– Entonces haga su propia historia -dijo Fabel-. Cambie las cosas. Vamos, dese por vencido, hombre. Esta noche la historia no va a repetirse. Esta noche no morirá nadie.
Grueber sonrió. Una sonrisa que era como un bisturí, brillante y fría y dura como el cuchillo que tenía en la mano.
– ¿En serio? Ya veremos, Herr Erster Hauptkommissar. -La hoja dio un salto ascendente hacia la garganta del hombre arrodillado.
Se oyó un grito. Y el sonido de un disparo.
Fabel giró en la dirección del disparo justo a tiempo para ver cómo Maria volvía a disparar. El primer tiro había acertado a Grueber en el muslo y le había hecho retorcerse. El segundo le dio en el hombro y Grueber soltó al hombre arrodillado. Werner corrió hacia delante, agarró al cautivo de Grueber y lo sacó de allí.
Maria avanzó, manteniendo el arma apuntada a Grueber, quien había caído de rodillas. Ella tenía la cara llena de lágrimas.
– No, Frank -dijo ella-. Esta noche no muere nadie. No voy a permitir que lo hagas. Tira el cuchillo. Ya no te queda nadie a quien herir.
Grueber miró las siluetas alejándose de Werner y el hombre al que había intentado matar. El sacrificio definitivo. Alzó la mirada hacia Maria y sonrió, con la sonrisa de un muchachito triste. Entonces dio un suspiro largo y profundo. Hubo un relámpago en forma de arco cuando él giró la hoja hacia arriba con ambas manos y la hizo caer con toda su fuerza sobre su pecho.
– ¡Frank! -Maria gritó y corrió hacia él.
La cabeza de Grueber cayó lentamente hacia delante y hacia abajo. Al morir, pronunció una única palabra en la noche.
– Traidores…
1.40 h, Hospital Wesermarsch-Klinik, Nordenham
Cuando Fabel y Werner entraron en la sala del tercer piso de la Wesermarsch-Klinik, el Kriminaldirektor Horst van Heiden ya estaba allí, de pie junto a la cama del jefe de gobierno de Hamburgo, el Erster Bürgermeister Hans Schreiber. La enfermera del mostrador había informado a Fabel de que había administrado a Schreiber un sedante suave, pero que estaba alerta.
Schreiber tenía la frente cubierta por una gruesa venda quirúrgica, pero Fabel vio que la protuberancia de la línea de las cejas se había inflamado y descolorido como protesta por la violencia ejercida contra el cuero cabelludo. El resto de la cara estaba tan hinchado que Fabel prácticamente no lo habría reconocido. Schreiber giró en dirección a Fabel pero era evidente que no tenía la fuerza suficiente como para sentarse en la cama. Sonrió débilmente.
– Me alegro de que esté aquí, Fabel -dijo el jefe de gobierno de Hamburgo-. Le debo un agradecimiento. -Hizo una pausa y se corrigió-. Le debo mi vida. Si no hubiese llegado allí en el momento justo. Si Frau Klee no hubiera disparado… -Dejó el pensamiento sin terminar, como modo de enfatizar la terrible alternativa.
Fabel asintió.
– Sólo hice mi trabajo.
Schreiber se señaló la cabeza vendada.
– Me han dicho que necesitaré cirugía plástica. También tengo bastante dañados los nervios.
Dos policías uniformados entraron en la sala. Fabel les ordenó que se ubicaran al otro lado de la puerta.
– No puede entrar nadie más que los profesionales médicos directamente a cargo de la atención de Herr Schreiber -dijo a los dos agentes cuando salían de la habitación.
– Mi esposa vendrá más tarde -dijo Schreiber.
– Nadie -repitió Fabel.
– Me parece innecesario, Herr Fabel -protestó Schreiber-. El peligro ya ha pasado. Grueber está muerto y es evidente que actuaba solo, siguiendo su propio plan demente.
– ¿Entonces por qué lo escogió a usted? -preguntó Fabel-. Todas las otras víctimas tenían una conexión directa con Franz el Rojo Mülhaus y los Resucitados. ¿Por qué se fijó en usted?
– Dios sabrá. -El rostro hinchado de Schreiber no dejaba traslucir expresión alguna, pero su tono era de irritación. En cierto modo, Fabel había supuesto que Van Heiden protestaría por el interrogatorio al Erster Bürgermeister, pero el Kriminaldirektor guardó silencio-. Escuche, Fabel -continuó Schreiber-. Estoy demasiado dolorido y demasiado cansado y angustiado para psicoanalizar a un lunático que trató de matarme, o para hacer hipótesis sobre sus motivos. Estaba loco. Además actuaba como un terrorista. Yo soy la máxima autoridad en la ciudad de Hamburgo y jefe del gobierno estatal. Dedúzcalo usted mismo. Después de todo, para eso le pago.
– Oh, ya lo he hecho, Herr Erster Bürgermeister. -Fabel se volvió hacia Werner y extendió la mano. Werner le entregó una bolsa de pruebas de plástico transparente. En su interior había una gruesa libreta, cuya encuadernación de cuero tenía manchas de humedad y dejaba ver el paso del tiempo-. Franz el Rojo Mülhaus sabía que le había llegado la hora. Sabía que las autoridades lo encontrarían. Sin embargo, estaba dispuesto a no dejarse atrapar vivo. También albergaba serias dudas sobre la lealtad de sus subordinados. En especial de su lugarteniente, a quien la periodista Ingrid Fischmann identificó como Bertholdt Müller-Voigt. Ese ayudante de Mülhaus era también el que había conducido la furgoneta cuando secuestraron a Werner, el industrial, ocho años antes. Si bien el resto del grupo se esfumó después del secuestro de Wiedler, las autoridades pudieron identificar a Franz el Rojo y al holandés, Piet van Hoogstraat, quienes se vieron obligados a seguir viviendo como fugitivos, financiados por sus ex compañeros.
– Fabel… -Schreiber suspiró y, con un gesto de dolor, giró la cabeza hacia Van Heiden-. ¿No podemos hablar de esto en otro momento?
– Eso fue lo que ocurrió aquel día de 1985 en el andén de Nordenham -continuó Fabel, como si Schreiber no hubiese dicho nada-. El holandés, Van Hoogstraat, no compartía el fervor revolucionario de Mülhaus. Estaba agotado, después de casi una década de vivir siempre huyendo. Quería una salida sin tener que pasar la mayor parte del resto de su vida tras las rejas. De modo que cerró un trato. Un trato que le garantizaría una sentencia reducida. Un trato concebido por los restantes miembros de la banda que querían cerrar ese capítulo de sus vidas. Un trato concebido por el segundo de Mülhaus y negociado desde el anonimato por el jefe de planes del grupo, Paul Scheibe. Sabían que jamás atraparían vivo a Mülhaus, y que su muerte finalmente cerraría la puerta a esa amenaza de escarnio público y arresto. Ya habían comprado el silencio del holandés con el trato que habían hecho con las autoridades, pero el hecho de que Van Hoogstraat muriera en el andén fue como un beneficio adicional para ellos. El silencio se hizo total. Los Resucitados ya no resucitarían más.
Fabel hizo una pausa y miró la libreta embolsada que tenia en la mano.
– Qué extraño -añadió con una media sonrisa-. Fue el mismo Frank Grueber quien me dijo una vez que «la verdad es la deuda que tenemos con los muertos». -Fabel se acercó a la cama de Schreiber-. El misterio es cómo hizo Grueber para averiguar la identidad de los antiguos miembros de los Resucitados, puesto que los únicos que la conocían eran ellos mismos. Si Brandt hubiese sido el asesino, entonces tendría sentido… su madre, que justamente había pertenecido al grupo, podría habérselo contado a su hijo. Pero el secreto era tan grande, estaba tan celosamente protegido, que ella ni siquiera le dijo a Franz Brandt que Mülhaus era su padre. Entonces ¿cómo logro Frank Grueber descubrir la identidad de los otros? Después de todo, le habían adoptado a los once años y le habían criado en un universo diferente, con padres adoptivos adinerados, en Blankenese. Sus primeros años, que había pasado yendo de un lado a otro constantemente, privado de cualquier otra educación que no fuera el lavado de cerebro político que le hacían sus padres, debió de haberle parecido una pesadilla lejana. Pero había una cosa que sí recordaba. Como ya he dicho, Mülhaus no confiaba en ninguno de sus ex compañeros, pero había una persona en la que sí confiaba. Su hijo. Franz Mülhaus era arqueólogo, y debió de decirle al joven Frank que la tierra protege la verdad del pasado para las generaciones futuras. Le contó a su hijo que había enterrado la verdad en la tierra, cuidadosamente envuelta y protegida y escondida del mundo. Seguramente le hizo memorizar la ubicación para que, si Mülhaus era traicionado, entonces los otros no pudieran seguir viviendo impunes y libres.