Fabel dio un sorbo a la cerveza.
– Creo que tienes razón -dijo, y se levantó de la silla-. Bueno, iré a prepararte algo de comer.
19-40 H, SCHANZENVIERTEL, HAMBURGO
A Stefan Schreiner le encantaba el Schanzenviertel. Para él era la parte más vital, más variada y más vibrante de Hamburgo. Su apartamento se encontraba en esa zona. Y también su ronda.
Schreiner llevaba siete años como comisario de la rama uniformada de la Polizei y los últimos cuatro años había patrullado el Schanzenviertel. Se enorgullecía de estar sintonizado con el barrio: los tenderos, los residentes, incluso aquellos que vendían cada tanto un poco de marihuana, lo tenían por un policía relajado y amable. Pero también se sabía que, si bien estaba dispuesto a mirar para otro lado cuando no se producía ningún daño real, Stefan Schreiner era un agente de policía honesto, dedicado y eficaz. No podía decirse lo mismo del agente que le habían puesto como compañero para el turno de noche: Peter Reinhard tenía los galones azules de Polizeimeister, y por lo tanto era subordinado de Schreiner. A éste le parecía que Reinhard jamás pasaría de Polizeimeister. Observó cómo regresaba al coche desde el puesto de comidas rápidas con una taza desechable de café, con tapa plástica, en cada mano. Reinhard era un hombre de gran tamaño que pasaba un tiempo desproporcionado en el gimnasio levantando pesas y se movía de una manera bastante jactanciosa. «No es una buena idea moverte así en el Schanzenviertel si eres policía», pensó Schreiner. Él había dedicado mucho tiempo a construir puentes en esa zona, y Reinhard no era la clase de compañero con el que le gustaba que lo vieran.
Reinhard se metió en el asiento del pasajero del coche patrulla Mercedes azul y plateado y le pasó a Schreiner una de las tazas. Después de hacerlo, se alisó la corbata azul y la pechera de la camisa, asegurándose de que no se hubiera derramado nada encima.
– Estos nuevos uniformes están bien, ¿verdad? -dijo.
– Supongo que sí. -No era una cuestión que ocupara mucho la mente de Schreiner. Los uniformes de la Polizei de Hamburgo habían cambiado el año pasado; en lugar de los tradicionales verde y mostaza, ahora eran azul oscuro.
– Me recuerdan a los uniformes americanos. -Reinhard hizo una pausa-. N…Y…P…D… -Pronunció las iniciales en inglés-. Los antiguos eran una mierda… Te hacían parecer un guardia forestal.
– Mmm… -Schreiner lo escuchaba sólo a medias. Dio sorbos a su café y observó a un ciclista que se acercaba por la estrecha calle. De pronto se le ocurrió que sería mucho mejor patrullar ese barrio en bicicleta. Ya se hacía en otras partes de la ciudad. Pediría autorización. El ciclista se acercó. La otra ventaja sería que no habría espacio para Reinhard en una bicicleta.
– Pienso que éstos se parecen más a verdaderos uniformes de policía… -Reinhard parecía satisfecho con mantener la conversación por sí solo-. Quiero decir, el azul es el color internacional de la policía…
La bicicleta pasó junto al coche patrulla y Schreiner saludó con un movimiento de cabeza al ciclista, quien no le prestó atención. No era inusual que los locales del Schanzenviertel se mostraran recelosos de la policía, incluso hostiles. Todavía quedaban resabios de una época más radical en que los residentes habituales del barrio veían a los policías como fascistas.
– ¡Mierda! -Schreiner pasó a la acción intempestivamente. Le pasó la taza de café a Reinhard para que la cogiera, derramando un poco en su preciosa camisa azul. Luego abrió la puerta del coche y salió-. ¡Un momento, alto! -le gritó al ciclista, quien miró al policía por encima del hombro y reaccionó alejándose de él a toda velocidad. Schreiner volvió al coche, cerró la puerta de un golpe y apretó el acelerador. El coche arrancó con tanta violencia que se derramó más café sobre la camisa de Reinhard.
19.40 H, POSELDORF, HAMBURGO
– Lo que no entiendo -dijo Fabel al tiempo que depositaba un plato de pasta delante de Susanne- es por qué la BKA volvió a investigar a Griebel recientemente. No parece que hubiera ningún interés significativo que proteger en eso.
– ¿Dices que era epigenetista? -Susanne cogió un bocado de pasta demasiado caliente y movió la mano como un ventilador delante de la boca antes de continuar-. ¿Qué clase de trabajo hacía?
Fabel le hizo un resumen de lo que sabía y lo poco que había entendido del trabajo de Griebel.
– Las otras cosas en las que estaba implicado… ya sabes, todo este asunto de la memoria heredada, a mí me sonaron bastante poco científicas…
– Pero en realidad no lo son -dijo Susanne-. Hay una cantidad asombrosa de ADN que se transmite de una generación a la otra pero que no se sabe para qué sirve… cuando se trazó el mapa del genoma humano, descubrieron que más del noventa y ocho por ciento del ADN es el que se llama «ADN basura»… o, para darle un nombre más adecuado, «no codificado».
– ¿Tú para que crees que está ese ADN?
– Sólo Dios lo sabe. Algunos científicos suponen que son las defensas acumuladas contra los retrovirus. Ya sabes, todos los bichos que hemos combatido a lo largo de nuestra historia como especie. Otros creen que parte de él tiene funciones específicas que sencillamente no entendemos. Una teoría es que a través de él heredamos nuestros comportamientos instintivos, incluso que contiene recuerdos genéticos; que experiencias reales de un antepasado pueden transmitirse a sus descendientes.
– A mí todo eso me suena bastante improbable.
– En realidad no es mi área, desde luego. -Susanne se encogió de hombro-. Pero me lo he cruzado cada tanto. Hay una teoría según la cual algunos de nuestros temores o fobias irracionales deben su origen a recuerdos genéticos acumulados en el denominado ADN basura. Por ejemplo, el miedo a las alturas puede haber quedado codificado porque algún antepasado se traumatizó ya sea por haber caído o por haber sido testigo de la muerte de otro que se cayó. Así como podemos desarrollar miedo al fuego, claustrofobia, etcétera, debido a algún trauma de nuestra propia experiencia, también podría ser que aquellas fobias que parecen no tener ninguna fuente directa sean heredadas.
Fabel pensó en Maria y en su miedo de que la tocaran por el trauma que había experimentado. Se sobresaltó al pensar que semejantes temores pudieran transmitirse de una generación a la siguiente.
– Pero todo esto son especulaciones, ¿no? -pregunto.
– Hay muchas cosas que no pueden explicarse a través la herencia cromosómica normal. La tolerancia a la lactosa, por ejemplo. En teoría no deberíamos ser capaces de beber la leche de otras especies. Sin embargo, en todas las culturas en las que la cría de ganado, cabras, yaks y animales semejantes era habitual, desarrollamos tolerancia a la leche de esos animales. Y no fue necesario que cada generación volviera a desarrollar esa tolerancia… simplemente se transmitió. Y eso no puede explicarse mediante la selección natural o la transmisión de ADN congénito. Tiene que haber otro mecanismo para la transferencia genética.
Fabel puso la cara de alguien que está reflexionando sobre algo que no entiende del todo.
– ¿Y los recuerdos? ¿Crees que es posible transmitirlos de una generación a la siguiente?
– Para ser honesta… no lo sé. Para mí, el problema principal es que los procesos implicados son totalmente diferentes e independientes. Los recuerdos son fenómenos neurológicos. Están relacionados con las sinapsis, las neuronas, el sistema nervioso. La herencia de ADN es un proceso genético. No entiendo cuál sería el mecanismo biomolecular que podría grabar un proceso en el otro.