mi cuerpo saltó hacia atrás; mis músculos se tensaron y luego libraron la tensión sin la menor influencia de mi voluntad, y ejecuté el salto con tanta rapidez y a tal distancia que en circunstancias normales me habría envuelto en una grandiosa especulación al respecto. En aquellos momentos, sin embargo, mi miedo desproporcionado no me permitía ninguna inclinación a ponderar, y habría salido corriendo de allí de no haber sido porque alguien aferró mi brazo con fuerza. Ese contacto me produjo un pánico total; lancé un grito… No fue el chillido que yo habría esperado, sino un largo alarido escalofriante.
Me volví a encarar a mi asaltante. Era Pablito, aun más tembloroso que yo. Mi nerviosismo estaba en su punto más alto. No me era posible hablar; los dientes me castañeteaban y el escalofrío recorría mi espalda, provocándome sacudidas involuntarias. Tenía que respirar a bocanadas.
Pablito dijo, entre castañeteos, que el nagual lo había estado esperando, que él apenas se había zafado de sus garras cuando tropezó conmigo, y que mi grito estuvo a punto de matarlo. Quise reír y produje los sonidos más extraños que pueden imaginarse. Al recobrar la calma, dije a Pablito que aparentemente me había ocurrido lo mismo. El resultado final, en mi caso, era que mi fatiga se desvaneció; un incontenible empellón de fuerza y bienestar ocupaba su sitio. Pablito parecía experimentar las mismas sensaciones; empezamos a reír risitas tontas y nerviosas.
Oí en la distancia pasos suaves y cautelosos. Detecté el sonido antes que Pablito. Él pareció reaccionar a mi tensión. Tuve la certeza de que alguien se acercaba al sitio donde estábamos. Miramos en dirección del ruido; un momento después, las siluetas de don Juan y don Genaro se hicieron visibles. Caminaban despacio y se detuvieron a uno o dos pasos de nosotros; don Juan estaba frente a mí y don Genaro encaraba a Pablito. Quise decir a don Juan que algo había estado a punto de enloquecerme de miedo, pero Pablito me apretó el brazo. Supe por qué lo hacia. Algo había de extraño en don Juan y don Genaro. Al mirarlos, mis ojos empezaron a desenfocarse.
Don Genaro dio una orden seca. No entendí lo que dijo, pero "supe" que nos prohibía cruzar los ojos.
– Ya la oscuridad descendió al mundo -dijo don Juan mirando el cielo.
Don Genaro dibujó una media luna en el duro suelo. Por un instante me pareció que usaba un gis iridiscente, pero luego advertí que no tenía nada en la mano; yo percibía la media luna imaginaria que había dibujado con el dedo. Hizo que Pablito y yo nos sentáramos en la curva interna del filo convexo, mientras él y don Juan se instalaban, con las piernas cruzadas, en los extremos de la media luna, a unos dos metros de nosotros.
Don Juan habló primero; dijo que nos iban a mostrar a sus aliados. Dijo que si mirábamos sus costados izquierdos, entre la cadera y el costillar, "veríamos" algo como un trapo o un pañuelo colgado de sus cinturones. Don Genaro añadió que junto a esos trapos había dos objetos redondos, como botones, y que debíamos mirar sus cintos hasta "ver" los trapos y los botones.
Antes de que don Genaro hablase yo había notado ya un objeto plano, como un trozo de tela, y un guijarro redondo que colgaban de sus cinturones. Los aliados de don Juan eran más oscuros y ominosos que los de don Genaro. Mi reacción fue una mezcla de curiosidad y miedo. Experimentaba las reacciones en el estómago y no juzgaba nada de manera racional.