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Es increíble lo que puedes llegar a cambiar de unos ratos a otros. Antes, cuando entraste y te quedaste parada ahí en el quicio de la puerta sin saludarme ni dar señales de haberme conocido, me diste miedo, no sabes bien la cara que traías, como si acabaras de ver al diablo. Claro que, según parece, casi lo habías visto, pero eso se avisa, se pone uno en el caso del que tiene enfrente, yo por qué iba a saber lo que te había pasado ni qué culpa tengo, bastante tenía con lo mío, con la hora y pico que llevaba aquí esperándote como cogido en una ratonera; fíjate lo que es llegar a un sitio como éste que no tienes ni idea de él porque lo has dejado de ver a la tierna edad de tres años, ya medio arrepentido de haber decidido venir, con la noche encima y sabiendo que se está muriendo una señora ahí, entrar en esta habitación casi a oscuras llamándote, porque la puerta la teníais abierta, y que en vez de salir tú salga un bulto que no conozco de nada oliendo a aguardiente y a pajar, la tal Juana, oye, que parece una bruja de las de Macbeth, y se me abrace llorando y riendo y buscándome la boca para besarme sin más explicaciones que repetir "Germán-germán-germán", no sé cuántas veces dijo mi nombre hasta que se separó a mirarme y comprendió, claro, que no soy mi padre, y ahí empezó el calvario; tú no sabes lo que ha sido aguantar el silencio que siguió hasta que has vuelto tú, que no había manera de arrancarle más que monosílabos. Se metía de vez en cuando por esa cortina, supongo que la alcoba estará yendo por ahí, y vuelta a salir otra vez sin ruido; cuando menos lo esperaba volvía la cabeza y estaba de pie detrás de mí mirándome como a un bicho raro, me pegaba unos sustos horribles, ya se me quitaron las ganas de asomarme al balcón a mirar las estrellas ni de sentarme aquí en el sofá ni de ponerme en ninguna postura que le diera la espalda a la cortina ésa siniestra por donde sale y se mete, como el diablo en los autos sacramentales, me senté en una silla contra la pared porque por lo menos así me sentía más defendido, y ella nada, simplemente mirándome y diciendo a ratos que no con la cabeza, no sé si querría decir que no venías o que la abuela no se había muerto o que no era yo el Germán que esperaba ella ver, una vez se acercó y me tiró de la manga señalándome la cortina, como pidiéndome que entrara a ver a la abuela y no sé ni cómo pude decirle: "no, no, mejor cuando venga Eulalia", ni me salía casi la voz, oye; cuando le preguntaba que si tardarías mucho se encogía de hombros, eso era todo, si no la hubiera oído decir tantas veces ni nombre a lo primero, habría creído durante mucho rato que era sordomuda; yo estaba preocupado por ti, te digo la verdad, porque un chico me dijo antes que te habían visto por lo alto del Tangaraño y fue un nombre que ya sólo oírlo y mirar el monte que lo lleva me dio miedo, palabra, sería la luz que tenía con el caer de la noche, o el dibujo que hace la cresta, no sé, pero fue así, no te creas que es por lo que tú me has contado, al contrario, cuando me lo estabas contando pensaba: "le pega a ese monte todo lo que dice Eulalia y más, ya lo creo", te admiraba como a un buen novelista de terror cuando da con eficacia un ambiente. "¿Se habrá perdido?-le digo a Juana viendo ya que era noche cerrada-, le puede haber pasado algo", y ella hizo una mueca que supongo que intentaba ser de risa y se pone: "bueno, hombre, bueno", que es lo más largo que dijo; y en vez de tranquilizarme me dio más sentido de la responsabilidad, porque me dejaba solo con mi preocupación y me la aumentaba, pero no me atrevía a salir a buscarte porque por dónde te iba a buscar si no conozco esto, y además esta habitación te paraliza, oye, no sé lo que tiene, sobre todo desde que me senté en la silla, ya clavado, y mira que pensaba "me podía largar", pero imposible, te quedarías horas en la misma postura, es como un maleficio, como lo de El ángel exterminador de Buñuel, que no se podía la gente mover de aquel cuarto, por más que quería, habrás visto la película ¿no?, pues lo mismo. Conque figúrate en esa situación que se prolonga un tiempo insoportable lo que puede suponer oír un ruido que por fin no es el de los grillos en la noche, un rumor de pasos de persona subiendo la escalera y el "ahí está" de Juana, madre mía, qué liberación. Era como abrirle a uno la puerta de la cárcel, no te puedo explicar el alivio con que recordé tu cara y la embellecí en esos segundos mientras esperaba verte aparecer, y luego qué decepción, qué jarro de agua fría. Porque es que oye tú, por mucho que hubieras visto un borracho a caballo, que yo también llevaba una hora encerrado en un cuarto con una loca a la que no conozco más que de oídas, y además, si venías con angustia o con miedo o con lo que fuera, razón de más para haberte alegrado de verme, yo creo que una persona como yo, me quieras mucho o me quieras poco, si aparece aquí de pronto en una ocasión como ésta, se puede suponer lo que te dé la gana menos que viene a incordiar o a pedir cuentas de nada, creo que algo de compañía te podré hacer, ¿o no te la estoy haciendo?, y, vamos, no me digas que te alegraste de verme, con esa expresión helada y ausente no se mira ni a un perro. Porque lo malo tuyo es que miras, preferiría uno que no miraras, pero ese estilo tan ofensivo de mirarle a uno sin verle más que como un estorbo que le está cortando paso al viaje de tus ojos es algo que no se puede soportar; me congelaste la palabra, me hiciste literalmente desaparecer, sentirme como el vacío mismo; y encima Juana en cuanto tú llegaste se puso a hablar, no había nadie en la habitación más que ella y tú hablando del baúl de la abuela, de si había dicho no sé qué, y os metisteis y ese último rato que estuve aquí sentado solo ha sido el peor, entonces sí que noté lo del maleficio de la habitación, porque con la ira que me entró en lo único que pensaba era en marcharme y sin embargo no me era posible moverme de la postura en que estaba, pero una ira horrible, no te lo puedes figurar, te odiaba y más todavía cuando vuelves a salir, ya como si nada, te arrodillas a recoger un poco esos libros del suelo y, con toda naturalidad: "¿Y tú qué haces aquí?", que, vamos, es el colmo, ¿crees que se le puede preguntar "tú qué haces aquí" a un señor que acaba de cruzar media España para recoger el último suspiro de su bisabuela? Será una chaladura o una ventolera, como dijo Colette, pero eso que lo diga Colette, bueno, no tú, tú tenías que haberme dicho nada más entrar: "¿Sabes lo que te digo, Germán? Que