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«Te equivocas. Yo te quiero.»

«Usted sólo quiere cobrar la mensualidad.»

«¿Qué puedo hacer para que cambies de idea?»

«Nada.»

«¿Quieres que llame al psicólogo?»

«Detesto a los psicólogos.»

«¿Entonces?»

«Está bien así.»

«No lo creo.»

«Yo estoy bien así y con eso basta.»

Entonces sentí sus manos sobre las mías, eran pequeñas y más bien frías.

«¿Por qué no me miras a los ojos?»

«No es obligatorio, ¿no?»

«No es obligatorio, pero sería amable.»

«La amabilidad no me importa.»

En aquel instante sonó la campana del rosario.

La madre superiora se levantó.

«Tengo que irme, pero antes de que salgas quiero decirte dos cosas. La primera es ésta: la puerta de mi despacho y de mi habitación están siempre abiertas, de día y de noche, si tienes ganas de hablar sólo tienes que empujar y entrar.»

«¿Y la segunda?»

«Recuerda que no tienes ninguna responsabilidad de tu pasado, pero que tienes mucha respecto al futuro. El futuro está en tus manos y a ti te toca construirlo. Por eso te invito a reflexionar y a abrirte a los demás antes de hacer alguna tontería.»

Los meses que siguieron fueron meses de oscuridad, rasgados por resplandores inesperados y violentísimos. Todo me parecía inútil, no soportaba la compañía de nadie. Iba a clase y no oía ni una de las palabras de los profesores. Pasaba horas inclinada sobre los libros pero ante mí sólo pasaban páginas y páginas opacas. Sólo me faltaba un año para el título, pero ni siquiera eso me alegraba.

Mi futuro era como las páginas, opaco.

Seguramente volvería a la granja y pasaría el resto de mi vida limpiando la mierda de los conejos y las gallinas. Un día, mis tíos morirían y yo me convertiría en la dueña de todo, pero sería demasiado tarde. Vieja y fea, no encontraría a nadie con quien vivir. O, a lo mejor, un día lo abandonaría todo y me iría a vivir en la calle, con los perros. Ellos, al menos, me querrían. O ninguna de estas cosas. Me quedaría simplemente en la granja y, año tras año, la niebla se me metería dentro y devoraría mis huesos. Para devorar el cerebro se había inventado el alcohol. Entre los agujeros de la nariz y los de los oídos reinaría la oscuridad profunda de una bodega. Y dentro daría vueltas una única idea, vieja como el mundo: la mejor manera de terminar. Así un día, arrastrando los pies, entraría en la leñera y me colgaría de la viga más alta. En los periódicos, me dedicarían apenas un suelto: Desequilibrada encontrada muerta en su casa.

Y, mientras, a mi alrededor, mis compañeras sólo hablaban de su futuro. Había quien pensaba casarse y quien soñaba con ir a la universidad. Una quería estudiar enfermería y otra ser guarda forestal. De la más tímida y silenciosa se decía que quería hacer los votos y pasarse el resto de su vida encerrada allí. Yo nunca le decía a nadie lo que pensaba. Si alguna me preguntaba, le respondía del modo más banal. Estudiaré informática, ayudaré a mis tíos en el campo.

A veces sucede que, de repente, surge en el mar una isla que antes no existía, o la lava de un volcán crea o aniquila una región entera. A mí me estaba pasando algo parecido: no era una isla lo que nacía dentro de mí sino una ciénaga. Era una ciénaga sin albas ni crepúsculos, el viento no soplaba entre sus cañaverales ni entre las hojas de los sauces. El aire era oscuro, detenido. En el aire oscuro y detenido, el fango fermentaba emanando miasmas. De noche lo sentía salir lentamente de los orificios de mi cuerpo. Era olor a metano, olor a azufre, olor a algo que se pudría en lo más hondo.

El invierno pasó y los días empezaron a alargarse. Los gorriones y los mirlos corrían afanosos de un lado a otro del jardín, mientras en las ramas se hinchaban los brotes. Entre la hierba de las zanjas y las pendientes aparecían las primeras flores, el lila de las violetas, el amarillo claro de las prímulas. Todo, acariciado por el sol, volvía a la vida. Con el cambio de estación, también la fermentación de la ciénaga había producido alguna forma de energía. ¿Acaso no ocurrió lo mismo en los orígenes del mundo? En las pozas sin oxígeno los aminoácidos, en cierto momento, enloquecieron y dieron lugar a la vida. No enloquecieron solos sino con la ayuda de un rayo. Un rayo caído en el agua que produjo el cortocircuito. También dentro de mí empezaban a caer rayos, silbaban y estallaban como los cohetes de fin de año. Por un instante su luz blanca rasgaba el velo de la oscuridad. Andaba por los largos corredores y me preguntaba cuánto tiempo podría mantener oculta aquella tremenda energía.

El cortocircuito se produjo en Semana Santa, durante la misa. De repente, durante el ofertorio, los rayos abandonaron su trayectoria usual y en vez de extinguirse en la ciénaga se dirigieron a la cabeza. En una fracción de segundo lo vi todo y me quedé ciega, lo oí todo y me quedé sorda. Había dentro de mí potencia, energía, devastación. Corrí hacia la pared y me golpeé contra ella. Entre la frente y el muro, ¿quién ganaría? Buscaba un interruptor, un pulsador, algo que cortase la corriente. Lo buscaba y no lo buscaba.

Cuando una mano intentó detenerme, lo primero que hice fue morderle. La ceremonia se interrumpió. Alguien gritó: «¡Rápido, un médico!» Oía los gritos de alguien que corría hacia la salida. Luego algo entró en mi cuerpo, una aguja probablemente. Lo que era fuego, inmediatamente se transformó en niebla. Soy odio, furor, pensé, antes de ser tragada. Soy yo y no soy yo. Puro deseo de destruir.

V

Estuve en el hospital cuatro días. El electroencefalograma resultó absolutamente perfecto. Cada mañana llegaba un médico y me preguntaba: «¿Estás segura de que no has tomado nada? ¿Y no habrás bebido además algo?» Pero, según los análisis, estaba limpia.

También las monjas me hacían preguntas: «¿No te has dado un golpe en la cabeza?» Y yo: «Sí, durante las vacaciones de Navidad. Me caí de la bicicleta.» Nunca había tenido habilidad para decir mentiras, pero, de pronto, la adquirí. Sabía engañar a los demás, manejarlos. Sabía fingir una cara inocente mientras por mi mente pasaban pensamientos terribles. Por primera vez en mi vida me sentía segura, capaz, potente. Cuando estaba sola me repetía: mentir y tener el mundo en las manos son las dos caras de la misma moneda.

De vuelta al colegio me convertí en la interna más tranquila, la más devota. Era la primera en rezar el rosario y, por la noche, en el dormitorio, mi voz destacaba sobre las otras. En la iglesia, ante el sagrario, era la única que tocaba el suelo al hacer la genuflexión.

Podía hacerlo, podía permitirme hacerlo porque ya sabía que estaba vacío. El crucifijo era una estatua y en el sagrario sólo había obleas. Inclinarse ante aquello o ante un tambor de detergente era exactamente lo mismo.

Sentía que ahora mi mirada y mi pensamiento coincidían. Una era acero y el otro el filo de la hoja. El amor no me importaba en absoluto, era un tótem que adoraba demasiada gente y que, como cualquier tótem, estaba vacío. Era importante que yo fuera fuerte, que fuera capaz de afrontar la vida, de encauzarla para extraerle el máximo beneficio.

La lucidez era mi caballo de batalla, ver las cosas como son y no como quisiéramos que fueran. Durante la misa, al observar todas aquellas cabezas inclinadas a mi alrededor, debía hacer un gran esfuerzo para no soltar una carcajada. En el fondo, me decía apretando los labios, la compasión debe ser esto, comprender que sólo son pobrecillas, no conocen otra vida que la del esclavo, por eso tienen necesidad de creer que en el cielo hay alguien. En el momento del Padre Nuestro, abría las manos hacia lo alto como si esperase el maná y decía: «Padre Nuestro que no estás en el cielo ni en ningún sitio…»

Naturalmente quería algo más. Quería la absoluta certeza de que todo era una estafa. Llevaba recorridas muchas calles pero aún me faltaba la más espinosa. La del sacrilegio con el corazón frío. La noche de Navidad, en el momento de arrojar al Niño Jesús, había fumado y bebido, no había ciencia en aquel gesto sino sólo rabia. Ahora deseaba la demostración exacta del teorema.