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Pero en el momento en que Kristina Dreyer estaba a punto de atravesar el umbral del apartamento que tenía que limpiar aquella luminosa mañana de viernes, la historia salió de su antigua vida y la cogió de la garganta en un apretón inflexible.

Ese olor. El hedor denso, nauseabundo y cobrizo de la sangre rancia flotando en el aire. Lo reconoció de inmediato y comenzó a temblar.

La muerte estaba allí.

9.00 h, Eppendorf, Hamburgo

Su angustia estaba oculta en lo profundo de su ser. Para un observador casual, no había nada en su compostura que insinuara cualquier otra cosa que seguridad y una absoluta confianza en sí misma. Pero el doctor Minks no era un observador casual.

Su primer paciente del día era María Klee, una mujer joven y elegante de alrededor de treinta años. Era muy atractiva; tenía el pelo rubio y peinado hacia atrás, dejando al descubierto una frente ancha y pálida; su rostro era un poco largo y la nariz parecía estirada una fracción de centímetro hacia abajo, lo que volvía su cara un poco demasiado estrecha y, por lo tanto, la alejaba de ser una belleza perfecta.

Estaba ubicada al otro lado de la mesa del doctor Minks, cruzando las piernas, delgadas y cubiertas por un pantalón caro, mientras sus dedos de uñas perfectas descansaban sobre las rodillas. Estaba sentada con la espalda recta, perfectamente compuesta, alerta pero relajada. Sus ojos azul grisáceo contemplaban al psicólogo con una mirada firme, segura pero no desafiante. Una mirada que parecía decir que estaba esperando que le formularan una pregunta o que le expusieran una proposición, pero que ella no tenía ningún reparo a esperar, paciente y cortésmente, a que el doctor hablara.

Por el momento, él no lo hacía. El doctor Friedrich Minks se tomó su tiempo mientras examinaba las notas sobre la paciente. Era un hombre de una indeterminada mediana edad; de baja estatura, regordete, con una piel apagada y un pelo negro ‹ que ya estaba raleando; sus ojos eran oscuros y blandos detrás j de los cristales de sus gafas. En contraste con su desenvuelta paciente, Minks daba la impresión de que había caído sobre la silla y que el impacto lo había arrugado aún más dentro de su traje, ya bastante desarrapado de por sí. Alzó la mirada y contempló la cuidadosa imagen de seguridad que ella construía con su lenguaje corporal. Casi treinta años de experiencia como psicólogo le permitieron descubrir la farsa casi de inmediato.

– Usted es muy severa consigo misma. -El acento suabiano de la infancia, que el doctor Minks había abandonado hacía mucho tiempo, todavía se le filtraba al pronunciar las vocales-. Y tengo que decirle que eso es parte de su problema. Lo sabe, ¿verdad?

Los tranquilos ojos grises de Marie Klee no se movieron ni un milímetro, pero ella se encogió de hombros ligeramente.

– ¿A qué se refiere, Herr Doktor?

– Sabe exactamente a qué me refiero. Usted no se permite tener miedo. Es todo parte de esas defensas que ha construido a su alrededor. -Se inclinó hacia delante-. El miedo es natural, y después de todo lo que le ha ocurrido, es más que natural… Es una parte esencial del proceso de curación. Así como sintió dolor mientras su cuerpo se curaba, tiene que sentir miedo para que su mente pueda curarse.

– Sólo quiero seguir con mi vida, doctor Minks. Sin que todas estas tonterías se interpongan.

– No son tonterías. Es una etapa de la recuperación postraumática que debe atravesar. Pero como usted ve el temor como un fracaso y lucha contra sus reacciones naturales, esta etapa de recuperación se hace mucho más larga… y me preocupa que se estire indefinidamente. Y ésa es la razón de todos los ataques de pánico que está sufriendo. Usted ha sublimado y reprimido su miedo y su horror natural por lo que le sucedió hasta que éstos salieron a la superficie de esta forma distorsionada.

– Se equivoca -dijo ella-. Nunca traté de negar lo que me ocurrió. Lo que… lo que él me hizo.

– Eso no es lo que he dicho. No es el acontecimiento mismo lo que usted niega. Está negándose el derecho de experimentar el miedo, el horror, o incluso su furia ante lo que este hombre le hizo. O ante el hecho de que él aún no ha pagado por sus acciones.

– No tengo tiempo para compadecerme de mí misma.

Minks meneó la cabeza.

– Esto no tiene nada que ver con la autocompasión. Esto tiene todo que ver con el estrés postraumático y con el proceso natural de curación. De resolución. Hasta que usted resuelva este conflicto en su interior, jamás será capaz de conectarse adecuadamente con el mundo que la rodea, con la gente.

– Yo trato con gente todos los días. -Un brillo de desafío apareció en los ojos grises azulados de la paciente-. ¿Está diciendo que estoy poniendo en riesgo mi eficiencia?

– Tal vez no ahora mismo… pero si no empezamos a dejar descansar a los fantasmas, esto, finalmente, se manifestará en su conducta profesional. -Minks hizo una pausa-. Por lo que me ha dicho, usted está mostrando cada vez más señales de afenfosfobia. Considerando la clase de tarea que usted realiza, yo pensaría que eso podría presentar dificultades significativas. ¿Lo ha hablado con sus superiores?

– Como sabe, ellos me mandaron a hacer una terapia física y psicológica. -Movió la cabeza hacia atrás ligeramente y un filo defensivo apareció en su voz-. Pero no. No he discutido estos… problemas actuales con ellos.

– Bueno -dijo el doctor Minks-, usted sabe lo que pienso al respecto. Creo que sus jefes deberían conocer las dificultades que está atravesando. -Hizo una pausa-. Ha mencionado a un hombre con quien comenzó una relación. ¿Cómo va eso?

– Bien… -La voz de Maria perdió su tono de desafío y parte de la tensa energía de sus hombros pareció desaparecer-. Le tengo mucho cariño. Y él a mí. Pero no hemos… no hemos podido llegar a tener intimidad, aún.

– ¿Se refiere a que no tienen contacto físico… a que no se abrazan ni se besan? ¿O se refiere al sexo?

– Me refiero al sexo. Y a todo lo que se le acerca. Sí nos tocamos. Sí nos besamos… pero en ese momento yo empiezo a sentir… -Apretó los hombros, como si su cuerpo estuviera comprimido en un espacio pequeño-. En ese momento aparecen los ataques de pánico.

– ¿Él entiende por qué usted se aparta de él?

– Un poco. No es fácil para un hombre, o para nadie, sentir que su roce, su proximidad, es repelente. Se lo he explicado en parte y él ha prometido que guardaría el secreto. Yo sabía que lo haría, de todas maneras. Pero sí lo entiende. Sabe que vengo a verlo a usted… bueno, no a usted específicamente… Sabe que estoy viendo a alguien por mi problema.

– Bien. -Minks volvió a sonreír-. ¿Y los sueños? ¿Ha tenido alguno más?

Ella asintió. Sus defensas comenzaban a desmoronarse y su postura se había encorvado un poco más. Seguía con las manos sobre las rodillas, pero sus perfectas uñas estaban retorciendo una pequeña parte de la tela de su caro pantalón hecho a medida.

– ¿El mismo? -preguntó Minks.

– Sí.

El doctor Minks se inclinó hacia delante en la silla.

– Necesitamos regresar allí. Necesito visitar su sueño con usted. Lo entiende, ¿verdad?

– ¿Otra vez?

– Sí -dijo Minks-. Otra vez. -Le hizo el gesto de que se relajara en su asiento-. Vamos a volver a su sueño. Al momento en que vuelve a ver a su atacante. Voy a empezar a contar, ahora. Regresamos, María… uno… dos… tres…

9.00 H, SCHANZENVIERTEL, HAMBURGO

Kristina dejó la puerta abierta, apoyando la aspiradora y la bandeja con los elementos de limpieza contra las bisagras de la misma, para dejar libre una ruta de escape. Sus antiguos instintos comenzaron a subir desde un lugar muy profundo de su interior, despertados por el aroma de la muerte reciente en el aire. Cobró conciencia del ruido de un movimiento rítmico y veloz y se dio cuenta de que era el sonido de su pulso en los oídos. Se agachó y recogió un limpiador en aerosol de la bandeja y lo aferró con fuerza en su temblorosa mano, como un arma.