A mí hoy me hacías falta tú, precisamente tú, menos mal que has venido. Sobre todo porque si no llegas a venir no me habría dado cuenta de la falta que me estabas haciendo, habría perdido la noche en dormir sin saberlo, le habría dicho a Juana: "tengo sueño, avísame si pasa algo" y punto final, habría echado el cierre, estaría tumbada en este sofá viendo paisajes sin huella, desfiladeros oscuros, habría delegado en Juana. Abdicar en ella siempre nos ha resultado cómodo, se sabe que está ahí, que no se mueve, yo creo que ni duerme, que no hace más que perdurar, esperar con los ojos bien abiertos algo que nunca llega y que ella misma no sabe lo que es, tal vez el cataclismo que hunda esta casa definitivamente y la sepulte a ella con las ruinas, y sin embargo hay algo todavía que te impide decir "Juana vegeta, es un fósil, un sarmiento", y ese algo son los ojos por donde se le sale todo lo que no ha dicho de veinte años acá, los ojos la traicionan, gritan por ella, aún tienen la carga de sollozos infantiles, de luces de cohetes mientras ella bailaba, de miradas de fuego y de deseo, de aquella rebeldía que le asomaba a veces, todo eso contenido, pasado por el tiempo, ahumado, concentrado, qué mirar se le ha puesto, no es cosa de este mundo. Y yo lo sabía, que me iba a mirar así, le tenía miedo a los ojos de Juana, era por ella sobre todo por lo que tenía miedo de volver aquí, para qué voy a andar con paliativos, siempre he estado diciendo en estos años: "tengo miedo a la casa aquélla, no la quiero ver otra vez", pero la casa no mira ni respira ni tiene aliento, no ha registrado mis cambios ni mis traiciones; son los ojos de Juana inalterables los que estancan el tiempo de la infancia como espejos deformes y por eso acongojan. Temía más que nada el momento de verla, que se me echara en brazos, y al pararse ayer tarde la ambulancia ahí abajo me temblaban las piernas, no era capaz casi ni de echar pie a tierra, aparte de lo que anquilosa un viaje tan largo y tan incómodo; me acordaba sólo de Juana, no de los problemas de cómo sacar a la abuela, de cómo acomodarla aquí, y me decían los enfermeros: "Usted dirá, señorita", y yo no podía decir nada, estaba como una estatua de sal con la angustia de que iba a aparecer Juana, de que me la iba a echar a la cara después de veinte años, tenía el corazón en la boca mirando las escaleras, una fascinación parecida a la que sentía Dorian Gray cuando se encerraba a solas en el desván de su casa para destapar aquel retrato maléfico donde se consumaba su real envejecer. Cuántas veces, en efecto, a lo largo de estos últimos años, mientras iba a la sauna y me daba masajes y cremas de belleza o cuando me probaba trajes nuevos, me figuraba a Juana haciendo cara al tiempo a palo seco, encerrada entre estas paredes, cuántas veces me he acordado de que me lleva un año exactamente. Siete tenía cuando quedó huérfana y la trajo la abuela a vivir aquí en uno de sus rasgos de filantropía: "La tenéis que querer como a una hermana"; que cuánto le han gustado a la abuela toda la vida esos golpes de efecto, de pura exhibición, verse reflejada en los rostros de sus protegidos, oír decir: "la marquesa es una santa". No te digo con esto que no pensase al principio quizá de buena fe dar estudios a Juana y educarla como a nosotros, pero luego se le fue enfriando el entusiasmo, ella es así, se cansa de las cosas; siempre siguió diciendo, eso sí, que a Juana la quería mucho, y anoche mismo hubo un momento en que se la quedó mirando, la llamó por su nombre y le dijo: "Tú siempre fuiste mis pies y mis manos", y es verdad, sus pies y sus manos; nadie le daba tanto gusto ni la entendía mejor. Como que el año pasado, a raíz de la muerte de Paulina, la criada vieja que tenía la abuela en Madrid, yo estoy segura de que a tu padre se le ocurrió, igual que a mí, que una solución muy buena habría sido proponerle a Juana que dejase Louredo y se fuese a cuidarla, pero no nos atrevimos a mencionarlo; era reconocer de un modo demasiado burdo y cínico lo que había llegado a ser también para nosotros aquella niña huérfana de los ojazos verdes cuyo destino en tiempos tanto nos preocupaba, un recurso de emergencia para eventos domésticos; aparte de que a mí por lo menos me detuvo la consideración de que no habría querido dejar nunca esta tierra de buen grado y forzarla era duro, no creo que hubiéramos sido capaces de llegar a emplear una dialéctica deliberadamente embaucadora, abusando de un resto del poder que ejercimos antaño sobre sus opiniones y criterios, aunque nunca estuvo demasiado claro hasta dónde llegaba ese poder. Lo que no tenía duda de ningún tipo, en cambio, es que ella rodaba por la abuela, que la reverenciaba con una mezcla casi religiosa de temor, sumisión y gratitud; y la abuela mucho antes que nosotros y que la propia Juana se percató de aquel conato de servilismo, buena es ella, y se lo fomentaba; como a nieta no la trató nunca, qué la iba a tratar, para criadita iba desde que vino, para ser usada por todos; y a Germán y a mí que la tomamos cariño nada más verla por lo que se quiere a los niños en principio, por lo guapa que era, nos llevaban los diablos cuando nos acordábamos de que la abuela nos había mandado quererla como a una hermana y luego era ella misma la que nos impedía de modo solapado e incomprensible semejante labor, y empezamos a operar de pigmaliones por nuestra cuenta, a defenderla siempre contra quien fuera, a corregirla cuando hablaba mal, a incluirla en nuestros proyectos de estudio. Ella los inviernos los pasaba aquí en casa de unos tíos, con otros hermanitos que tenía, pero durante los veranos la considerábamos cosa nuestra, constituía nuestro empeño y tarea fundamental. Aparte de lo bien que se jugaba con ella, no te haces ni idea, ningún niño de la ciudad inventaba unos juegos tan raros y tan fascinantes, hasta una religión nueva llegó a inventar que se llamaba el ocelismo y su misterio estaba en huir de los duendes llamados oceleiros que todo lo enredaban, que impedían el bien, la luz y la alegría, y se inventó responsos, fórmulas y poemas para burlar su influjo y entrar en las moradas de los dioses desnudos que eran muchos y buenos; y ella los dibujaba y los bautizaba con nombres muy bonitos, Clido, Anfisto, Rumí, una caterva, siempre desnudos, pero con el cuerpo algo fantaseado, no exactamente igual que el de las personas, y les hacía altares en recodos y huecos diferentes del parque o de la huerta y hasta en la casa vivían algunos, por ejemplo Dindo, el de la cocina que vigilaba los asados y tenía en el ombligo una especie de raíz rematada en cerezas; dibujaba muy bien, de una forma muy suya, nunca copiando de las ilustraciones de los libros, como hacíamos nosotros, los duendes oceleiros eran seres extraños con mezcla de animal y eran pequeñísimos, con los ojos saltones, ésos tenían la culpa de todas las catástrofes, y una vez ella dijo que eran más parecidos entre sí que los otros porque el mal siempre se parece; y Germán le preguntó: "¿Pero a qué se parece?". "A nada, digo que llorar siempre es igual de aburrido y en cambio de estar alegre hay muchas maneras"; y todos aquellos inventos y versiones del mundo que ella nos confiaba en secreto nos la hacían tener por un ser fuera de lo normal, imbuida de una carga mágica que no tenía nadie y le decíamos que de mayor tenía que ser pintora, una pintora famosísima, nos miraba con desconfianza y pasmo, como a bichos raros, cuando le decíamos esas cosas y se ensombrecía, yo creo que no le gustaban nada ese tipo de conversaciones, pero nosotros estábamos empeñados en proyectarla hacia el futuro, en hacerle soñar un destino ambicioso, en que no fuera una chica como las otras de la aldea, y ella decía con la mayor naturalidad: "Pero si yo no soy como ellas, yo soy yo"; y Germán y yo discutíamos porque el asunto aquél del porvenir de Juana y de su ilustración que, llevados de un afán pedagógico heredado de papá, veíamos casi siempre como un problema claro y viable, otras veces resultaba menos claro y hasta bastante oscuro, especialmente a medida que fuimos creciendo y vimos que Juana no siempre aceptaba con buena fe y disposición nuestros ensayos de poder sobre su persona -porque en el fondo no eran otra cosa sino ensayos de poder-, que se encerraba en un mutismo cazurro y rechazaba lecciones, dictámenes y consejos, aunque esa misma actitud suya, por supuesto, cabezotas como somos tu padre y yo, nos encandilara más y fuera durante mucho tiempo acicate y motivo de interrogatorios y conjeturas, de conversaciones con mamá, de cartas y más cartas a Juana en el invierno y nos llevara a redoblar las clases que le dábamos, los libros que le aconsejábamos leer. Nunca hurgamos demasiado, por no decir nada, en el posible origen de su retraimiento, simplemente nos parecía incomprensible: ella acababa diciendo a todo que sí, que bueno, que le gustaba estudiar y saber cosas y enterarse de la biografía de músicos y poetas y pintores, que cómo no le iba a gustar, pero estaba mucho más pendiente del talante de la abuela que de nuestras palabras y era capaz de dejar con la palabra en la boca a quien fuera y tirar cualquier libro y esconder o romper cualquier dibujo en cuanto se oía llamar por ella desde la huerta o desde la cocina, "Voy, doña Matilde", salía pitando. "La abuela no tiene que mandar en ti ni asustarte, la dejas que te llame y no vas, te escondes, como si no estuvieras, se acabó; y además no la llames doña Matilde", y ella bajaba los ojos, no nos sabía contestar a eso, entre nuestro imperio y el de la abuela se encontraba como un huevo entre dos piedras. La verdad es que nunca se nos ocurrió sondearla por métodos diferentes al de la encuesta directa, la achuchábamos a base de prohibiciones y preguntas, sin detenernos a considerar que, dada nuestra postura privilegiada, ella se encontraba en inferioridad psicológica y su asentimiento a nuestros planes podía ser acaso poco espontáneo y libre, no demasiado diferente, en definitiva, de la docilidad con que obedecía las órdenes de tipo doméstico que le daban los demás; pero nosotros, cómo íbamos a sospechar entonces esto que ahora te digo, no la entendíamos, nos desesperaba contrastar su actitud de aquiescencia con la contradictoria cerrazón que a veces oponía como una muralla de desquite contra nuestro influjo y que solía materializarse, cuando insistíamos mucho, en mutismos, llantos o desapariciones; verlo nosotros no, imposible, nos habríamos roto la cara por entonces con quien se hubiera atrevido a insinuar que estábamos haciéndole a Juana el menor daño. Cuánto tiempo se tarda en reconocer ciertos errores; caímos en la cuenta no sólo cuando ya era irreparable el daño ése, sino más te diré, cuando nos importaba más bien poco y ya nos aburría todo el negocio aquél de habernos erigido en redentores. Vocación de heroísmo, de infancia, al fin y al cabo; según nos adentrábamos en la juventud ya hacían falta demasiadas justificaciones para sustentarla y teníamos otros muchos empeños a la vista: Juana empezó a ser problema y a hacérsenos incómoda justo cuando aquel daño que le habíamos hecho se empezó a revelar y apenas intuido quisimos olvidarlo; entonces conocimos la comezón, que llegó a ser frenética, de renegar y desentendernos de quien, embarcada a su pesar en un viaje que ya nunca podría seguir por sus propios medios, nos recordaba la extorsión padecida con su mera presencia, y más tarde, cuando dejamos de verla, con su mero existir aquí en Louredo.