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Y dime, en todo esto ¿qué influye la conducta de ese ser que ha dejado de dolerte?, lo único que cuenta no es que sea un canalla o resplandezca por su lealtad sino que a ti te aburra o te rebase, no hay otra vía de liberación. Lo que ya nos aburre eso claro que nos resignamos a darlo por perdido, es lo único que muere de verdad. Se dice: "me empeñé en olvidar a Fulano y lo conseguí", mentira, el olvido rige sus propios laberintos y nunca nos enseña el secreto de unas reglas que ni él mismo conoce, es dios autoritario y caprichoso y nunca lo sabremos de antemano si va o no a concedernos sus favores ni la ración de espera y de paciencia que aún nos destina para consumir; "conseguí olvidar", sí, a veces se dice, se apunta uno ese tanto hasta incluso con cierta convicción, ¡qué jactancia adornarse con plumas de un dios tan arbitrario!, mientras él no abra puertas a nuestro cautiverio porque le dé la gana y cuando se la dé, no pasan de ser muecas los amagos de escape que exhibamos; descenderá el hastío cuando lo tenga a bien ese jefe supremo e invisible, y puede no querer, te lo digo Germán, no querer nunca; si no quiere es inútil. Bien poco nos libramos de aquello que nos manda, incluso desde lejos, su noticia de vida a cortar el aliento de la nuestra; de dientes para afuera diremos "¡qué me importa!", lo que es mientras importe no servirá de nada componer ante el mundo esa figura de la indiferencia, decimos "¡qué me importa!" por conjurar el miedo a que aquello nos deje de veras de importar, miedo a dormir al raso nuevamente, miedo, eso es lo que hay. Y en nombre de esa terca resistencia a darlas por perdidas importan aún las cosas; en el fondo, ya ves, todo remite al hilo, querencia a la atadura que nos mantuvo en vida algún momento, a ese hilo que Pablo pugnaba con tu ayuda por recobrar anoche, el mismo que fatiga y sobresalta los últimos vislumbres de la abuela, el que tu padre busca al escribir a Harry, el que guía mis paseos imaginarios por dentro de la cabeza de Andrés. Un hilo doloroso muchas veces, un nudo corredizo en la garganta amenazando asfixia, pero no quieres otro; puedes estar oyendo voces al otro extremo, incluso perentorias y rotundas: "¡corta, yo ya he cortado!", no haces el menor caso, no puedes, ya te digo, agarrar otro hilo diferente de buenas a primeras, depende del permiso de ese dios formidable el ponerte a coser con otro hilo, te están diciendo "vete" y no te vas, "sálvate" y no te salvas, y si algún ser realista y razonable te viene a sugerir: "has perdido a fulano", te notas superior, ¡ése qué sabrá el pobre!, sientes como ramplón su testimonio, asentado en minucias despreciables; y es porque las personas que te arrojan de sí se te pierden de un modo mucho más discutible que las que tiras y jubilas tú que dejan de servirte, más pérdida no cabe. Pero el desvío ajeno es otra situación, le sueñas un remedio, lo tiene que tener, recurres al Supremo de tu propio magín, pasillos y pasillos, cábalas y más cábalas, te eriges en el ancla y garantía de quien ha alzado el vuelo sin explicar por qué, piensas que volverá a aclarar lo pendiente, a reanudar el hilo, que tiene que venir, que los pájaros vuelven a su nido, como en una canción que cantaba tu madre en época de exámenes, se quedaba abstraída mirando a la ventana y yo: "Venga, Lucía, que no nos va a dar tiempo, no te me pongas cursi"; lo que ahora daría en cambio por haberlas podido grabar aquellas coplas de pausa en el estudio, le surgían bajitas, entre dientes, como para ella sola, siempre hablando de amores, de esperanza, qué voz se le escapaba sin querer:

… j'attendrai le jour et la nuit, j'attendrai toujours ton retour; j'attendrai car l'oiseau qui s'enfuit vient chercher l'oubli dans son nid…;

pues eso, dans son nid; y aunque pasen los meses y los años sin que el pájaro vuelva, nadie puede impedirte pensar que eres su nido, se puede hundir el mundo antes que te despojes de tal atribución, ni nadie detendrá el fluir de salmodias que voluntariamente atizas en secreto para avivar la fe: "Sólo está extraviado porque se ha ido de mí, es un mero accidente, su rumbo al punto se recompondría si volviera los ojos a este norte; me tiene, soy su tierra, su brújula, su nido". Y aferras como nunca el cabo de tu hilo, aunque apenas te atrevas a tirar para no descubrir flojez al otro extremo, como las hilanderas del belén, mero gesto pasivo, quietas donde las ponen y hasta que alguien las quite, amparadas por cerros de cartón, con sus dedos de barro sosteniendo la hebra.

Si me oyera tu madre estos discursos, cuánto se extrañaría, me imagino su sorna: "Pero bueno, mujer, ¿qué fue del albedrío?, ¿te pisaron por fin el famoso albedrío?"; y bien me gustaría poderle confesar a grifo abierto, es una retahíla que he imaginado mucho últimamente:… "pues sí, me lo pisaron, era verdad aquello que me indignaba tanto cuando tú lo decías, que tanto pregonar el albedrío puede ser una trampa, un producto del miedo, hojarasca verbal para cubrir el ego solitario, ademanes grotescos; te encogías de hombros: «No hace faltar hablar tanto, libres, pues ya se sabe, y eso ¿a quién no le gusta?, pero es que tú conviertes en precepto igual que el de ir a misa el hecho de ser libre; Eulalia, créeme, te pones muy pesada, te esclavizas a serlo contra viento y marea, no me digas que no»; pero yo te decía que no y que no y que no, te acababas callando, casi siempre callabas, mirabas los objetos, al cielo y a la calle mientras hablaba yo y te zarandeaba con tantas convicciones agresivas, y a ti te daba igual que yo quedara encima, todo lo más decías: «Bueno, bueno, mujer, será como tú dices». Ahora entiendo tus ojos de pronto entristecidos, tu luz y tu paciencia, tu encogerte de hombros, entiendo los boleros y los fados, entiendo que lloraras a veces en el cine, que leyeras a Bécquer, yo ahora también lo leo, entiendo que dijeras: «Pues si a ti no te gusta, déjame en paz a mí, yo no te lo discuto, tú es que te crees que todo se puede discutir»; sí, te entiendo por fin al cabo de los años, de tantas discusiones exaltadas, de mi inútil tesón para mudar tu índole, tu apego a las raíces, al cabo de ese tiempo perdido que era tuyo porque diste refugio a tardes y mañanas que malversaba yo, por las que atravesaba sin fijarme. Yo no sé cómo hacías que, sin perder el hilo del discurso, casabas las palabras con el momento en que quedaban dichas, recogías el sesgo, la luz de aquel instante; iba compaginada tu atención al latín, a la historia del arte o a una charla cualquiera con el otro mirar al mismo tiempo con puntual cuidado árboles y tejados, el cielo, las personas, y aquella luz fugaz que los contorneaba se quedaba en tus ojos para siempre; recuerdo años más tarde, cuando te los cerré, antes de hacer el gesto, durante esos segundos de parálisis, con mis dedos allí sobre tus párpados muertos, pensé precisamente en aquel disparate de luz que te llevabas, en aquel hondo aljibe que a veces mi impaciencia te impidiera llenar: «Venga ya, te distraes, ¿qué miras?, no me sigues»; y tú te disculpabas: «Que sí, que sí, pero mujer, perdona, es pecado perdérselo, fíjate desde aquí en la puesta de sol, un momentito solo, la de hoy no se repite, fíjate qué colores», y yo llamaba a aquello, ya ves, interrumpir, tú decías que no, que algún día echaríamos de menos nuestro tiempo de jóvenes y que ese día lo éramos, que ser jóvenes era precisamente estar viendo aquel sol que se metía justo según hablábamos: «Se nos olvidará -decías- más pronto lo que hablamos que este sitio y su luz, la luz se queda dentro, luego sale en los sueños, ¿a ti no te ha pasado que te sale la luz?, es lo único que queda»; y qué razón tenías, no queda más que eso. Y era la luz del sol encima de la nieve o la de un flexo verde o de las nubes malva anidando en tus ojos lo que daba color a mis teorías, la recogía de ti, me pasabas la luz, te miraba y salían retahílas enteras, me embriagaba a tu lado protestando, rectificando el mundo de un modo que tenía por inédito y justo, nunca en mi vida he vuelto a hablar así. «Para abogado vales», me decías riendo; y otras veces también: «Salió la Pasionaria»; y la luz de aquel ámbito remansada en tus ojos sonrientes era la levadura de toda mi oratoria. Cuando no las recoge un mirar como el tuyo donde tomar el cuerpo y la sustancia, las palabras, Lucía, son un papel mojado, se busca una mirada que refleje la nuestra, sólo se busca eso, qué tarde lo he sabido, tenías razón tú, la tienes todavía, sí, sí, claro que sí…"