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Perdí el impulso de hacer preguntas. Pero su sonrisa me invitaba a seguir hablando. Otro asunto de gran importancia para mí era su amigo don Genaro y el extraordinario efecto que sus acciones habían surtido en mi. Cada vez que entraba en contacto con él, experimentaba distorsiones sensoriales de lo más, extrañas.

Don Juan rió cuando planteé mi pregunta.

– Genaro es estupendo -dijo-. Pero no tiene sentido por ahora hablar de él ni de lo que te hace. Tampoco tienes suficiente poder personal para desenvolver ese tema. Espera a tenerlo, y entonces hablaremos.

– ¿Y si nunca lo tengo?

– Si nunca lo tienes, nunca hablaremos.

– Al paso que voy, ¿tendré alguna vez el suficiente? -pregunté.

– De ti depende -respondió-. Yo te he dado toda la información necesaria. Ahora es responsabilidad tuya ganar suficiente poder personal para inclinar la balanza.

– Habla usted en metáforas -dije-. Hábleme claro. Dígame exactamente qué debo hacer. Si ya me lo dijo, digamos que lo olvidé.

Don Juan chasqueó la lengua y se acostó, con los brazos detrás de la cabeza.

– Tú sabes exactamente lo que necesitas -dijo.

Respondí que a veces creía saberlo, pero que la mayor parte del tiempo carecía de confianza en mi mismo.

– Me temo que confundes las cosas -dijo-. La confianza de un guerrero no es la confianza del hombre común. El hombre común busca la certeza en los ojos del espectador y llama a eso confianza en sí mismo. El guerrero busca la impecabilidad en sus propios ojos y llama a eso humildad. El hombre común está enganchado a sus prójimos, mientras que el guerrero sólo depende de sí mismo. Andas en pos de lo imposible. Buscas la confianza del hombre común, cuando deberías buscar la humildad del guerrero. Hay una gran diferencia entre las dos. La confianza implica saber algo con certeza; la humildad implica ser impecable en los propias actos y sentimientos.

– He tratado de vivir de acuerdo con sus consejos -dije-. Tal vez no sea yo lo mejor, pero soy lo mejor de mí mismo. ¿Es eso impecabilidad?

– No. Debes ser aún mejor. Debes empujarte siempre más allá de tus límites.

– Pero eso sería una locura, don Juan. Nadie puede hacer eso.

– Muchas cosas que haces ahora te habrían parecido una locura hace diez años. Las cosas esas nunca cambiaron, pero sí cambió tu idea de ti mismo; lo que antes era imposible es ahora perfectamente posible, y a lo mejor el que logres cambiarte por completo es sólo cuestión de tiempo. En este asunto, el único camino posible para un guerrero es actuar directamente y sin reservas. Ya conoces el camino del guerrero lo suficiente para desenvolverte bastante bien; pero te salen al encuentro tus malas costumbres.

Comprendí a qué se refería.

– ¿Cree usted que escribir es una de esas malas costumbres que debo cambiar? -pregunté-. ¿Debo destruir mi nuevo manuscrito?

No contestó. Se puso en pie y se volvió a mirar el borde del matorral.

Le conté que había recibido una cantidad de cartas en las que diversas personas me señalaban el error de escribir acerca de mi aprendizaje. Citaban como precedente el hecho de qué los maestros de las doctrinas esotéricas orientales exigían discreción absoluta con respecto a sus enseñanzas.

– Capaz si esos maestros tienen el vicio de ser maestros -dijo don Juan sin mirarme-. Yo no soy maestro. Yo soy solamente un guerrero. No sé en realidad qué es lo que uno siente como maestro.

– Pero quizás estoy revelando cosas que no debería, don Juan.

– No importa lo que uno revela ni lo que uno se guarda -dijo-. Todo cuanto hacemos, todo cuanto somos, descansa en nuestro poder personal. Si tenemos suficiente, una palabra que se nos diga podría ser suficiente para cambiar el curso de nuestra vida. Pero si no tenemos suficiente poder personal, se nos puede revelar la sabiduría más grande y esa revelación nos importaría un ajo.

Luego bajó la voz como si me estuviera revelando un asunto confidencial.

– Voy a decirte algo que a lo mejor es la mayor sabiduría a la que uno puede dar voz -dijo-. A ver qué haces can ella.

"¿Sabes que en este mismo instante estás rodeado por la eternidad? ¿Y sabes que puedes usar esa eternidad, si así lo deseas?"

Tras una larga pausa, durante la cual un sutil movimiento de sus ojos me instaba a rendir alguna formulación, dije no entender de qué hablaba.

– ¡Allí! ¡La eternidad está allí! -dijo, señalando el horizonte.

Luego apuntó hacia el cenit.

– O allí, o quizá podamos decir que la eternidad es así.

Extendió los brazos para señalar al este y al oeste.

Nos miramos. Sus ojos contenían una pregunta.

– ¿Y qué me dices de esto? -inquirió, animándome a meditar sus palabras.

No supe qué responder.

– ¿Sabes que puedes extenderte hasta el infinito en cualquiera de las direcciones que he señalado? -prosiguió-. ¿Sabes que un momento puede ser la eternidad? Esto no es una adivinanza; es un hecho, pero sólo si te montas en ese momento y lo usas para llevar la totalidad de ti mismo hasta el infinito, en cualquier dirección.

Se me quedó mirando.

– Antes no tenías este conocimiento -dijo, sonriendo-. Ahora es tuyo. Te lo he dado, y sin embargo no importa nada, porque no tienes suficiente poder personal para utilizar mi revelación. Pero si lo tuvieras, sólo mis palabras serían el medio para que acorralaras toda tu totalidad, y sacaras la parte que manda, de estos límites que la contienen.

Vino a mi lado y me tocó el pecho con los dedos; fue un golpe muy ligero.

– Estos son los límites de los que hablo -dije Uno puede salir de ellos. Somos un sentimiento, un darse cuenta encajonado aquí.

Me palmeó los hombros con las manos. Mi cuaderno y mi lápiz cayeron por tierra. Don Juan puso el pie sobre el cuaderno y me miró con fijeza; luego rió.

Le pregunté si lo molestaba tomando notas. Dijo que no, en tono confortante, y apartó el pie.

– Somos seres luminosos -dijo, meneando rítmicamente la cabeza-. Y para un ser luminoso lo único que importa es el poder personal. Pero si me preguntas qué cosa es el poder personal, debo decirte que mi explicación no lo explicará.

Don Juan miró el horizonte occidental y dijo que todavía quedaban unas horas de luz diurna.

– Tenemos que estarnos aquí mucho rato -explicó-. Así pues; o nos sentarnos en silencio o hablamos. Para ti no es natural estar callado, de modo que sigamos hablando. Este lugar es un sitio de poder y debe acostumbrarse a nosotros antes de que caiga la noche. Debes quedarte sentado, lo más natural que puedas, sin miedo y sin impaciencia. Parece que es más fácil para ti estar tranquilo cuando escribes, así que escribe cuanto se te dé la gana.

"Y ahora, a ver si me cuentas de tu soñar."

La súbita transición me tomó desprevenido. Don Juan repitió su petición. Había mucho que decir al respecto. "Soñar" implicaba el cultivo de un poder peculiar sobre los propios sueños, hasta el punto en que las experiencias habidas en ellos y las vividas en las horas de vigilia adquirían la misma valencia pragmática. Los brujos alegaban que, bajo el impacto del "soñar", los criterios ordinarios para diferenciar entre sueño y realidad se hacían inoperantes.

La praxis del "solar" era, para don Juan, un ejercicio que consistía en hallar las propias manos durante un sueño. En otras palabras, uno debía soñar deliberadamente que buscaba y hallaba sus manos en un sueño que consistía en soñar que uno alzaba las manos al nivel de los ojos.

Después de años de intentos infructuosos, yo había logrado finalmente la tarea. Considerando retrospectivamente, se me evidenció que sólo pude alcanzar el éxito tras haber obtenido cierto grado de dominio sobre el mundo de mi vida cotidiana.

Don Juan quiso saber los puntos salientes. Empecé a contarle que la dificultad de estructurar la orden de mirarme las manos parecía ser, muy a menudo, insuperable. Él me había advertido que la primera etapa de la faceta preparatoria, lo que él llamaba "armar los sueños", consistía en un juego mortal que la mente jugaba consigo misma, y que cierta parte de mi ser iba a hacer todo lo posible por impedir el cumplimiento de mi tarea. Eso podía incluir, dijo don Juan, el arrojarme a una pérdida de significado, a la melancolía, o incluso a una depresión suicida. Sin embargo, no llegué tan lejos. Mi experiencia se quedó más bien en el lado ligero, cómico; no obstante, la frustración era igual. Cada vez que, en un sueño, estaba a punto de mirarme las manos, algo extraordinario sucedía; echaba yo a volar, o el sueño se volvía pesadilla, o simplemente se transformaba en una placentera experiencia de excitación corporal; todo lo contenido en el sueño se extendía mucho más allá de lo "normal" en lo referente a vividez y, por ello, resultaba absorbente en extremo. La intención original de observar mis manos siempre se olvidaba a la luz de la nueva situación.