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– Anegamiento… -asintió Susanne-. El objeto de terror se convierte en un objeto familiar.

– Correcto… eso es exactamente lo que decía el doctor Minks. Afirmaba que yo podría aprender a controlar y canalizar mi fobia, hasta reducirla y vencerla. -Estaba claro, por la manera en que pronunciaba esas palabras, que Kristina estaba usando un vocabulario desacostumbrado que había tomado de su psicólogo-. El me demostró que yo podía controlar el caos y poner orden en mi vida. Tanto, que terminé siendo una limpiadora. -Hizo una pausa y todo el fervor desapareció de su expresión-. Cuando entré en el apartamento de Herr Hauser… cuando vi a Herr Hauser y lo que le habían hecho, pensé que mi mundo estaba desmoronándose. Era como cuando yo estaba en mi viejo apartamento, cuando yo… -Dejó morir el pensamiento-. Pero el doctor Minks me enseñó que tengo que mantener el control. Me dijo que no debía permitir que mi pasado o mis temores me definieran, que definieran lo que soy capaz de hacer. El doctor Minks me explicó que tengo que contener lo que temo y que, al hacerlo, contendré el propio temor. Había sangre. Mucha sangre. Era como si estuviera al borde de un precipicio. Realmente sentí que estaba a un paso de volverme loca. Tenía que recuperar el control. Tenía que coger el miedo antes de que me cogiera a mí.

– ¿Entonces empezó a limpiar? ¿Eso es lo que quiere decir? -preguntó Werner.

– Sí. Primero la sangre. Me llevó muchísimo tiempo. Luego todo lo demás. No lo dejé ganar. -Kristina volvió a frotar la mancha invisible en la superficie de la mesa. Una última vez, con decisión-. ¿No se dan cuenta? El Caos no ganó. Mantuve el control.

19.10 H, POLIZEIPRÁSIDIUM, ALSTERDORF, HAMBURGO

El equipo celebró una breve reunión después del interrogatorio a Kristina Dreyer. Ella seguía siendo la principal sospechosa y la retendrían en custodia durante la noche, pero era evidente que ninguno de los miembros de la Mordkommission estaba convencido de su culpabilidad.

Después de que Fabel diera por terminada la reunión, le pidió a Maria que se quedara.

– ¿Está todo bien, Maria? -le preguntó cuando estuvieron solos. La expresión de Maria transmitía, con suma elocuencia, su impaciencia y su frustración-. Es que no has hablado mucho durante la reunión…

– Creo que no había mucho que decir, para ser honesta, chef. Creo que tendremos que ver los resultados de los análisis forenses y patológicos para saber exactamente lo que ocurrió. Tampoco es que Kristina Dreyer nos dejara mucho material que analizar.

Fabel asintió, pensativo. Luego preguntó:

– ¿Por qué conoces esa Clínica del Miedo a la que ella asistía?

– Tuvo bastante difusión cuando se abrió. Leí un artículo sobre la clínica en el Abendblatt. Es muy especial, y cuando Kristina dijo que asistía a una Clínica del Miedo, me pareció que era la única que encajaba.

Si Maria ocultaba algo, Fabel no consiguió descifrarlo en su rostro y se sintió, no por primera vez, profundamente irritado por esa actitud tan reservada y distante. Después de lo que habían pasado juntos, a él le parecía que merecía su confianza.

Sintió el impulso de confrontarla, de preguntarle qué demonios le ocurría. Pero si había algo que Fabel sabía sobre sí mismo, era que él era un ejemplo típico de su edad y su contexto histórico, y que acostumbraba reprimir cualquier expresión espontánea de sus sentimientos. Ello significaba que se acercaba a las cosas de una manera más mesurada; también significaba que muchas veces el remolino de sus sentimientos se revolvía en lo más profundo de su ser. Decidió dejar el tema. No mencionó el hecho de que el comportamiento de Maria le preocupaba. No le preguntó si su vida seguía destrozada por el horror de lo que le había ocurrido. Y, lo más importante de todo, no le puso nombre al monstruo cuyo espectro, en momentos como éste, se interponía entre ellos: Vasyl Vitrenko.

Aquel hombre había entrado en sus vidas como un oscuro sospechoso durante la investigación de un homicidio y había dejado una marca muy tangible en cada uno de los miembros del equipo. Vitrenko era un ex agente de la Spetznaz ucraniana, tan habilidoso con los instrumentos de la muerte como un cirujano lo era con los de la vida. Había usado a Maria como táctica dilatoria mientras llevaba a cabo su escapatoria, dejando cruelmente su vida colgando de un hilo y obligando a Fabel a abandonar su persecución.

– ¿Qué crees, Maria? -dijo por fin-. Hablo de Dreyer… ¿crees que ha sido ella?

– Es totalmente posible que ella volviera a dar ese paso hacia la locura. Tal vez no recuerde haber matado a Hauser. Tal vez cuando limpió la escena del asesinato también limpió el recuerdo del crimen de su mente. O quizás esté diciéndonos la verdad. -Maria hizo pausa-. El miedo puede hacer que todos nos comportemos de maneras extrañas.

20.00 h, Marienthal, Hamburgo

Aquello, después de todo, era a lo que el doctor Gunter Griebel le había dedicado la mayor parte de su vida. Tan pronto vio a aquel joven pálido y de pelo oscuro se produjo un instante de reconocimiento, se dio cuenta instintivamente de que estaba mirando un rostro que le era familiar: el de alguien a quien conocía.

Pero en realidad Griebel no conocía a aquel joven. Cuando empezaron a hablar, quedó claro que no se habían visto antes. Sin embargo, la idea de familiaridad siguió presente, acompañada de la sensación firme y tentadora de que ese reconocimiento llegaría muy pronto, de que si pudiera ubicar ese rostro en un contexto, todas las piezas encajarían en su sitio. Y el joven tenía una mirada desconcertante, un rayo láser clavado en el hombre mayor.

Pasaron al estudio y Griebel le ofreció una copa a su huésped, pero éste declinó la invitación. Había algo extraño en la forma en que el joven se desplazaba por la casa, como si cada movimiento fuera medido, calculado. Después de un momento de incomodidad, Griebel le indicó a su invitado que se sentara.

– Gracias por recibirme -dijo el más joven de los dos-. Le pido disculpas por la manera tan poco ortodoxa en que me presenté. No tenía la intención de molestarlo mientras usted le prestaba sus respetos a su difunta esposa, pero fue pura casualidad que estuviéramos los dos en el mismo lugar y a la misma hora, justo cuando yo estaba a punto de telefonearlo para concertar una entrevista.

– ¿Ha dicho usted que también es científico? -preguntó Griebel, más para evitar otro incómodo silencio que por un interés genuino-. ¿Cuál es su disciplina?

– No es muy lejana de la suya, doctor Griebel. Estoy fascinado por sus investigaciones, en especial aquéllas referidas a la forma en que un trauma sufrido en una generación puede tener consecuencias en las generaciones siguientes. O que acumulamos recuerdos que pasan de generación en generación. -El joven estiró las manos en el cuero del sillón. Se las miró, y miró el cuero, como si estuviera reflexionando sobre ellas-. A mi manera, yo también busco la verdad. Tal vez la verdad que yo busco no sea tan universal como la suya, pero la respuesta se encuentra en la misma área. -Volvió a apuntar a Griebel con su rayo láser-. Pero la razón por la que estoy aquí no es profesional. Es personal.

– ¿En qué sentido personal? -Griebel volvió a tratar de recordar si había visto antes a aquel joven y dónde o, si no, a quién le recordaba.

– Como le expliqué antes en el cementerio, estoy buscando las respuestas de algunos de los misterios de mi propia vida. Siempre he estado acosado por recuerdos que no son míos… por una vida que no es la mía. Y ésa es la razón por la que usted, y sus investigaciones, me interesan tanto.

– Con el mayor de los respetos -la voz de Griebel tenía un filo de irritación- ya he oído todo esto antes. Yo no soy filósofo. Tampoco soy psicólogo y, desde luego, no soy ninguna especie de chamán New Age. Soy un científico que investiga realidades científicas. No acepté verlo a usted para explorar los enigmas de su existencia. Sólo accedí a verlo por lo que usted dijo sobre… bueno, sobre el pasado… los nombres que ha mencionado. ¿De dónde ha sacado esos nombres? ¿Qué le ha hecho pensar que la gente que mencionó tenía algo que ver conmigo?