Werner colocó su tranquilizadora corpulencia en el asiento del pasajero del BMW de Fabel. Los dos hombres se quedaron sentados durante un momento, sin hablar.
– Estoy demasiado viejo para esta mierda -dijo-. Realmente pensé que no saldríamos de ésta. Jamás he estado tan asustado en toda mi vida.
Fabel suspiró.
– Por desgracia, Werner, yo sí. Esta es la tercera vez que me he topado de bruces con una bomba y ya estoy harto. Lo único que quería hacer era proteger a la gente. Para mí, ser policía se trataba de eso… interponernos entre los hombres, las mujeres y los niños y el peligro. Años atrás, cuando Renate y yo aún estábamos juntos y Gabi era una niña, fuimos de vacaciones a Estados Unidos. A Nueva York. Vi un coche patrulla de la policía de Nueva York, y a un costado del mismo ponía «To protect and serve». Proteger y servir. Recuerdo que entonces pensé que tendríamos que poner esa frase en todos los coches de la Polizei de Hamburgo. Pensé: «Eso es lo que yo hago, lo que soy».
– Jan -dijo Werner-. Ha sido un día larguísimo y terrible. Déjame conducir. Te llevaré a casa.
– ¿Qué estamos haciendo aquí, Werner? Un lunático se está vengando de personas que conspiraron para matar a otras personas hace veinte años. Un asesino matando asesinos. Tienes que admitirlo: hay algo de justicia natural en todo eso. Esos gilipollas casi parten en dos nuestro país. Todavía tengo fragmentos de bala en el cuerpo del arma de una chica de dieciocho años. ¿Y para qué? ¿Qué se consiguió con la muerte de Franz Weber? ¿Qué conseguí con volarle la cara a una jovencita que tendría que haber pensado solamente en los chicos y en la ropa para la discoteca? Ahora tendría treinta y ocho años, Werner, si no la hubiera matado. Si Svensson no le hubiera clavado sus garras, ella estaría llevando a sus chicos a la escuela. Iría al gimnasio tres veces por semana para reducir la cintura. Y tal vez, cada tanto, pensaría: ¿no estaba loca cuando era joven?, ¿en qué estaba pensando? Habría tenido hijos, Werner. Toda una generación borrada porque yo tiré del gatillo.
– Es lo que hacemos, Jan -dijo Werner-. Si no hubieses estado allí durante aquel asalto al banco, habría muerto otra persona. Tal vez muchas más.
– Quiero una nueva vida, Werner. Una vida distinta de todo esto. Le he dicho a Van Heiden que este caso sería el último. Se acabó. Voy a renunciar a la Polizei de Hamburgo tan pronto este cabrón esté tras las rejas. Un antiguo compañero de escuela me ofreció un trabajo. Voy a aceptarlo.
– No puedes estar hablando en serio, Jan. No me importa lo que digas. Jamás habríamos tenido el número de condenas que hemos logrado si tú no hubieses estado al cargo. Y, a pesar de todo lo que dices sobre la muerte, cada vez que metes a un asesino en prisión, salvas sólo Dios sabe cuántas vidas.
– Tal vez eso sea cierto, Werner. Pero es hora de que lo haga otro. -Fabel le dedicó a su amigo una sonrisa cansada y triste-. Ya he tomado la decisión. De todas maneras, volvamos al Präsidium. Tengo que terminar algo antes.
Fabel acababa de girar la llave del encendido cuando sintió el peso de la mano de Werner en su brazo. Cuando Fabel se volvió hacia él, Werner estaba mirando directamente hacia delante a través del parabrisas, como si algo lo hubiese hipnotizado.
– Dime que no estoy viendo visiones -dijo Werner, haciendo un gesto en dirección del cordón policial.
Fabel siguió su mirada. Una joven pareja estaba protestando delante de un agente uniformado y el hombre señalaba el edificio de apartamentos.
Fabel y Werner abrieron ambas puertas del coche al mismo tiempo y comenzaron a correr hacia donde Franz Brandt discutía con el policía.
21.30 h, PolizeiprÄsidium, Hamburgo
Fabel dirigió el interrogatorio de Franz Brandt. Anna y Henk llevaron a su novia, Lisa Schubert, a otra sala de interrogatorios. Franz Brandt respondió a las preguntas de Fabel con una confundida incredulidad, luego con angustia y, finalmente, con una furia cruda y amarga. Sostenía no saber nada sobre la bomba en el apartamento de Schubert y la sugerencia de que estaba implicado en la muerte de su madre lo indignó profundamente. Después de que Fabel suspendiera el interrogatorio e hiciera que trasladaran a Brandt a una celda, habló con Anna y Henk, quienes confirmaron que Schubert había respondido de la misma manera. Incluso había exhibido señales de un leve shock.
A Fabel no le gustó. Brandt se había mostrado astuto y cuidadoso durante toda su campaña de crímenes, dando la impresión de estar siempre un paso delante de ellos. No tenía sentido que adoptara una estrategia tan insensata de negativa total. Pero, por otra parte, era evidente que tenía que estar loco para cometer los crímenes que había cometido.
Fabel volvió a su despacho. Había mandado a Maria a su casa más temprano; ella parecía estar realmente mal y su dolor de cabeza no había disminuido. Anna y Henk se quedaron. Había llegado la orden judicial y Anna había conseguido los códigos y contraseñas para acceder a los registros de los servicios sociales, y ahora ambos estaban tratando de confirmar como hecho legal que Franz Brandt era el niño de diez años que había visto morir a Franz el Rojo Mülhaus en una estación de ferrocarriles de Nordenham. El niño que había oído cómo su padre, con sus últimas palabras, había exigido venganza para aquellos que lo habían traicionado. Después de que salieran del interrogatorio, Fabel le dijo a Werner que podía irse a casa a descansar, pero que él se quedaría porque aún le quedaban «cosas por hacer» en su oficina.
Fabel sacó la carpeta de Ingrid Fischmann del cajón y la puso sobre el escritorio. Al hacerlo, exhaló el suspiro de un hombre que vuelve a recorrer un antiguo territorio en busca de respuestas.
21.30 H, Osdorf, Hamburgo
Grueber le había dado a Maria dos codeínas antes de meterse en el baño para darse una ducha. Ella entró en la cocina en busca de un vaso de agua para tomarlas.
Lo que había empezado como una jaqueca vaga y generalizada se había concentrado y se había convertido en una aguda migraña que la presionaba sin piedad detrás de las retinas. Siempre le había molestado un poco tomar píldoras para el dolor de cabeza: la insinuación de una austera luterana que se escondía en su interior le decía que era mejor dejar que la naturaleza siguiera su curso. Pero el agua y el puritanismo de Alemania del Norte no iban a solucionar aquello sin ayuda. Cogió un vaso del armario de la cocina y lo llenó de agua. Al girarse, el vaso se le resbaló de la mano y se hizo añicos contra las baldosas del suelo de la cocina. Maria soltó un taco y miró a su alrededor en busca de una palita y un cepillo. Los encontró en el armario de bajo mesada, donde evidentemente Grueber guardaba los materiales de limpieza.
Había un recipiente, empujado al fondo del armario y lejos de la puerta, que llamó la atención de Maria. Tuvo la sensación de que había sido escondido deliberadamente, colocado fuera de la vista y del alcance. Y por eso se puso de rodillas en las duras baldosas de la cocina y estiró la mano dentro del armario para sacar el recipiente.
Tinte para el pelo.
Era la conclusión más loca posible y ardió en su mente durante una fracción de segundo: en su cerebro se sucedieron una serie de diapositivas de las escenas de los homicidios, con los cueros cabelludos arrancados y empapados en tintura roja. Y Grueber allí de pie, con su mono de forense, sosteniendo el pelo rojo en la mano. Luego las imágenes desaparecieron. Era un pensamiento delirante: ¿qué conexión posible podría tener Frank con las víctimas? Volvió a mirar el frasco de plástico. Era moreno oscuro, no rojo. Suspiró y empezó a ponerlo donde estaba pero hizo una pausa y lo sacó para examinarlo nuevamente. Era del color del pelo de Grueber. Un moreno muy oscuro. Casi negro. ¿Frank se teñía el pelo?
Maria guardó el recipiente en el fondo del armario, con la etiqueta mirando para atrás, tal y como lo había encontrado, y volvió a colocar los otros artículos que lo habían ocultado. Se permitió una sonrisa por la coquetería de su novio. ¿Por qué se teñiría el pelo? ¿Acaso habría encanecido prematuramente? Maria había visto fotografías de sus padres. Ambos tenían el mismo pelo oscuro que Grueber pero, por lo que había podido notar, no se les había puesto blanco antes de tiempo. A menos que, desde luego, ellos también se lo tiñeran. Volvió a mirar durante un momento el tinte de pelo que estaba debajo del fregadero. No podía entender por qué un misterio tan insignificante le causaba un hormigueo de incomodidad en su interior. Estaba escondido. Tal vez pertenecía a una ex novia. Pero ¿por qué lo habría dejado allí, en lugar de tirarlo?