Выбрать главу

El esfuerzo había sido supremo. Me derrumbé en el suelo, jadeante. Los músculos de mi estómago estaban tan tensos que me impedían respirar. No prestaba atención a lo que Pablito hacía. Finalmente noté que don Juan y don Genaro me ayudaban a sentarme. Vi a Pablito tirado bocabajo con los brazos extendidos. Parecía desmayado. Después de haber hecho que me sentara, don Juan y don Genaro ayudaron a Pablito. Ambos le frotaron el estómago y la espalda. Lo hicieron poner de pie y tras un rato pudo sentarse por sí mismo.

Don Juan y don Genaro tomaron asiento en los extremos de la media luna, y luego empezaron a moverse frente a nosotros como si entre los dos puntos existiera un barandal, el cual usaban para cambiar sus posiciones de un lado a otro. Sus movimientos me mareaban. Por fin se detuvieron junto a Pablito y empezaron a susurrarle al oído. Tras un momento, los tres se incorporaron al unísono y fueron hasta el filo del risco. Don Genaro alzó a Pablito como si éste fuera un niño. El cuerpo de Pablito estaba tieso como una tabla; don Juan lo asió por los tobillos. Le dio vueltas, al parecer para ganar fuerza e impulso, y finalmente soltó sus piernas y arrojó el cuerpo sobre el abismo, desde el borde del risco.

Vi el cuerpo de Pablito contra el oscuro cielo occidental. Describía círculos, igual que el cuerpo de don Juan había hecho días antes; los círculos eran lentos. Pablito parecía ganar altura en vez de caer. Luego el giro se aceleró; el cuerpo de Pablito dio vueltas como un disco y en el momento siguiente se desintegró. Percibí que se había desvanecido en el aire.

Don Juan y don Genaro vinieron a mi lado, se acuclillaron y empezaron a susurrarme en los oídos. Cada uno decía algo diferente, pero yo no tenía dificultad en seguir sus órdenes. Era como si me hubiese "partido" en el instante en que pronunciaron las primeras palabras. Sentí que me hacían lo que habían hecho con Pablito. Don Genaro me hizo girar y luego tuve la sensación totalmente consciente de dar vueltas o flotar durante un momento. Luego caía por los aires, me desplomaba hacia el suelo a una velocidad tremenda. Sentí que mis ropas se desgarraban, que mi carne se desprendía, y finalmente sólo quedaba mi cabeza. Tuve claramente la sensación de que, al desmembrarse mi cuerpo, perdía el peso superfluo, y así la caída perdió impulso y mi velocidad amainó. El descenso ya no era un vértigo. Empecé a oscilar en el aire como una hoja. Luego mi cabeza fue despojada de su peso y todo cuanto quedaba de "mí" era un centímetro cúbico, una pepita, un diminuto residuo como guijarro. Todo mi sentir se concentraba allí; luego la pepita pareció reventar y fui un millar de trozos. Supe, o algo en alguna parte supo, que yo tenía conciencia de los mil trozos a la vez. Yo era la conciencia misma.

Luego, alguna parte de esa conciencia empezó a agitarse; se alzó, creció. Adquiría localización, y poco a poco recobré el sentido de los límites, el entendimiento o lo que fuera, y de pronto el "yo" que conocía y me era familiar brotó a una espectacular visión de todas las combinaciones imaginables de escenas "hermosas"; era como si mirara miles de imágenes del mundo, de la gente, de las cosas.

Después, las escenas se emborronaron. Tuve la sensación de que pasaban frente a mis ojos a velocidad creciente, hasta que ya no me era posible examinar ninguna por separado. Finalmente, fue como si presenciara la organización del mundo rodando frente a mis ojos en una cadena continua sin fin.

De repente me hallé parado en el risco con don Juan y don Genaro. Susurraron que me habían traído de vuelta, y que yo había atestiguado lo desconocido, sobre lo que nadie puede hablar. Dijeron que me lanzarían allí una vez más, y que yo debía desplegar las alas de mi percepción y tocar al tonal y al nagual al mismo tiempo, sin la conciencia de oscilar entre uno y otro.

Experimenté nuevamente las sensaciones de ser arrojado, girar, y caer á tremenda velocidad. Luego estallé. Me desintegré. Algo cedió en mí; soltó algo que yo había retenido toda mi vida. Me di perfecta cuenta entonces de que mi reserva secreta había sido perforada y se vertía sin restricciones. Ya no había la dulce unidad que llamo "yo". No había nada y sin embargo esa nada estaba llena. No era luz ni oscuridad, calor ni frío, agradable ni desagradable. Yo no me movía ni flotaba ni me hallaba estacionario; tampoco era una unidad, un yo mismo, como estoy acostumbrado a serlo. Yo era una miríada de yo mismo y todos eran "yo", una colonia de unidades independientes que tenían una alianza especial entre sí e inevitablemente se unirían para integrar una sola conciencia, mi conciencia humana. No era que yo "supiese" sin duda alguna, porque no había nada con lo que hubiera podido "saber", pero todos mis yo mismos "sabían" que el "yo" de mi mundo familiar era una colonia, un conglomerado de sentimientos separados e independientes que poseían una inflexible solidaridad mutua. La solidaridad inflexible de mis incontables conciencias, la alianza mutua de esas partes, era mi fuerza vital.

Una manera de describir aquella sensación unificada sería decir que las pepitas de conciencia se hallaban dispersas; cada una poseía conciencia de sí y ninguna predominaba más que otra. Entonces algo las agitaba, y se reunían para emerger en una zona donde todas tenían que juntarse en un bloque, el "yo" que conozco. Luego, "yo", como "yo mismo”, presenciaba una escena coherente de actividad mundana, o una escena referente a otros mundos y que me parecía pura imaginación, o una escena que pertenecía al "pensamiento puro"; es decir, visiones de sistemas intelectuales, o de ideas concatenadas como verbalizaciones. En algunas escenas, hablé conmigo mismo hasta saciarme. Después de cada una de esas visiones coherentes, el "yo" se desintegraba y volvía a no ser nada.

Durante una de las excursiones a la visión coherente, me hallé en el risco con don Juan. Inmediatamente me percaté de ser entonces el "yo" total que me es familiar. Sentí la realidad de mi parte física. Estaba en el mundo, no sólo presenciándolo.

Don Juan me abrazó como a un niño. Me miró. Su rostro estaba muy cerca. Yo veía sus ojos en la oscuridad. Eran bondadosos. Parecían contener una pregunta. Supe cuál era. L o impronunciable era en verdad impronunciable.

– ¿Y bien? -preguntó suavemente, como si necesitara mi reafirmación.

Yo estaba mudo. Las palabras "insensible", "desconcertado", "confuso" y otras por el estilo, no eran en modo alguno descripciones apropiadas de mi sentir en aquel momento. No era sólido. Supe que don Juan tenía que asirme y mantenerme a la fuerza sobre el suelo; de otro modo habría flotado en el aire para desaparecer. No tenía miedo de desvanecerme. Añoraba lo "desconocido" donde mi conciencia no estaba unificada.

Don Juan me llevó despacio, haciendo presión sobre mis hombros, hasta un área cercana a la casa de don Genaro; me hizo acostar y me cubrió con tierra que al parecer había apilado previamente. Me cubrió hasta el cuello. Hizo con hojas una especie de almohada para mi cabeza y me dijo que no me moviera ni me quedara dormido. Dijo que iba a sentarse allí para hacerme compañía hasta que la tierra hubiera vuelto a consolidar mi forma.