»Los dos enmascarados de la VW corrieron, cogieron a Herr Wiedler y comenzaron a empujarlo hacia la furgoneta mientras los otros seguían apuntándonos. Di un paso adelante y el hombre del mono levantó su arma, de modo que me detuve y levanté las manos. Eso fue todo lo que hice. No hice ningún otro movimiento y el momento de actuar ya había pasado. Por eso no entiendo por qué me disparó. El hombre del traje dijo que yo lo estaba mirando otra vez y lo siguiente que recuerdo es el sonido de su arma. Recuerdo haber pensado que debían de estar usando balas de fogueo, porque era imposible que erraran a esa distancia, y yo no sentí ningún dolor, ningún impacto. Nada. Entonces noté algo mojado en mi costado que corría por mi pierna. Miré hacia abajo y me di cuenta de que sangraba de una herida justo encima de la cadera. Giré y empecé a caminar hacia el coche. No estaba pensando con lucidez; debió de ser la impresión. Sólo recuerdo haber pensado que tenía que llegar al coche y sentarme. Entonces oí dos disparos más y supe que me habían acertado en la espalda. Mis piernas, simplemente, dejaron de funcionar, y caí sobre el suelo de cara. Oí el grito de la mujer de la pareja joven, luego el chirrido de las ruedas cuando la furgoneta se alejó llevándose a Herr Wiedler. Eso no lo vi porque estaba boca abajo, pero me di cuenta de que era lo que estaba ocurriendo.
»La joven pareja corrió hacia mí y luego la mujer corrió hasta el camino para buscar ayuda mientras el chico permanecía a mi lado. Era una sensación muy extraña. Yo estaba allí, con la mejilla apretada contra la superficie del camino, y recuerdo haber pensado que parecía estar más caliente que yo. También recuerdo haber pensado que había defraudado a Herr Wiedler. Que tendría que haber hecho más. Iba a morir de todas maneras, de modo que tendría que haber hecho que valiera de algo. Entonces empecé a pensar en mi esposa Helga, y en los pequeños Ingrid y Horst, y en que se las tendrían que arreglar sin mí. Fue entonces cuando me enfadé de verdad y decidí que no iba a morir. Mientras yacía esperando que llegara la ambulancia, me concentré con fuerza en mantenerme consciente y la forma en que lo hice fue tratando de recordar cada detalle del hombre que no había podido esconder su rostro. Suponía que si lo atrapaban a él, podrían encontrar a los otros.
»Esos fueron los detalles que le di al dibujante de la policía. Le obligué a rehacer el dibujo una y otra vez. Cuando me preguntó si ya habíamos captado un parecido general al terrorista, le dije que sí, pero que su tarea no había terminado. Le dije que podríamos conseguir un retrato-robot perfecto del hombre que me disparó. De modo que reiniciamos el dibujo muchas veces más. Cuando terminamos, no teníamos la versión de un dibujante. Teníamos un retrato.
«Quedaré confinado a esta silla de ruedas por el resto de mi vida. Durante los últimos dos meses he tratado de entender qué es lo que estas personas creen que pueden lograr con la violencia. Dicen que esto es una revolución, una rebelión. ¿Pero una rebelión contra qué? Llegará un momento en el que se sabrá la verdad. Tal vez yo muera antes, pero esta cinta, y el retrato-robot que he ayudado a crear del terrorista que me disparó, son mi declaración».
Fabel apretó el botón de stop. Ahora entendía por qué Ingrid Fischmann estaba tan motivada para revelar la verdad. La voz de la cinta había hecho que Fabel se sintiera obligado a encontrar a las personas que habían secuestrado y asesinado a Thorsten Wiedler y consignado a Ralf Fischmann a una agonía corta e infeliz en una silla de ruedas; la presión que habría sentido Ingrid, como hija de Fischmann, era inimaginable.
Abrió la carpeta y buscó el dibujo que Ralf Fischmann había descrito en la cinta. Lo encontró. Una corriente eléctrica le recorrió la piel e hizo que se le pusieran de punta los pelos de la nuca. Ralf Fischmann tenía razón: había obligado al dibujante a lograr un nivel de detalle mucho más alto de lo que era habitual en los retrato-robot de la policía. Era, por cierto, un retrato.
Fabel miró fijamente la cara muy real de una persona muy real. Una cara que reconocía.
– Ahora lo entiendo, cabrón -le dijo en voz alta a la cara que tenía delante-. Ahora sé por qué no querías que nadie te tomara una fotografía. Los otros tenían la cara tapada… tú eras la única persona que alguien vio.
Fabel dejó la imagen de un joven Gunter Griebel sobre su escritorio, se levantó de la silla y abrió de golpe la puerta de su oficina.
13.20 H, POLIZEIPRÁSIDIUM, EÍAMBURGO
Werner había convocado a todo el equipo en la sala principal de reuniones. Fabel le había pedido que organizara ese encuentro para poder comunicarles lo que había descubierto sobre Gunter Griebel. Estaba claro que todas las víctimas habían pertenecido al grupo terrorista de Franz el Rojo Mülhaus, los Resucitados. También era más que probable que todos hubieran participado del secuestro y asesinato de Thorsten Wiedler. Fabel estaba convencido de que los asesinatos estaban relacionados con aquel suceso, pero la persona con más motivos para efectuarlos, Ingrid Fischmann, también había sido asesinada. Ella había mencionado a un hermano. Fabel había decidido encargar a alguien que lo rastreara y estableciera su paradero en el momento de cada homicidio.
Sin embargo, los acontecimientos se adelantarían a todas sus ideas.
La mayoría de los miembros de la brigada de Homicidios, al igual que el mismo Fabel, habían dormido muy poco en los últimos dos días, pero él se dio cuenta de que algo había disipado la fatiga de sus colegas. Ellos estaban sentados, en actitud expectante, en torno a la mesa de reuniones de madera de cerezo, mientras una fila de rostros muertos y despojados del cuero cabelludo -Hauser, Griebel, Schüler y Scheíbe- los contemplaban desde el tablero de la investigación. Aún no habían tenido tiempo de obtener una imagen de la última víctima, Beate Brandt, pero Werner había apuntado su nombre junto a las otras imágenes, dejando un espacio para ella entre los muertos, como una tumba recién cavada pero todavía vacía. Centrada sobre la fila de víctimas, la intensa mirada de Franz el Rojo Mülhaus flotaba sobre la sala desde la vieja fotografía de la policía.
– ¿Qué tenéis vosotros? -Fabel se sentó en el extremo de la mesa que estaba más próximo a la puerta y se frotó los ojos con la base de las manos, como si tratara de quitarles el cansancio.
Anna Wolff se puso de pie.
– Bueno, para empezar, nos han informado de una denuncia sobre una persona desaparecida. Un tal Cornelius Tamm.
– ¿El cantante? -preguntó Fabel.
– Ése mismo. Me temo que es un poco anterior a mi época. Nos hemos enterado de ello porque Tamm es contemporáneo de las otras víctimas. Desapareció hace tres días después de una actuación en Altona. Tampoco se encontró su furgoneta.
– ¿ Quién se ocupa de ello?
– He puesto a un equipo a cargo -dijo Maria Klee. Parecía tan cansada como Fabel-, con algunos de los agentes adicionales que nos han asignado. Les he dicho que probablemente estén buscando a la próxima víctima.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó Fabel-. Pareces destrozada.
– Estoy bien… Sólo tengo dolor de cabeza.
– ¿Qué otras cosas hay? -Fabel se volvió hacia Anna.
– Hemos tratado de deducir de qué va todo esto -respondió Anna Wolff con una sonrisa-. ¿Acaso Franz el Rojo Mülhaus, supuestamente muerto hace veinte años, ha regresado de la tumba? Bueno, tal vez sí. He revisado todos los datos que tenemos sobre Mülhaus, así como recortes de prensa de aquella época. -Anna hizo una pausa y hojeó la carpeta que tenía delante, sobre la mesa-. Tal vez Franz el Rojo haya regresado para vengarse bajo la forma de su hijo. Mülhaus no estaba solo en aquel andén de Nordenham. Tenía a su lado a su novia, Michaela Schwenn, con quien mantenía una relación estable, y al hijo de ambos, que tenía diez años. El muchacho lo vio todo. Vio morir a su padre y a su madre.