– ¿Un hermano?
– Sabemos que Mülhaus tenía relaciones sexuales con muchas de sus seguidoras, así como con otras mujeres que tal vez no estuvieran relacionadas con su movimiento. Podría ser que el asesino fuera un medio hermano de Brandt y que éste ni siquiera supiera que existe -dijo Anna.
– Pero un momento -dijo Fabel-. Olvidáis que Brandt dejó una bomba en el apartamento de su novia para hacernos volar a todos en pedazos.
– Y luego él y su novia se nos acercan directamente -dijo Henk-. Usted mismo lo ha dicho: parecía extraño. Yo creo que él no sabía nada sobre la bomba.
– Shit -dijo Fabel-. Eso significa que el asesino sigue suelto. Tenemos que averiguar qué ocurrió con aquel niño del andén.
– A eso me refería cuando dije que buscábamos en la dirección equivocada -replicó Henk-. Estábamos tratando de probar que Brandt era el hijo que estábamos buscando. Verificando la conexión hacia atrás. Tendremos que volver a revisar los expedientes de adopción. Pero esta vez debemos buscar el apellido Schwenn.
– Tengo los códigos de acceso aquí mismo. -Anna señaló su libreta-. ¿Puedo usar tu ordenador?
Después de empujar a un costado la carpeta con la información de Ingrid Fischmann, Fabel se puso de pie y dejó que Anna ocupara su asiento. Ella se conectó a la base de datos e ingresó los parámetros de búsqueda: el nombre «Schwenn» y el período de 1985 a 1988.
– ¡Lo tengo! -dijo-. Aquí hay cuatro nombres. Dos son adopciones de 1986. Será uno de éstos… -Anna hizo clic en el primer archivo-. No… es una niña de cuatro años. -Hizo un clic en el siguiente-. Tal vez éste… no, la edad está mal. -Buscó el tercer archivo.
Fue la expresión de Anna lo que asustó a Fabel. Esperaba su habitual mueca de satisfacción insolente por haber encontrado una evidencia crucial. Pero en cambio se puso de pie de repente y Fabel notó que había perdido el color de la cara.
– ¿Qué ocurre, Anna? -preguntó Fabel.
– Maria… -Fue como si cada músculo del rostro de Anna se hubiese tensado-. ¿Dónde está Maria?
– La mandé a su casa. Tenía migraña -dijo Fabel-. Regresará mañana por la mañana.
– Tenemos que encontrarla, chef. Tenemos que encontrarla ahora.
22.05 H, OSDORF, HAMBURGO
– Fascinante, ¿no?
Maria no oyó la pregunta de Grueber. Sintió que le zumbaban los oídos, que cada uno de sus nervios ardía, cuando miró el cuerpo masculino tumbado sobre la mesa metálica sostenida por dos caballetes. Estaba desnudo. Desnudo no sólo de ropa, sino de piel. Estaba esculpido sobre tendones rojos, en carne viva. Unas gotas de sangre, pequeñas y redondas, manchaban la superficie de aluminio de la mesa.
– He invertido mucho para que este lugar de trabajo fuera perfecto. -Grueber no despotricaba ni deliraba. Maria calibró la escala de su locura a partir de ese tono medido y sereno-. He gastado una fortuna en insonorizar este sótano. A los de la empresa de construcciones les dije que trabajaría con máquinas muy ruidosas. Por eso he tenido que instalar una bomba de aire con control de temperatura. Cuando la puerta está cerrada, este lugar queda totalmente hermético e insonorizado. Lo que me ha venido bien, puesto que aquél -Grueber señaló la silueta sobre la mesa despojada de piel, de humanidad-… gritó como una niñita.
Maria sintió golpes en la cabeza y náuseas.
– Oh, mis disculpas… Él es Cornelius Tamm. -Grueber se excusó como si se hubiera olvidado de presentar a alguien en una fiesta-. Ya sabes, el cantante.
– ¿Por qué? -Maria encontró, en alguna parte, fuerzas para hacer esa pregunta.
– ¿Por qué? ¿Por qué hago esto? Porque él me traicionó. Todos ellos. Hicieron un trato con las autoridades fascistas y me vendieron. Mi vida. Piet van Hoogstrat era la única otra persona que la policía tenía identificada, de modo que lo mandaron a él para que me señalara. Pero fue Paul Scheibe el que lo negoció todo, desde una distancia segura. Los otros le hicieron caso. Incluso Cornelius, mi amigo. -Se volvió hacia Maria. Había una insinuación de lágrimas en sus ojos-. Yo morí, Maria. Morí. -Apoyó una mano en el pecho-. Todavía siento el lugar en el que me entraron las balas. Te vi morir, y luego morí yo, de rodillas, en aquel andén.
– ¿De qué hablas? ¿A qué te refieres con que moriste? ¿Quién crees que eres, Frank?
Él enderezó la espalda.
– Soy Franz el Rojo. Soy eterno. He vivido desde hace casi dos mil años. Y probablemente desde antes, pero aún no lo puedo recordar. Fui un guerrero que entregó la vida como sacrificio para su pueblo, para la renovación de la Tierra. Dos veces. Una vez, hace un milenio y medio; la segunda vez, como Franz el Rojo Mülhaus.
– ¿Franz el Rojo Mülhaus? -dijo Maria con tono de incredulidad-. Sin que ni siquiera entremos en todo el asunto de la reencarnación, has hecho mal las cuentas. Tú naciste mucho antes de que Mülhaus muriera.
– No lo entiendes -respondió él, con una sonrisa condescendiente-. Yo era el padre y el hijo. Mis vidas se superpusieron. Vi mi propia muerte desde dos perspectivas. Yo soy mi propio padre.
– Oh, ya veo. Lo siento, Frank. -Maria lo entendió todo-. ¿Franz el Rojo Mülhaus era tu padre?
– Siempre estábamos huyendo. Siempre. Tuvimos que teñirnos el pelo de negro. -Grueber se pasó la mano a través de su tupido pelo, que era demasiado oscuro-. Si no, todos hubieran notado nuestro pelo rojo. Y luego nos traicionaron. Mi madre y mi padre fueron asesinados por agentes de la GSGP. Un sacrificio organizado por estos traidores. Vi morir a mi padre. Le oí decir «traidores». Después, se me llevaron. Me adoptaron los Grueber, que no tenían niños porque no podían. Pero me criaron como si los primeros diez años de mi vida no hubieran ocurrido. Como si yo fuera de ellos desde siempre. Después de un tiempo, incluso yo mismo empecé a sentir que todo lo que había ocurrido antes había sido una pesadilla. Descubrí que no podía recordar cosas. Era como si hubieran barrido con toda aquella vida. Como si me la hubieran borrado.
– ¿Qué ocurrió, Frank? ¿Qué fue lo que te hizo cambiar?
– Estaba en la universidad, estudiando arqueología. Visité el Landesmuseum de Hanóver. Fue allí donde lo vi. A Franz el Rojo. Estaba acostado en una vitrina, con la cara tan podrida que casi le había desaparecido, pero con esa gloriosa melena de pelo rojo todavía intacta. Entonces supe, en ese instante, que estaba mirando los restos de un cuerpo que yo había ocupado una vez. Me di cuenta de que podemos vernos como fuimos antes. Como vivimos antes. Fue entonces cuando todo volvió a mí. Recordé que mi padre me había dicho que había escondido una caja en un viejo yacimiento arqueológico. Me había dicho que si alguna vez le ocurría algo, yo tenía que encontrar la caja y sabría la verdad.
Grueber dejó que la gruesa lámina de plástico cayera y ocultara el horror del cuerpo despellejado de Tamm. Se acercó a uno de los armarios colocados contra la pared del sótano. Cuando le dio la espalda, Maria se debatió con furia para liberar las manos de las ligaduras, pero estaban demasiado apretadas. Grueber sacó una oxidada caja de metal del armario.
– El diario secreto de mi padre y detalles de su grupo. Recordé dónde había dicho que la había escondido, exactamente. Fui, la desenterré, y esta caja me contó toda la historia, y me proporcionó los nombres de todos los traidores. -Grueber hizo una pausa-. Pero fue más que mis recuerdos de la infancia lo que regresó aquel día cuando vi a Franz el Rojo. Fue toda mi memoria. Mis recuerdos de todo lo que ocurrió antes de esta vida. Supe que el cuerpo que estaba mirando había sido mío una vez. Que yo lo había habitado más de mil quinientos años antes. También supe que había habitado el cuerpo de mi padre. Que el padre y el hijo eran uno. El mismo.