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– Ha sido maravilloso, es cierto. Pero, por desgracia, tenemos que volver a nuestras vidas… -Susanne sonrió en un gesto de consuelo; en sus palabras podía percibirse un ligero acento bávaro-. A menos que quieras preguntarle a tu hermano sí precisa otro camarero.

Fabel inhaló profundo y contuvo el aliento durante un momento.

– Pues no estaría tan mal, ¿no? No tener que lidiar con toda la mierda y el estrés. Ella se echó a reír.

– Es evidente que jamás has trabajado como camarero. -Podría hacer otra cosa. Cualquier cosa. -No, no es cierto -dijo ella-. Te conozco. Empezarías a echarlo de menos antes de un mes. Él se encogió de hombros.

– Tal vez tengas razón. Pero aquí me siento como una persona diferente, la persona que preferiría ser.

– Eso es porque estamos de vacaciones… -El viento formó una telaraña con el pelo de Fabel y lo dejó caer sobre su frente, ella se lo apartó.

– No, no es eso; es porque estamos aquí. No es lo mismo. Sylt siempre ha sido un lugar especial para mí. Recuerdo que la primera vez que vine sentí que lo conocía desde siempre. Me instalé aquí después de que me dispararan -dijo, y su mano rozó involuntariamente su lado izquierdo, como sí estuviera verificando inconscientemente que esa vieja herida de dos décadas antes se había curado, después de todo-. Supongo que siempre relaciono este lugar con la idea de ponerme mejor. De sentirme a salvo y en paz. -Se echó a reír-. A veces, cuando pienso en el mundo de allá… -Señaló con un vago gesto el otro lado del mar, donde la masa de Europa yacía invisible-. El mundo al que tenemos que enfrentarnos, me asusto. ¿Tú no? Ella asintió.

– A veces. Sí, yo también. -Susanne lo rodeó con un brazo y puso su mano sobre la de él, encima de donde había estado la herida. Lo besó en la mejilla-. Me estoy helando. Venga, vamos a comer…

Fabel no la siguió de inmediato. En cambio, dejó que el viento del Mar del Norte soplara con fuerza contra su cara durante unos momentos más, observando la espuma que formaban las olas contra la amplia orilla y las pocas nubes arrastradas por el viento que surcaban el inmenso escudo del cielo. Escuchó el canto de las aves marinas y el confuso rugido del océano y deseó desesperadamente pensar en alguna alternativa a convertirse en camarero. O en alguna alternativa a convertirse, una vez más, en un investigador de la muerte.

Por fin se dio la vuelta y siguió a Susanne en dirección de las dunas, el hotel de su hermano y el restaurante que estaba más allá.

La isla de Sylt, en Frisia del Norte, se extiende casi paralela a la costa en el punto en que el istmo de Alemania pasa a ser Dinamarca. En la actualidad, Sylt está conectada al continente por una delgada franja hecha por el hombre, el Hindenburg-damm, sobre la que una línea ferroviaria traslada a los ricos y famosos de Alemania a la zona del país preferida para pasar las vacaciones. La isla también cuenta con un aeropuerto regional y un servicio regular de ferry que va y viene del continente. En el verano, los estrechos caminos y las aldeas tradicionales de Sylt se llenan de relucientes Mercedes y Porsches.

En parte como referencia al hecho de que, originalmente, el hotel había sido una granja, Lex, el hermano mayor de Fabel, solía describir a esos acomodados inmigrantes de temporada como su «rebaño de verano». Ya hacía veinticinco años que Lex regentaba ese pequeño hotel y restaurante en List, en el extremo septentrional de Sylt. La combinación de su indiscutible talento como cocinero y la vista desde el restaurante de una delgada franja de arena dorada y mar garantizaba un flujo constante de huéspedes y comensales durante toda la temporada. En sus orígenes, el hotel había sido una tradicional granja frisona, y había conservado su fachada de Fachwerk, madera de roble, y su aspecto de solidez, con sus amplios techos que la protegían de los vientos del Mar del Norte. Lex había añadido un anexo que rodeaba dos lados de la construcción original, donde había instalado el restaurante. El hotel disponía de apenas siete habitaciones para huéspedes, que siempre estaban reservadas con meses de anticipación; pero Lex también tenía unas suites separadas, metidas entre los techos bajos y las amplias maderas, bajo las vigas de la antigua granja, que jamás alquilaba. Guardaba esas habitaciones para que las utilizaran sus parientes y amigos. Mayormente, las conservaba libres para cuando su hermano venía a pasar algunos días.

Fabel y Susanne bajaron a cenar cerca de las ocho. El restaurante ya estaba lleno de comensales elegantes y con aspecto de tener una buena posición económica, pero, como había hecho durante toda su estadía, Lex había reservado una de las mejores mesas para Fabel y Susanne, junto al gran ventanal. Susanne se había puesto un vestido negro sin mangas y había recogido su largo pelo color cuervo encima de la cabeza, dejando al descubierto su cuello elegante y delgado. El vestido se ajustaba a su figura y terminaba a una altura adecuada, justo encima de sus rodillas, para exhibir sus torneadas piernas, pero lo bastante bajo como para que pareciera discreto y de buen gusto. Fabel era muy consciente de la belleza de Susanne, como lo fue de las cabezas masculinas que giraron en su dirección cuando entraron. Llevaban más de un año de relación y ya habían dejado atrás las difíciles etapas del descubrimiento mutuo; eran una pareja establecida, lo que daba a Fabel una sensación de seguridad y comodidad. Y cuando Gabi, su hija, pasaba unos días con ellos, él, por primera vez desde la disolución de su matrimonio con Renate, sentía que era parte de una familia.

Boris, el checo que era jefe de camareros de Lex, los guió hacia su mesa. El sol, que estaba bajo en el horizonte, había repintado con tonos más dorados las franjas de arena, mar y cielo que llenaban el panorámico ventanal. Una vez se sentaron, Boris les preguntó en alemán con un agradable acento si querían beber algo antes de cenar. Pidieron vino blanco y Susanne inició su típico ritual en los restaurantes, que consistía en acomodarse en la silla y observar a los otros comensales. Al parecer, alguien que estaba por encima del hombro de Fabel le llamó la atención.

– ¿Aquél no es Bertholdt Müller-Voigt, el político? -dijo Susanne. Fabel comenzó a volverse y ella le puso una mano en el antebrazo y se lo apretó-. Por el amor de Dios, Jan, no seas tan obvio. Para ser policía, tu talento para la vigilancia apesta.

El sonrió.

– Eso podría explicar mi triste historial de condenas…

Volvió a girarse, esta vez fingiendo, de una manera deliberadamente torpe, que estaba abarcando todo el restaurante. Detrás de él, a su izquierda, había un hombre de unos cincuenta años con muy buen aspecto que llevaba una chaqueta oscura y un jersey de cuello vuelto, prendas ambas que poseían ese artificial aire informal de una marca de diseño muy cara. El pelo del hombre, cuyas entradas marcaban el inicio de una calvicie, estaba peinado con fuerza hacia atrás y algunas manchas grises moteaban su barba cuidadosamente recortada. Tenía la estudiada apariencia bohemia de un exitoso director cinematográfico, músico, escritor o escultor. Sin embargo, Fabel lo reconoció como alguien cuyo arte consistía en la polémica política. La mujer delgada y rubia que estaba sentada con él tenía fácilmente veinte años menos. Se movía con desenvoltura e irradiaba una elegante e insolente sexualidad. Sus ojos se cruzaron con los de Fabel durante un momento. El se volvió hacia Susanne.

– Tienes razón. Es Müller-Voigt. Estoy seguro de que Lex estará encantado de enterarse de que su restaurante es lo bastante chic como para atraer a los niños mimados de la izquierda ecologista.