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– Si ustedes dos deciden regresar a esta tierra -dijo don Genaro-, tendrán que esperar, como verdaderos guerreros, hasta haber cumplido sus tareas. Esa espera es muy parecida a la caminata del guerrero en la historia. Como se ve, a ese guerrero ya no le quedaba más tiempo humano, y a ustedes dos tampoco. La única diferencia está en quién les apunta. Los que apuntaban al guerrero eran sus propios camaradas. Pero los que a ustedes les apuntan son los tiradores de lo desconocido. Y lo único que ustedes dos tienen es la impecabilidad. Deben esperar sin mirar hacia atrás. Deben esperar sin pedir nada. Y deben dirigir todo el poder personal que tengan a cumplir la tarea.

"Si ustedes no actúan impecablemente, si empiezan a inquietarse, si se impacientan o se desesperan, serán cortados sin misericordia por los tiradores de lo desconocido.

"Si, por el contrario, su impecabilidad y poder personal son tales que les permiten cumplir sus tareas, lograrán entonces la promesa del poder. ¿Y cuál es esa promesa?, podrían preguntar. Es una promesa que el poder hace a los hombres como seres luminosos. Cada guerrero tiene un destino diferente, así que no hay modo de decir cuál será esa promesa para cualquiera de ustedes."

El sol estaba a punto de ocultarse. El anaranjado claro de las distantes montañas del norte se había oscurecido. El paisaje me dio el sentimiento de un mundo solitario barrido por el viento.

– Ustedes ya han aprendido que el temple de un guerrero está en el ser humilde y eficiente -dijo don Genaro, y su voz me hizo saltar-. Ya han aprendido a actuar sin esperar ni pedir nada a cambio. Ahora les digo que, para soportar lo que les aguarda más allá de este día, necesitarán ustedes contenerse hasta lo último.

Experimenté un choque en el estómago. Pablito empezó a temblar levemente.

– Un guerrero debe estar siempre listo. El destino de todos nosotros los que estamos aquí ha sido saber que somos prisioneros del poder. Nadie sabe por qué nosotros en particular, pero ¡qué buena suerte!

Don Genaro calló y bajó la cabeza como exhausto. Yo nunca lo había oído hablar en esos términos.

– Aquí es obligatorio que el guerrero diga adiós a todos los presentes y a todos los que deja atrás -dijo de pronto don Juan-. Debe hacerlo en sus propias palabras y en voz alta, para que su voz se quede para siempre en este sitio de poder.

La voz de don Juan añadió otra dimensión a mi estado de ser en ese momento. Nuestra conversación en el coche se hizo doblemente conmovedora. ¡Cuánta razón tenía al decir que la serenidad del paisaje en torno había sido sólo un espejismo, y que la explicación de los brujos descargaba un golpe que nadie podría parar! Yo había oído la explicación de los brujos y había experimentado sus premisas; y allí estaba, desarmado y desvalido como nunca lo había estado antes en mi vida. Nada de cuanto había hecho, de cuanto había imaginado, podía compararse con la angustia y la soledad de aquel momento. La explicación de los brujos me había despojado incluso de mi "razón". Don Juan también estaba en lo cierto al decir que un guerrero no podía evitar el dolor y el sufrimiento, sino únicamente la entrega a ellos. En ese momento mi tristeza era incontenible. No soportaba decir adiós a quienes habían compartido las vueltas de mi destino. Dije a don Juan y a don Genaro que había hecho un pacto de morir con cierta persona, y que mi espíritu no se resignaba a dejarla sola.

– Todos estamos solos, Carlitos -dijo don Genaro suavemente-.,Ésa es nuestra condición.

Sentí en la garganta la angustia de mi pasión por la vida y por los seres que eran queridos para mí; yo rehusaba decirles adiós.

– Todos estamos solos -dijo don Juan-. Pero morir solo es morir desolado.

Su voz sonaba seca y apagada, como una tos.

Pablito lloraba en silencio. Luego se puso de pie y habló. No fue una arenga ni un testimonio. En voz clara agradeció la bondad de don Genaro y don Juan. Se volvió hacia Néstor y le agradeció el haberle dado la oportunidad de cuidarlo. Secó sus ojos con la manga de su camisa.

– ¡Qué cosa más linda el haber estado en este hermoso mundo! ¡En este maravilloso tiempo! -exclamó con un suspiro.

Su ánimo era contagioso.

– Si no regreso, te suplico como último favor que ayudes a quienes han compartido mi destino -dijo a don Genaro.

Luego miró hacia el oeste, en dirección de su casa. Su delgado cuerpo se convulsionó de llanto. Con los brazos extendidos corrió hacia el borde de la meseta, como para abrazar a alguien. Sus labios se movían; parecía hablar en voz baja.

Aparté la vista. No quería oír lo que Pablito decía.

Regresó a donde estábamos sentados, se dejó caer junto a mí y bajó la cabeza.

Yo era incapaz de decir nada. Pero súbitamente una fuerza exterior pareció tomar las riendas y me hizo levantarme, y también yo dije mi gratitud y mi tristeza.

Guardamos silencio de nuevo. El viento del norte susurraba, soplando contra mi rostro. Don Juan me miró. Nunca había visto tanta bondad en sus ojos. Me dijo que un guerrero se despedía dando las gracias a todos los que habían tenido para él un gesto de bondad o de preocupación, y que yo debía expresar mi gratitud no sólo hacia ellos sino también hacia aquellos que me habían cuidado y ayudado en mi camino.

Miré hacia el noroeste, hacia Los Ángeles, y todo el sentimentalismo de mi espíritu se vertió. ¡Qué descarga purificadora fue esa expresión de gracias!

Me senté de nuevo. Nadie me miró.

– Un guerrero reconoce su dolor pero no se entrega a él -dijo don Juan-. Por eso el sentimiento de un guerrero que entra en lo desconocido no es de tristeza; al contrario, está alegre porque se siente humilde ante su gran fortuna, confiado en la impecabilidad de su espíritu, y sobre todo, completamente al tanto de su eficiencia. La alegría del guerrero le viene de haber aceptado su destino, y de haber calculado de verdad lo que le espera.

Hubo una larga pausa. Mi tristeza era suprema. Quise hacer algo por librarme de tal opresión.

– A ver, ese testigo, aplasta tu cazador de espíritus -dijo don Genaro a Néstor.

Oí el fuerte y ridículo sonido del artefacto en cuestión.

Pablito rió casi hasta la histeria, y también don Juan y don Genaro. Advertí un olor peculiar y me di cuenta de que Néstor había soltado un pedo. Lo horrendamente chistoso era la gran expresión de seriedad en su rostro. No se había pedorreado como guasa, sino porque no traía su cazador de espíritus. Quería ayudar como mejor podía.

Todos rieron con abandono. Qué facilidad tenían para pasar de las situaciones sublimes a las totalmente cómicas.

De pronto, Pablito se volvió hacia mí. Quiso saber si era yo poeta, pero antes de que pudiera responderle, don Genaro hizo una rima.

– Carlitos es un chingón; tiene un poco de poeta, de loco y de cabrón -dijo.

Todos sufrimos otro ataque de risa.

– Éste es un mejor humor -dijo don Juan-. Y ahora, antes de que Genaro y yo les digamos adiós, pueden decir lo que les venga en gana. Puede que ésta sea la última vez que pronuncien una palabra.

Pablito negó con la cabeza, pero yo tenía algo que decir. Quería expresar mi admiración, mi respeto por el exquisito temple del espíritu guerrero de don Juan y don Genaro. Pero me enredé en mis palabras y finalmente no dije nada; o peor aun, terminé hablando como si de nuevo me quejara.

Don Juan meneó la cabeza y chasqueó los labios en un remedo de reprobación. Reí involuntariamente; no importaba, después de todo, que hubiese arruinado la oportunidad de expresarles mi admiración. Un sentimiento muy atrayente empezaba a poseer, me: cierto alborozo y alegría, una libertad exquisita que me hacia reír. Dije a don Juan y a don Genaro que el resultado de mi encuentro con lo "desconocido” me importaba un cacahuate; que me sentía feliz y completo, y que el vivir o el morir carecían de valor para mí en esos momentos.

Don Juan y don Genaro parecieron disfrutar mis aseveraciones todavía más que yo. Don Juan se golpeó el muslo y se echó a reír. Don Genaro arrojó su sombrero por tierra y gritó como si montara un caballo salvaje.