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– ¿Lo tiene agarrado o no?

– Más o menos, creo.

– A la de tres, los dos tiramos a la vez, ¿de acuerdo? Una, dos…

De alguna forma, y arañándose el brazo por todas partes, lograron sacar una diminuta y protestona bolita de lana.

– Ah, menos mal -sonrió la mujer, abrazando al corderillo. Cuando por fin se puso de pie, Fergus pudo verla bien.

Debía de tener veintiocho o veintinueve años. Medía alrededor de metro sesenta y tenía pecas en la nariz y manchas de barro en la cara, pero el barro daba igual. Era una chica muy guapa. Mientras acariciaba al animal, sus ojos castaños lo estudiaban con una candidez que le desconcertó.

– No es usted de aquí.

– No, pero ahora soy el médico del pueblo.

Fergus se percató entonces de que no sólo estaba acariciando al corderito, lo estaba examinando.

– El médico del pueblo ha muerto.

– El doctor Beaverstock murió hace cinco años -asintió él-. Pero la gente de la clínica pareció pensar que necesitaban otro médico y ése soy yo.

– ¿Trabaja usted aquí?

– Desde ayer.

Ella cerró los ojos y cuando volvió a abrirlos, Fergus vio un brillo de dolor. Y de algo más… ¿alivio?

– Gracias a Dios.

Seguramente se alegraba de que hubiera un médico a mano. Aquel sitio estaba completamente desierto. Al oeste había fincas ganaderas… para cualquier oveja sensata, aquello sería un paraíso, desde luego. Al otro lado había un denso bosque que llevaba a un lago. Pero apenas se veían casas.

Mientras la joven lo miraba el corderito consiguió soltarse de su abrazo y fue directo de nuevo hacia el agujero.

– ¡Cuidado!

Afortunadamente, Fergus había jugado al rugby en la universidad y se lanzó en plancha sobre el animal, al que logró agarrar por las patas traseras.

– Ah, bien hecho -ella, riendo, se arrodilló a su lado para tomar en brazos al corderito y Fergus pensó tontamente: «Qué bien huele». Lo cual era ridículo, claro. En realidad, olía a barro, a cordero y a estiércol. ¿Cómo podía oler bien?

– No lo suelte -le advirtió, limpiándose el barro de la cara.

– No sabe cómo lo siento -sonrió la chica, que no parecía sentirlo en absoluto.

– No se preocupe. Pero llévese esa cosa.

– No tengo coche -dijo ella que, sin soltar al cordero, se levantó y le ofreció su mano. Fergus la aceptó y descubrió que era sorprendentemente fuerte. Pero cuando se puso en pie, de repente estaban… demasiado cerca.

– Estoy muy lejos de casa -estaba diciendo la chica. Pero Fergus no podía oír lo que decía.

– ¿Y? -preguntó, desconcertado. El roce de su mano… Sí, estaba desconcertado.

Ella, sin embargo, no parecía darse cuenta.

– Su madre y él tienen que volver al corral. ¿No ha visto a su madre? -le preguntó, señalando a una oveja que pastaba tranquilamente al borde del camino.

– ¿Y cómo sabe cuál es su corral?

– No sé si podré llevar a una oveja hasta la casa. Las ovejas no son vacas, ¿sabe? Puede que me siga o no -la chica miró su Land Rover-. ¿Podría llevarme a la granja Bentley?

– ¿A la granja de Oscar Bentley?

– Sí -contestó ella, poniendo el cordero en sus brazos-. Muévalo, así… para que la madre lo mire a usted y no a mí.

– Oiga, tengo que irme -empezó a decir Fergus. Un cordero perdido era urgente, pero una cadera rota mucho más.

– No hasta que agarremos a la madre -replicó ella, antes de desaparecer detrás de un árbol.

Fergus se dio cuenta entonces de lo que estaba haciendo: lo estaba usando como distracción. Suspirando, llevó al cordero hacia su madre. La oveja dio un paso adelante y, cuando estaba despistada, la chica se lanzó sobre ella con un salto que nada tenía que envidiar al de Fergus. La oveja era grande, pero ella la sujetaba por la cabeza y las patas delanteras.

Era una maniobra sorprendente. Decir que Fergus estaba impresionado era decir poco.

– Meta al cordero en el Land Rover y dé marcha atrás -le ordenó.

– Oiga…

– No puedo quedarme aquí para siempre. Vamos, muévase.

Fergus se movió. Estaba a punto de meter a una oveja en la parte trasera de un Land Rover médico, el que usaba para llevar enfermos a la clínica de Cradle Lake. Muy bien. Desde hacía dos días era un médico rural y eso era lo que hacían los médicos rurales, ¿no?

Desde luego, ese médico rural no tenía alternativa.

De modo que apartó como pudo el instrumental médico y lo tapó con una tela. Miriam, su enfermera, había puesto allí una tela gruesa… quizá porque sabía que, tarde o temprano, tendría que trasladar ovejas.

Desde luego, Miriam sabía más que él sobre la vida en el campo.

En realidad, cualquiera sabría más que él sobre la vida en el campo. Fergus colocó al corderito en la parte de atrás, pero el pobre empezó a balar, atemorizado. De modo que volvió a tomarlo en brazos y se colocó tras el volante con el animal sobre las rodillas.

– Y contrólate -le advirtió-. Ya me he manchado suficiente por tu culpa. Orina en el asiento y te convierto en chuletas.

Meter a la oveja en la parte de atrás no fue tarea fácil. Al animal no le gustaba nada la idea, pero la chica parecía acostumbrada a ese tipo de cosas. La empujó y la empujó y, después de muchas protestas, la oveja estaba en el Land Rover.

– Yo puedo llevarla a la granja de Bentley. Iba hacia allí -dijo Fergus.

– ¿Va a la granja de Bentley?

– Sí. Pero estoy un poco perdido.

– Vuelva por donde ha venido -dijo ella, poniéndose el cinturón de seguridad-. Yo puedo ir andando a casa desde allí. Gire a la izquierda después de pasar el puente.

– Eso es lo que hice antes y aquí estoy.

– ¿Ha venido por el camino de O'Donnell para ir a casa de Óscar?

– Es que no soy de aquí.

– Pero es usted el médico local, ¿no?

– Sólo de forma temporal. Estaré aquí tres meses. Fergus Reynard, para servirle.

– Ginny Viental.

– ¿Ginny?

– Guinevere.

– Encantado de conocerte, Ginny. ¿Vives por aquí?

– Solía vivir aquí, sí. He vuelto… durante un tiempo.

– ¿Tus padres viven aquí?

– Vivían aquí cuando era pequeña. Y yo también, hasta los diecisiete años.

Ahora no tenía diecisiete años, pensó Fergus, intentando averiguar su edad. Parecía joven, pero tenía arruguitas alrededor de los ojos, como si la vida no le hubiera resultado fácil.

– Óscar Bentley… -murmuró-. ¿Seguro que esta oveja es suya?

– Sí, seguro. Sus animales se meten continuamente en nuestra finca, pero tiene derechos de paso. Óscar era un granjero normal hasta hace quince años, pero ahora…

– Desde luego, el acceso a su granja no es precisamente fácil -murmuró Fergus.

– ¿Por qué te ha llamado? A menos que eso sea confidencial, claro.

– No es confidencial. Se ha roto una cadera.

– ¿Se ha roto una cadera?

– Eso cree él.

– Sí, seguro. Una cadera rota -repitió ella, irónica-. Seguro que estaba borracho y se ha caído al suelo. Y ahora quiere que alguien lo meta en la cama.

– ¿Lo conoces bien?

– Ya te he dicho que soy de aquí. Hace años que no veo a Óscar, pero no creo que haya cambiado.

– Si no vives aquí ahora, ¿dónde vives?

– ¿Quieres dejar de interrogarme? -contestó ella, con la cara medio escondida en la cabeza del corderito-. Odio el olor a lana mojada.

– Pues no pongas la nariz en su cabeza.

– Ah, buena receta -sonrió la chica. Y menuda sonrisa. Cuando las líneas de expresión alrededor de sus ojos se suavizaban era preciosa.

Definitivamente preciosa.

– ¿Por qué has pedido que te trasladasen aquí?

– Ya te he dicho que sólo es temporal.

– Nunca hemos tenido un médico por aquí.

– Y no me extraña.