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– Sí, señor -dijo mirándolos-. Yo soy su benefactor y sé que eso fue lo mejor que ha hecho hasta hoy. Le costó años de vivir como guerrero.

Se volvió hacia mí y puso su otra mano en mi hombro. Sus ojos relucían apaciblemente.

– No hay otro modo de decirlo, Carlitos -dijo, pronunciando despacio las palabras-. Excepto que tenías cantidades de caca en las tripas.

Con lo cual, él y don Juan aullaron de risa hasta que parecían a punto de desmayarse. Pablito y Néstor soltaron risitas nerviosas, sin saber exactamente qué hacer.

Cuando don Juan y don Genaro se hubieron calmado, Pablito me dijo que estaba inseguro de su capacidad para entrar solo en lo "desconocido".

– En realidad no tengo ni la menor idea de cómo hacerlo -dijo-. Genaro dice que uno no necesita nada más que impecabilidad. ¿Qué piensas tú?

Le contesté que yo sabia incluso menos que él. Néstor suspiró; parecía seriamente preocupado. Movía nerviosamente las manos y la boca como si estuviera a punto de decir algo importante y no hallara el modo.

– Genaro dice que a ustedes dos les va a ir bien -dijo por fin.

Don Genaro hizo un ademán para indicar que nos íbamos. Él y don Juan caminaron juntos, unos metros por delante de nosotros. Casi todo el día seguimos el mismo sendero montañés. Todos llevábamos una provisión de carne seca y un guaje de agua, y se entendía que comeríamos sobre la marcha. En cierto punto, el sendero se convirtió definitivamente en un camino. Se curvaba para rodear una ladera; de pronto, el panorama de un valle se desplegó frente a nosotros. Era un espectáculo que cortaba el aliento: un largo valle verde resplandeciente de sol; había sobre él dos magníficos arcoíris, y retazos de lluvia sobre las colinas circundantes.

Don Juan se detuvo y adelantó la barbilla para señalar a don Genaro algo que había en el valle. Don Genaro meneó la cabeza. No era un gesto afirmativo ni negativo; era más bien una especie de respingo. Ambos quedaron inmóviles largo rato, escudriñando el valle.

Dejamos el camino y tomamos lo que parecía un atajo. Empezamos a descender por una senda más estrecha y azarosa que llevaba a la parte norte del valle.

Cuando llegamos al terreno llano, mediaba la tarde. Me vi allí envuelto en el fuerte aroma de sauces acuáticos y tierra mojada. Durante un momento la lluvia fue un suave rugido verde sobre los árboles cercanos a mi izquierda; luego se convirtió en un temblor entre los juncos. Oí la carrera de un arroyo. Miré hacia la copa de los árboles; los altos cirros en el horizonte oeste parecían bolas de algodón desparramadas en el cielo. Me quedé observando las nubes el tiempo suficiente para que todos se me adelantaran un buen trecho. Corrí en pos de ellos.

Don Juan y don Genaro se detuvieron y voltearon al unísono; sus ojos se movieron y me enfocaron con tan uniforme precisión que ambos parecían una sola persona. Fue una breve mirada estupenda que me produjo escalofríos. Luego don Genaro rió y dijo que yo corría a trastazos, como un mexicano de cien kilos y pies planos.

– ¿Por qué mexicano? -preguntó don Juan.

– Un indio de cien kilos y pies planos no corre -dijo don Genaro en tono explicativo.

– Ah -dijo don Juan como si don Genaro hubiese en realidad explicado algo.

Cruzamos el estrecho valle y trepamos a las montañas del lado este. Al pardear la tarde nos detuvimos por fin en una meseta plana y yerma que miraba a un valle alto hacia el sur. La vegetación había cambiado drásticamente. En todo el derredor había montañas redondas y erosionadas. La tierra del valle y las laderas estaba parcelada y cultivada, pero aun así toda la escena me sugería esterilidad.

El sol ya declinaba sobre el horizonte del suroeste. Don Juan y don Genaro nos llamaron al borde norte de la meseta. Desde este punto, el panorama era sublime. Había interminables valles y montañas hacia el norte, y una cordillera de altas sierras hacia el oeste. El sol reflejado en las distantes montañas del norte las hacía aparecer anaranjadas, del color de los bancos de nubes hacia occidente. Pese a su belleza, el paisaje era triste y solitario.

Don Juan me dio mi libreta, pero yo no sentía deseos de tomar notas. Nos sentamos en semicírculo, con don Juan y don Genaro en los extremos.

– Escribiendo empezaste en la senda del conocimiento, y en la misma forma terminarás -dijo don Juan.

Todos me instaron a escribir, como si ello fuera esencial.

– Estás en el mero borde, Carlitos -dijo de pronto don Genaro-. Tanto tú como Pablito.

Su voz era suave. Sin su tono de chanza, sonaba bondadosa y preocupada.

– Otros guerreros que viajaban a lo desconocido se han parado en este mismo sitio -dijo-. Todos ellos desean el bien a ustedes dos.

Sentí un escarceo en torno mío, como si el aire hubiera sido menos sólido y algo hubiese creado una ola que lo recorría.

– Todos nosotros, los que estamos aquí, les deseamos el bien a ustedes dos -dijo.

Néstor abrazó a Pablito y a mí y luego se sentó aparte.

– Todavía nos queda algo de tiempo -dijo don Genaro, mirando el cielo. Y luego, volviéndose hacia Néstor, preguntó-: ¿Qué debemos hacer mientras tanto?

– Reír y gozar -repuso Néstor ágilmente.

Dije a don Juan que tenía pavor a lo que me aguardaba, y que ciertamente me habían llevado a ello a fuerza de engaños; yo que ni siquiera había imaginado que existieran situaciones como la que Pablito y yo vivíamos. Dije que algo en verdad imponente se había apoderado de ml, y que me había empujado poco a poco hasta llevarme a encarar algo tal vez peor que la muerte.

– Ya te estás quejando otra vez -dijo don Juan con sequedad-. Te vas a tener lástima hasta el último minuto.

Todos rieron. Don Juan tenía razón. ¡Qué impulso invencible! Y yo que creía haberlo desarraigado de mi vida. Pedí a todos que perdonaran mi idiotez.

– No te disculpes -me dijo don Juan-. Las disculpas son una idiotez. Lo que realmente importa es el ser un guerrero impecable en este inigualable sitio de poder. Este lugar ha hospedado a los mejores guerreros. Sé así como ellos de excelente.

Luego se dirigió tanto a Pablito como a mí.

– Ya ustedes saben que ésta es la última tarea en la que estaremos juntos -dijo-. Ustedes dos van a entraren el nagual y el tonal por la sola fuerza de su poder personal. Genaro y yo estamos aquí sólo para decirles adiós. El poder ha determinado que Néstor deberá ser el testigo. Así sea.

"Ésta será también la última encrucijada en que Genaro y yo los asistiremos. Una vez que hayan entrado de por sí solos en lo desconocido, no pueden depender de nosotros para que los traigamos de vuelta, de manera que se impone una decisión; deben decidir si regresar o no. Nosotros confiamos en que ustedes dos tienen fuerza para regresar si eligen hacerlo. La otra noche ustedes fueron perfectamente capaces, unidos o por separado, de quitarse de encima al aliado, que de otro modo los habría aplastado hasta matarlos. Ésa fue una prueba de sus fuerzas.

"Debo añadir también que pocos guerreros sobreviven el encuentro con lo desconocido que ustedes están a punto de tener; no tanto porque sea difícil, sino porque el nagual es atrayente más allá de cuanto pueda decirse, y los guerreros que se adentran en él encuentran que el regreso al tonal, o al mundo del orden y el ruido y el dolor, es un asunto de lo más disgustante.

"La decisión de quedarse o de volver la realiza algo en nosotros que no es nuestra razón ni nuestro deseo, sino nuestra voluntad, de manera que no hay forma de saber el resultado por anticipado.

"Si eligen no volver, desaparecerán como si la tierra los hubiera tragado. Pero si eligen regresar a esta tierra, deben esperar como verdaderos guerreros hasta que sus tareas particulares estén cumplidas. Una vez que se cumplan, ya sea en el triunfo o en la derrota, tendrán dominio sobre la totalidad de ustedes mismos."