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Ya había atardecido completamente. Un resplandor rojizo daba cierto tinte irreal, de cuadro decimonónico, a aquel paraje. En el pilón cuadrado de la fuente, que era sólida, elegante y de proporciones armoniosas, estaban bebiendo unas vacas, mientras la mujer que parecía a su cuidado permanecía al pie con un cántaro de metal sobre la cabeza erguida y quieta. Solamente se oía el hilo del agua cayendo al pilón y un lejano croar de ranas. Blanqueaba la fuente con su respaldo labrado en piedra, ancho y firme, como un dique contra el que vinieran a estrellarse, con los estertores de la tarde, los afanes de seguir andando y de encontrar algo más lejos. Se diría, en efecto, que en aquella pared se remataba cualquier viaje posible; era el límite, el final.

El joven se acercó pausadamente, seguido por el niño y escrutado por la mujer que se mantenía absolutamente inmóvil, como una figura tallada en la misma piedra de la fuente y puesta allí para su adorno. Encima del canal por donde caía el reguerillo de agua había una gran placa de bronce fija a la piedra.

– Sácate de ahí -susurró la mujer con voz monótona a la vaca que estaba bebiendo del pilón cuando vio que el viajero se acercaba.

Aquellas palabras fueron acompañadas de un empujón a las ancas del animal, que levantó unos ojos húmedos e inexpresivos hacia el viajero, mientras le cedía lugar. Él dio las gracias a la mujer, ya casi rozando su vestido, sin recibir a cambio ni el más leve pestañeo, y luego se inclinó, en efecto, a beber largamente un agua fría y clara con ligero sabor a hierro. Después, mientras se secaba los labios con el dorso de la mano, alzó los ojos a la placa. Aprovechando el último resplandor de aquel día de agosto, alcanzó todavía a leer pálidamente su inscripción en letras doradas: "A D. Ramón Sotero, la sociedad de agricultores de N… como gratitud. Año de 1898".

– Ése era el que mandó hacer la fuente -explicó el niño-; un señor antiguo de esa casa -añadió mientras caminaba detrás del joven y le señalaba la alta verja que él ya había alcanzado y cuyos adornos estaba contemplando con curiosidad-. Era marido de la señora vieja que han traído ayer en la ambulancia, una muy vieja. Cien años, dice mi padre.

El forastero, apartando los ojos de aquel laberinto de herrajes con que venía a rematarse un larguísimo muro de piedra paralelo al camino, miró al chico con súbito interés.

– ¿Sabes tú a qué hora llegaron?

– Sé, sí señor, que vi venir la ambulancia. Estábamos nosotros donde hoy. Estas horas serían, por ahí, un poco antes si cuadra.

– Ya. ¿Y la señora?

– La vieja se morirá esta madrugada. La más joven dicen que ha reñido con el cura. Que no quiere curas ni visitas; a usted no sé si le dejará entrar. Sólo deja a la Juana. Ahora debe andar por ahí de paseo, no la asusta el monte. Mi padre la ha visto antes por allá arriba; ¿ve aquellas peñas últimas encima de los pinos?, pues por allí, donde el Tangaraño.

Señalaba a una montaña que no se podía precisar si estaba muy lejana o muy cercana y el viajero, al descubrirla de pronto, fosca y rodeada de resplandores violeta, se estremeció. Daba miedo. Pero trató de sonreír.

– Vaya, hombre, ¿y cómo sabes tú tan seguro cuándo va a morirse la vieja?

– Ya ha llegado aquí, pues a qué va a esperar. Es a lo que viene. Le tocaba anoche, pero dice mi padre que habrá querido despedirse mejor, conque hoy. Los viejos se mueren siempre contra el día.

Hubo un silencio. El viajero alargó una moneda al chico y luego hizo ademán de empujar la verja.

– Ya te buscaré otro día, si vuelvo, para que me sirvas de perro – le dijo.

– ¿Y cómo va a preguntar por mí? No sabe cómo me llamo – repuso el chico sin dejar de mirar la moneda.

– Es verdad, hombre, qué fallo. Dímelo.

– Odilo. ¿Se acordará? No entro con usted porque se enfadan. La Juana también. Yo digo que con usted no se enfadarán.

El viajero sonrió y le tendió la mano.

– Eso espero. Malo ha de ser.

El niño no sabía dar la mano, no la apretaba. Se sostuvieron la mirada unos instantes.

– Adiós, Odilo. Yo me llamo Germán.

La verja era pesada de empujar y chirriaba. La cerró detrás de sí y, seguido por la mirada melancólica del chico, que se había quedado con la frente pegada a unos hierros en forma de pámpano, se alejó a paso vivo hasta ser un punto imperceptible por el largo sendero de arena, ya muy ensombrecido, que, entre árboles antiguos, conduce a la vieja casa de Louredo.

E. Uno

– … La ruina, lo que se dice la ruina, nunca se sabe propiamente cuando empieza. Para llegar una casa a este estado que ves, cuántas veces a lo largo de los años se habrá dicho que iba estando vieja, cuántos crujidos en las tejas y qué lenta invasión de humedad y de grietas. Miles de grietas fraguándose por todas partes, tejiendo su red desde antes de nacer ni tu padre ni yo, y en plena infancia luego, extendiéndose como un toldo invisible sobre toda nuestra infancia, cuando aún no las veíamos ni nos podían importar -que no las veíamos por eso, claro, porque no nos importaban-, cuando seguramente no éramos capaces de entender, aunque alguna vez nos la hubiéramos topado escrita en uno de esos libros que ves por el suelo, el significado de la palabra ruina. Esos tomos grandes, sí, solíamos sobre todo leer; yo me iba derecha a la librería en cuanto llegábamos por el verano; déjalo ahora, me angustia un poco, luego si quieres los vemos; son colecciones de la Ilustración, una revista de finales de siglo; los saqué después de un delirio largo que tuvo ella anoche, donde salían Maceo y Martínez Campos mezclados con historias más antiguas, que a saber desde cuándo tendría arrinconadas, de sus catorce años, puede que de antes. Sacó a relucir el entierro de un abuelo militar, todos los concurrentes de uniforme de gala, y ella, en brazos de alguien, asomada a un balcón, besó un ramo de flores antes de echárselo al féretro; sabe Dios adonde lo tiraba anoche ni desde dónde, pero debía estar viendo la escena con todos los detalles porque he leído en algún sitio que la muerte, al acercarse, hurga de preferencia en los recuerdos más rezagados y distantes y que los aglutina con una claridad indescriptible, y tan indescriptible, ya ves tú, quién va a ser capaz de describir esas imágenes, ni el propio moribundo, cuanto más los estudiosos. ¡Qué empeño en desbrozar al mundo de su magia y de su sinrazón, de disecarlo todo!, y yo cuánto he pecado por ese registro. En París, por ejemplo, hace años, recién casada con Andrés, mucha saliva gastábamos, me acuerdo, acarreando razones y defensas contra lo irrazonable, pero yo todavía más que él, mucho más, discusiones de horas con un grupo de amigos, en casa de aquel Luc que qué habrá sido de él, siempre venía el discurso a parar en lo mismo; cuántos libros, proyectos, cursillos, conferencias, palabras y palabras para erigir un dique contra lo misterioso y en general qué claro lo veíamos todo: halagüeños auspicios y vientos favorables para aquel barco en que viajábamos a la aventura de extirpar por doquier todo lo incomprensible, pues menuda aventura, no veas, pobre barco, que no ha hecho agua ni nada desde entonces acá por cientos de agujeros, y tan invulnerable como nos parecía. Y es que no puede ser, cierto tipo de arcanos no aguantan un criterio de sumas y de restas: o has conocido el miedo por las noches y crees en Caronte y en el dios Osiris o, si no, mejor es callarse Y ante ese desquiciarse de una mente a punto de cerrar sus inventarios, ante esa anacronía y barahúnda de imágenes postreras, la única actitud digna es dejarse encoger por el terror que a mí me invadía anoche. Ella nació el setenta y cinco, el mismo día que entró en Madrid a reinar Alfonso XII, es Capricornio, no sé de qué año sería la muerte de ese abuelo; me decía de vez en cuando: "¿estás ahí?, no te vayas, ¿estás, verdad?", y alargaba la mano, no me la alargaba a mí, ya lo sé, la agitaba en el vacío, tal vez como homenaje póstumo a su abuelo desde el balcón que rememoraba, pero lo cierto es que solamente al toparse con mis dedos se le rehacían los relatos que empezaban a desbaratarse y la voz se le tranquilizaba; luego ya se durmió y yo no me podía sosegar hasta que saqué esos libros y me puse a mirar las estampas pasando por alto los folletines que tanto me hicieron latir el corazón de pequeña y entresacando en cambio las noticias que entonces despreciaba; la política, qué poco importa cuando eres niño, ni la historia, no entiendes lo que es, sólo gustan los santos, gente a caballo, barcos, señores de levita, mirar los santos, eso sí, eso fascina, esas viñetas de entremedias se me quedaron encoladas para siempre a las paredes del desván que tenemos detrás de la retina, y con qué solidez, anoche me di cuenta según reaparecían; eran como compases en el afán con que iba yo tratando de poner algo en orden, para aplacar mi insomnio, las fechas de la historia de finales de siglo, mientras situaba entre ellas otra pieza minúscula, la historia de esta casa, colocándolo todo con esmero, como cuando se vuelven a arreglar los papeles de un cajón donde alguien ha metido la mano a la desesperada; y me dieron las seis de la mañana a vueltas con inventos, empeños y episodios de ese tiempo que sentía a punto de precipitarse hacia una vertiente inúticlass="underline" acalorados debates en el Parlamento, inauguraciones de ferrocarril, inventores, pintores y poetas mirando hacia el futuro, el desastre de Cuba, el final de la tercera guerra carlista y los arcos engalanados que pusieron en la calle de Alcalá para recibir al rey, vistas de Santander, actrices y gitanos, soldados y bandidos, la mujer barbuda, Castelar, sueltos por el cuarto como una bandada de pájaros vivos, y yo con la tarea de verlos volar y recogerlos y de que ninguno se escapase, una tarea que sólo tenía sentido porque de vez en cuando me asomaba ahí a la alcoba y Juana me hacía señas de que no con la cabeza, igual que ahora hace un rato, ya lo has visto, señas de que todo sigue igual, de que respira todavía; aunque en este momento no podría decir si son esas historias las que se nutren del hilo suyo de respiración o sucede al revés, que mientras las atice y atienda alguien aquí a cincuenta pasos de su cama es ella quien no tiene más remedio que seguir respirando. Con las cartas y los retratos del baúl que trajimos ayer en la ambulancia pasa lo mismo, son su memoria, su referencia a la vida; no hubo manera de dejarlo en Madrid y no sabes qué viaje, a cada momento sobresaltada que dónde tenía el baúl, empeñada en que lo había perdido, queriéndolo tocar, y aquí al llegar, igual; fue un triunfo acostarla en esa cama tan alta sin meterle el baúl dentro con ella, como pedía, una lucha horrorosa, ella que sí y que sí y nosotras que no, porque es que no se puede, porque habría cogido media cama. Pues bueno, a pesar de la incomodidad de tenerle que estar subiendo y enseñando a cada rato ese armatoste, que no sabes tú lo que pesa, más que un matrimonio mal llevado, peor es lo que ha pasado hoy desde media tarde, algo atroz, que no ha vuelto a preguntar por él; te digo de verdad que cuando se lo nombré por última vez y no reaccionó, cuando se lo acercamos entre las dos y en vez de besarlo y acariciarlo dijo: "quita", y lo apartó con la mano, pensé: "aparta su propia memoria", fue la muerte, palabra, me dije eso: "la muerte, ahora sí que está aquí, esto es llegar la muerte", porque es que la sentí planeando lo mismo que un buitre. Yo ya sabía que la abuela se moría, cómo no lo iba a saber, pero qué diferencia oír el aleteo de la muerte misma, la diferencia entre pensar las cosas y sentirlas, que se te presenten, ¡ras!, sin aviso, aquí estoy, rasgando esa niebla con que las mantenías a distancia, aisladas en la mente. "Se muere -le dije a Juana-, se muere dentro de un rato, no lo quiero ver", y me entró una angustia que no paraba aquí, tuve que echarme al monte en plena tarde, a las seis, con un calor de prueba, y venga a trepar, ciega, sin saber dónde iba, como en las escapadas infantiles que lo único que sabes es que no quieres volver, tan fuerte era el arrebato que me he perdido, y el miedo que he pasado después de puesto el sol para qué te lo cuento, he tenido un encuentro pavoroso, así venía de desencajada que a ti es que ni te he visto al entrar, te lo juro, veía sólo a la Muerte, a la Muerte en persona, porque me la he encontrado, ahora ya te lo digo, al llegar no podía, te pido que me creas, no me mires así, me he encontrado a la Muerte arriba en esos riscos, al caer ya la noche, montada en su caballo, sí, Germán, a la Muerte, no podía ser otro personaje, te lo voy a contar. Iba trepando yo, ciega como te digo, orientada tan sólo por el deseo pánico de largarme de aquí, de no estar en la casa cuando llegara a ella la Muerte a visitarla. También murió mi madre en ese mismo cuarto hace ya muchos años; estaba yo en Grenoble, en una residencia de estudiantes, recibí el telegrama y allí petrificada, sin poder ni llorar, lo que pensé primero fue que por qué puerta de las tres que hay aquí habría entrado la Muerte, de qué monte bajado y por qué vericuetos, y me imaginé precisamente las malezas del Tangaraño, antes según lo escalaba me iba acordando de eso y de que mamá se figuraba siempre a la Muerte con mayúsculas como un personaje literario; decía que a la casa donde hay un moribundo llega en cierto momento el día de su muerte un personaje oscuro en quien nadie repara, alguien que vende algo, que pregunta unas señas, que ha perdido el camino o pide pan, y que después de irse el buhonero ése, caminante o mendigo o lo que sea, el corazón del enfermo ya tiene los latidos contados; y así iba pensando en mamá mientras trepaba, en que no he dejado nunca de creer un poco en estos cuentos suyos, tratando de revivir la expresión convencida y seria que ponía cuando nos los contaba, y eso me llevaba a caer de nuevo en la obsesión inicial de mi paseo, o sea a recordar el baúl, porque seguramente entre tantas imágenes y papeles inservibles guardará alguna foto antigua de mamá y pensaba buscarla cuando bajara a casa, pero al mismo tiempo pensaba también que ahora todavía hay alguien a quien le importa ver esa foto y conservarla, alguien capaz de reconocer una determinada figura, aunque esté borrosa o en un grupo de gente que no se sabe quién es, yo a mamá la conozco entre miles, también si aparece de joven o de pequeña, tantas veces me ha enseñado fotos de distintas épocas de su vida, pero pensaba, claro, que cuando yo me muera, si algún sobrino mío hereda ese baúl no sabrá distinguir el rostro de su abuela, se fijará a lo sumo en los volantes del traje, en los rizos del peinado, como si viera esa imagen en una enciclopedia de la moda, y pensé en Marga y en ti, como es natural, mis sobrinos carnales preferidos, serían las ocho o por ahí, bien lejos estaba yo de pensar que venías de camino, pensé "qué pena que los niños de Germán no conocieran a mamá, qué falta les habría hecho ella cuando se quedaron huérfanos", me di cuenta de que mamá habría sido una abuela muy simpática, pero además yo es que en eso he cambiado mucho, me he pasado años echando pestes contra la familia, pero desde hace poco le veo su sentido, además, sean como sean, te crees que los has borrado de un plumazo y te siguen influyendo lo mismo, yo con la abuela me llevo mal y a veces es insoportable, pero aquí estoy y me alegro de haberla conocido, en el fondo al que no ha conocido a sus abuelos yo creo que le falta algo. Pero con esto de pensar en el baúl se me amargaba el paseo, era como caer en un remolino fatal, en la amenaza de esa herencia irremediable y abrumadora, de la cual no me podía escapar por muy de prisa que trepara, porque una cosa es subir un monte sudando y otra muy distinta que se desintegre el contenido de un baúl; los cambios de lugar nunca han servido para descartar las ideas fijas, y así me pasaba a m