"Así pues, en esencia, el mundo que tu razón quiere sostener es el mundo creado por una descripción y sus reglas dogmáticas e inviolables, que la razón aprende a aceptar y defender,
"El secreto de los seres luminosos es que tienen otro anillo de poder que nunca se usa, la voluntad. El truco del brujo es el mismo truco del hombre común. Ambos tienen una descripción: uno, el hombre común, la sostiene con su razón; el otro, el brujo, la sostiene con su voluntad. Ambas descripciones tienen sus regias y las reglas se perciben, pero la ventaja del brujo es que la voluntad abarca más que la razón.
"Lo que quiero sugerirte a estas alturas es que, de ahora en adelante, te esfuerces por percibir si lo que sostiene la descripción es tu razón o tu voluntad. Yo siento, por cierto, que esa es la única manera de usar tu mundo diario como un desafío y como un vehículo para acumular suficiente poder personal, a fin de llegar a la totalidad de ti mismo.
"A lo mejor la próxima vez que vengas tendrás lo bastante. De todos modos, espera hasta que sientas, como sentiste hoy junto a la zanja, que una voz interna te dice que lo hagas. Si vienes con cualquier otro espíritu, será una pérdida de tiempo y un peligro para ti."
Observé que, de esperar aquella voz interna, nunca volvería a verlos.
– Vieras lo bien que puede uno actuar cuando tiene la espalda contra el paredón -dijo.
Se puso en pie y recogió un atado de leña. Puso algunas varas secas en la estufa de tierra. Las llamas lanzaban un resplandor amarillento sobre el piso. Apagó la linterna y se acuclilló frente a su sombrero, que cubría el dibujo en las cenizas.
Me ordenó estar en calma, cesar mi diálogo interno, y mantener los ojos en el sombrero. Me esforcé unos momentos y luego tuve la sensación de flotar, de caer desde un acantilado. Era como si nada me soportase, como si no me hallara sentado ni tuviese cuerpo.
Don Juan levantó el sombrero. Debajo había espirales de ceniza. Las observé sin pensar. Sentí moverse las espirales. Las sentí en el estómago. Las cenizas parecieron apilarse. Luego, algo las agitó y esponjó, y de pronto don Genaro estaba sentado frente a mí.
La imagen me forzó instantáneamente a reanudar el diálogo interno. Pensé que me había dormido. Empecé a respirar en boqueadas cortas y quise abrir los ojos, pero estaban abiertos.
Oí a don Juan decirme que me parara y me moviera. Me levanté de un salto y corrí a la ramada. Don Juan y don Genaro me siguieron. Don Juan trajo la linterna. Yo no podía recuperar el aliento. Traté de calmarme como antes, trotando sin avanzar mientras miraba al oeste. Alcé los brazos y comencé a respirar. Don Juan vino a mi lado y dijo que esos movimientos sólo se hacían en el crepúsculo.
Don Genaro gritó que para mí era el crepúsculo y ambos soltaron la risa. Don Genaro corrió al borde del matorral y luego regresó de un rebote a la ramada, como si una liga gigantesca lo hubiera hecho volver. Repitió los mismos movimientos tres o cuatro veces, y luego se me acercó. Don Juan me miraba con fijeza, riendo risitas de niño.
Cruzaron una mirada furtiva. Don Juan dijo a don Genaro, en voz alta, que mi razón era peligrosa, y que podía matarme si no le daban la razón.
– ¡Por Dios santo! -exclamó don Genaro con voz rugiente-. ¡Dale la razón a su razón!
Dieron de saltos riendo, como dos niños.
Don Juan me hizo sentar bajo la linterna y me dio mi cuaderno.
– Hoy si que te estábamos tomando el pelo -dijo en tono conciliador-. No tengas miedo. Genaro estaba escondido ahí debajo de mi sombrero.
Segunda Parte EL TONAL Y EL NAGUAL
TENER QUE CREER
Caminé hacia el centro sobre el Paseo de la Refor ma. Estaba cansado; sin duda, la altitud de la ciudad de México tenía algo que ver en ello. Podría haber tomado un autobús o un taxi pero, no obstante mi fatiga, deseaba caminar. Transcurría una tarde de domingo. Aunque el tránsito era mínimo, los escapes de los autobuses y camiones con motores de diesel daban a las estrechas calles del centro el aspecto de cañadas de smog.
Llegué al Zócalo y noté que la Catedral parecía haber aumentado su inclinación desde la última vez que la vi. Me adentré unas cuantos metros en los enormes recintos. Una idea cínica atravesó mi mente.
Después me dirigí al mercado de la Lagunilla. Ca recía de propósito definido. Caminé al azar, pero a buen paso, sin mirar nada en particular. Fui a dar a los puestos de monedas antiguas y libros de segunda mano.
– ¡Vaya, vaya! ¡Miren quién está aquí! -dijo alguien, tocando levemente mi hombro.
La voz y el contacto me hicieron saltar. Rápidamente giré hacia la derecha. La sorpresa me hizo abrir la boca. La persona que me hablaba era don Juan.
– ¡Don Juan! -exclamé, y un escalofrío sacudió mi cuerpo de la cabeza a los pies-. ¿Qué hace usted aquí?
– ¿Tú qué haces aquí? -replicó como un eco.
Le dije que me había detenido unos días en la ciudad antes de adentrarme a buscarlo en las montañas de México central.
– Bueno, digamos entonces que yo bajé de las montañas para encontrarte -dijo, sonriente.
Me palmeó el hombro repetidas veces. Parecía contento de verme. Puso las manos en las caderas, infló el pecho y preguntó si me agradaba su apariencia. Sólo entonces advertí que don Juan vestía de traje. El impacto de tal incongruencia me golpeó de lleno. Quedé atónito.
– ¿Te gusta mi tacuche? -preguntó, regocijado-. Hoy ando de traje -añadió como si tuviera que explicar, y luego, señalando mi boca abierta-: ¡Ciérrala! ¡Ciérrala!
Reí, distraído. Él notó mi confusión. Sacudiéndose de risa, dio la vuelta para que yo pudiera verlo desde todos los ángulos. Su atuendo era increíble. Vestía un traje café claro con rayas delgadas, zapatos café, camisa blanca. ¡Y corbata! Y eso me hizo preguntarme: ¿llevaría calcetines, o se habría puesto los zapatos "a raíz"?
A mi desconcierto se sumaba la sensación enloquecedora de que, cuando don Juan me tocó el hombro y volví la cara, lo vi con su pantalón y su camisa de caqui, con sus huaraches y su sombrero de paja, y luego, cuando llamó mi atención sobre su atuendo y lo enfoqué en detalle, la unidad completa de su atavío se fijó, como si yo la creara con mi pensamiento. La boca parecía ser la parte de mi cuerpo más afectada por el asombro. Se abría involuntariamente. Don Juan me tocó levemente la barbilla, como ayudándome a cerrarla.
– De veras te está creciendo la papada -dijo, y rió en explosiones cortas.
Tomé nota, entonces, de que no llevaba sombrero; su cabello blanco y corto estaba peinado de raya. Se vela como un viejo caballero mexicano, un habitante urbano impecablemente vestido.
Le dije que Hallarlo allí me tenía tan estremecido que necesitaba sentarme. Se mostró muy comprensivo y sugirió ir a un parque cercano.
Anduvimos unas calles en completo silencio y llegamos a la Plaza Garibaldi, un sitio donde los mariachis ofrecen sus servicios: especie de centro de empleo para músicos.
Don Juan y yo nos mezclamos con veintenas de espectadores y turistas y circunvalamos el parque. Tras un rato se detuvo, se reclinó en una pared y alzó levemente sus pantalones, en las rodillas; llevaba calcetines café claro. Le pedí decirme el significado de su misteriosa atavío. Su vaga réplica fue que, sencillamente, debía andar de traje -ese día por razones que se me aclararían después.
El hallar trajeado a don Juan había sido tan extraño que mi agitación resultaba casi incontrolable. Yo llevaba varios meses sin verlo y más que nada en el mundo quería hablar con él, pero de algún modo la escena no encajaba y mi atención se perdía en vericuetos. Notando, sin duda, mi ansiedad, don Juan sugirió que fuéramos a la Alameda, un parque más calmado, a algunas cuadras de distancia.