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– El señor Bentley tiene problemas respiratorios -contestó él, con los dientes apretados. Evidentemente, Ginny sabía cuál era el diagnóstico incluso antes de entrar en la casa-. Tendremos que llamar a la ambulancia.

– Ya te he dicho que están en el partido. No vendrán hasta dentro de dos horas.

– ¿Te importaría quedarte con el señor Bentley entretanto?

– No puedo quedarme. Me necesitan en otra parte y no soporto a Óscar.

– Yo tampoco la soporto a usted, señorita -replicó el hombre-. Ni a usted ni a la zorra de su madre. Usted y su familia se merecen todo lo que les ha pasado.

Ginny, que había abierto la puerta de la cocina, se volvió para mirar a Óscar, absolutamente pálida.

– Ninguna familia merece lo que nos pasó a nosotros -dijo en voz baja, sin mirarlo-. Tendrás que llevarlo tú a la clínica, Fergus. Yo paso.

– Pero…

– Ya he sacado a la oveja del Land Rover. Y he tenido que darle un poco de heno. Los perros están muertos de hambre, las ovejas comidas de moscas y hay un caballo encerrado en el establo… -lo interrumpió ella-. Espero que metan a Óscar en la cárcel. Allí es donde merece estar y no en un hospital.

– No puedo llevarme al señor Bentley en el Land Rover…

– Claro que puedes. He limpiado un poco la parte de atrás. Aunque podríamos ser amables y ponerle un colchón.

– Pero levantarlo…

– Nos romperíamos la espalda. Espera un momento y buscaré una puerta y algunas maderas. Vuelvo enseguida.

Y luego desapareció.

– ¿Va a dejar que registre mi casa? -preguntó Óscar.

– No sé qué otra cosa podemos hacer -suspiró Fergus-. Usted concéntrese en respirar y dejemos que Ginny nos saque de este apuro.

Su opinión fue confirmada cinco minutos después, cuando Ginny, después de colocar un colchón en el suelo, empezó a soltar los goznes de la puerta de la cocina.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Fergus.

– Esta vez ha ido demasiado lejos. De no haber venido tú, podría estar muerto. La gente de aquí ya está harta de sus truquitos y no le hacen ni caso -suspiró Ginny.

– Ya, bueno… ¿qué estás haciendo?

– Usaremos la puerta como camilla. Habrá que quitarle el oxígeno mientras lo metemos en el Land Rover, pero lo haremos rápido. ¿Has vuelto a tomarle el pulso?

– ¿Tienes conocimientos médicos? -preguntó Fergus.

Pero Ginny no lo estaba escuchando. Estaba colocando la puerta en el suelo y haciéndole señas para que tirase de ella hacia Óscar. Luego puso el colchón encima.

– Dale la vuelta. Pon una mano en el hombro y la otra sobre la cadera. No intentes levantarlo. Yo empujaré la puerta hacia él.

– ¿Dónde has aprendido a hacer esto?

– Tuve una infancia muy interesante. Solía jugar a los médicos y mover a los pacientes era mi especialidad. Así que cállate y empuja.

Cuando por fin consiguieron tumbar a Óscar en la camilla casera, Ginny sacó unas cuerdas y ató al paciente con ellas.

– Para que no se nos caiga.

– ¿Y cómo vamos a levantar esto?

– Los hombres siempre piensan en la fuerza cuando se puede usar la inteligencia -suspiró ella.

Luego salió un momento y volvió con unos palos y algo sospechosamente parecido a un hacha.

– Oye, que no pienso operarlo aquí. Y aunque lo hiciera, un hacha no es mi herramienta favorita.

– Esto es para levantar la puerta y colocar los palos debajo. ¿Ves? Son cilíndricos, así que nos servirán como ruedas. Sólo así podremos sacarlo de aquí -suspiró Ginny, haciendo palanca con el mango del hacha para levantar una esquina de la puerta-. Rápido, mete el primer palo.

El plan funcionó. En dos minutos habían colocado tres paños bajo la puerta y podían llevar a Óscar rodando hasta el porche. Desde allí, sería fácil meterlo en la parte trasera del Land Rover porque quedaba más o menos a la misma altura.

– ¿Qué pasa? -preguntó Óscar, medio atontado.

– Vamos a dar una vuelta -contestó Fergus-. Cortesía de la mujer más hábil que he conocido nunca. Y de la camilla más asombrosa.

La parte trasera del Land Rover apestaba a oveja y a estiércol, pero no se podía remediar. |

– ¿Quieres ir con nuestro paciente en la parte de atrás? -preguntó Fergus.

Pero Ginny ya se había sentado en el asiento del conductor y alargó la mano para que le diera las llaves.

– Tú eres el médico. Yo sólo soy parte del bucólico paisaje.

Hicieron una parada en el camino con la que Fergus no había contado.

– No puedo ir directamente a la clínica. Richard se asustaría.

– ¿Richard?

– Le dije que volvería en una hora y llevo casi dos horas fuera de casa -contestó ella, conduciendo el Land Rover como una experta por aquellos caminos de cabras.

¿Dónde había aprendido a hacerlo? ¿Y qué más cosas sabía hacer? Por lo que había visto, sabía hacer de todo. Además de tener una preciosa figura, una cara encantadora y gran sentido del humor.

Pero tenía que concentrarse en el paciente.

– Tenemos que llegar a la clínica lo antes posible -insistió Fergus al ver que Oscar respiraba cada vez con más dificultad-. Llama a Richard desde allí.

– No puedo.

– No podemos retrasarlo.

– Óscar lleva años jugando con su salud. Si yo no hubiera estado en medio del camino, tú no habrías sido capaz de llevarlo a la clínica hasta la noche… Además, tardaré dos minutos.

– Llámalo por teléfono -insistió Fergus.

– Vete a la porra.

– ¿Richard es tu hijo?

– No te preocupes por eso. Concéntrate en tu paciente.

– Llévenme al hospital -dijo Óscar entonces-. No me encuentro bien.

– Primero tengo que ir a ver cómo está Richard -insistió Ginny-. Él es tan importante como usted.

– Debería estar muerto. Prácticamente lo está.

No hubo respuesta. Pero Fergus vio cómo Ginny apretaba el volante hasta que sus nudillos se volvieron blancos.

– Ginny…

– Cállate y atiende a… a ese bestia porque yo no pienso hacerlo.

Ginny, como había dicho, fue a comprobar cómo estaba Richard. Fuese quien fuese el tal Richard. Fergus seguía sin saberlo. Detuvo el Land Rover delante de una granja tan vieja como la de Óscar y salió corriendo, pero volvió dos minutos después.

– ¿No está muerto? -preguntó Óscar.

La mirada que Fergus vio en el espejo retrovisor podría haber matado al bocazas de su paciente. Pero no era el momento de meterse en líos. Lo único que podía hacer era atender al señor Bentley y dejar las preguntas para más tarde.

Aunque él no quería involucrarse en nada. Sólo estaba allí de paso.

En realidad, ¿por qué estaba allí?

Para encontrar un sitio en el que pudiera olvidarse de todo. Para concentrarse en la medicina y no pensar en nada más.

Pero el dolor en el rostro de Ginny…

Ese dolor encontraba su reflejo en lo que él había pasado. Había algo en ella…

¿Quién sería Richard, su marido? ¿Un marido inválido?

Pero él no estaba allí para involucrarse en problemas personales, se repitió a sí mismo.

– Me duele -protestó Óscar.

– ¿Dónde le duele?

– Ya le he dicho que me he roto la cadera.

– No puedo darle morfina hasta que se le hayan pasado los efectos del alcohol. Y antes hay que hacerle análisis.

– El antiguo médico me habría dado algo para el dolor.

– Sí, le habría dado lo que fuera para que se callase -le espetó Ginny, mirándolo por encima del hombro-. Y lo entiendo. Doctor Reynard, esconda la morfina o me la inyecto yo misma.

La clínica de Cradle Lake no era exactamente el moderno hospital al que Fergus estaba acostumbrado. Había sido construida cincuenta o sesenta años antes y parecía más un chalecito que una instalación de servicios sanitarios. La mayoría de las habitaciones eran para un solo paciente, con balcones que daban al lago por un lado o a las montañas de Nueva Gales del Sur por el otro.