Pero es desesperante porque¿a quién se lo digo?, todo viene a destiempo, ahora le digo esto, Germán, cuando ya no me oye, como Miquel Hernández a la muerte de su amigo Ramón Sijé: "… a las desalentadas amapolas daré mi corazón por alimento". Menos mal que estás tú, llevo un rato mirándote, desde que me he acordado de esa canción francesa que sabe Dios de dónde me habrá salido a flote, y es que la veo a ella, Germán, no lo creerás. ¡Qué poder tiene el logos!, es eso, el "j'attendrai", según se desentierra, el que tiene virtud para tirar de ella, de tu madre son las palabras hermanas "jour et nuit" las que traen a la chica risueña de la foto que Colette escondió y la sientan ahí donde tú estás, aquí mismo a mi lado, y dentro de tus ojos se descubren los suyos, y ese gesto del cuello reclinado hacia atrás, esto, mira, esta línea desde la oreja al hombro es igual, es la suya, es lo más atrayente que tiene una persona querida para otra, frontera franqueable, distancia que mis labios podían acortar para hablarle al oído y mis manos también, llegarle a la cabeza: -"qué guapa estás peinada para arriba, pareces Nefertete"-, retirarle así el pelo de la cara, ver que lo tiene liso y suave como el tuyo y notar por la expresión de gato que pone, igual que tú, que le gustan mis dedos cuando se lo acaricio.
Nunca usaba champú, con jabón de cocina y fuera, en un minuto, cantando, haciendo bromas, ni bigudís, ni nada -"no hay que hacer caso al pelo, se pone vanidoso en cuanto le das pie"-, se lo secaba al sol, y las piernas al sol y los brazos al sol. No he visto criatura más demente del soclass="underline" que no se lo quitáramos, que no nos lo perdiéramos, siempre avisando como de un prodigio, que lo mirásemos brillar sobre la nieve y en los tejados y encima del río, le borraba las penas; "dejarme en paz de luna, yo soy gente de sol". Al sol la conocí, un día de noviembre; llegaba con retraso y bastante despiste al primer curso, entró en clase -"¿se puede?"-, era una chica nueva, entonces se notaba porque éramos muy pocos, de cara redondita con un abrigo azul, y al salir se acercó sin timidez ninguna, pero sin desparpajo; estábamos al sol contra la balaustrada, yo no la oí llegar, cuando ya estaba hablando la miré y así empecé a quererla, sólo lo que es directo se te mete en el alma a la primera. "Lucía Vélez me llamo, ¿lleváis muchos apuntes?, me los tendréis que dar si me hacéis el favor, yo vengo de Palencia", porque hablaba seguido siempre, como los niños, tenía por vacíos todos los circunloquios. Y los demás andábamos en puro circunloquio, pontificando siempre; y más que nadie yo junto con Julio Campos, mi ídolo de ese tiempo, el que está motivando todas las retahílas que me escuchas ahora, por no haberle encontrado antesdeayer. Pues Julio dijo entonces que tu madre era tonta, que le parecía tonta la chica de Palencia. Yo no llegué a decirlo porque había algo en ella que me desconcertó ya desde el primer día y me llevó a buscarle discusión, a querer arrancarle opiniones tajantes, empecé a irme con ella y a dejar a los otros, y Julio se extrañaba: "No pierdes pie a esa chica, yo no sé qué le has visto, si está como alelada". "Pues no es tonta, no creas, yo no la entiendo bien y me impacienta un poco, quiero saber qué piensa, pero de tonta nada, te lo aseguro yo". "Pues si cuando estáis juntas sólo se te oye a ti, no vaya a resultar que es que no piensa nada, Eulalia, pasa mucho, de esfinges sin secreto estamos más que hartos". Pero no, no era eso, es que tenía otra forma de dar las opiniones distinta de la nuestra, más llana; precisamente ni pretendía ser esfinge ni tener secreto ninguno, pero quedaba encima. A veces le bastaba con un gesto de asombro o de ironía, otras con un refrán -era muy refranera- o con una disculpa por no querer reñir, que lo veía inútil y agobiante: "Yo no lo entiendo así, qué quieres que te diga, no me hagas discutir, se saca poco en limpio, sobre todo porque te enfadas". Y tenía razón, yo me enfadaba mucho, demasiado, tendía a avasallar; y sin embargo -a Julio se lo dije- por mí no se dejaba avasallar la chica de Palencia, ni yo la fascinaba ni cosa parecida, decía que tener teorías tan firmes era igual que ser rico, que no te quiten la razón, que no te quiten el dinero, vivir alerta siempre contra un posible asalto, que ella no tenía miedo a no tener razón y yo en cambio tenía demasiado.
Y era verdad, desde luego. Pasaba entonces "por una etapa de feminismo furibundo y estaba orgullosa de mi excepcionalidad y mi rebeldía frente a la postura acomodaticia de las otras chicas de aquel tiempo que sólo pensaban en ser como sus madres y no tenían interés por nada. Pero lo curioso es que ella sí lo tenía, le interesaba todo con pasión, y cuando decía que se encontraba muy a gusto siendo mujer y que no se cambiaría por un hombre en la vida, no lo decía de un modo resignado e inerte sino positivo, triunfal, era algo que le salía del alma, no hablaba como repitiendo una lección aprendida de nadie sino que sonaban sus palabras a una cosa que se ha pensado muy en serio y a solas, y decía que le gustaría tener hijos y enseñarlos a leer y a jugar y a echarle imaginación a la vida y a ser libres y… "Claro -le interrumpía yo- y con ese noble pretexto dejar la carrera y los estudios." "Dejar o no dejar, eso ya se vería." "En España, Lucía, no cabe compaginar, lo sabemos de sobra, o eres madre o te haces persona." Pero a ella le escandalizaba aquella alternativa tan dogmática, le parecía una clasificación de libro de texto malo; se podía inventar algo distinto de lo que veíamos a nuestro alrededor, y eso era lo apasionante, una forma de ser madre que no tuviera por qué excluir la de seguir siendo persona. ¿Por qué razón el concepto de madre iba a ir inevitablemente unido a quejarse y suspirar o a tiranizar o a seguir rutinas?, ¿por qué?, era una dedicación en la que estaba todo por hacer y requería más ánimo y más imaginación que ninguna; que ella, si podía, la compaginaría con otras, pero que si no, no iba a llorar por eso, ya me avisaba de antemano cuál era la que iba a elegir. Y a mí me desesperaba oírle decir aquello con tanta serenidad y convicción, porque el latín y el griego se le daban de maravilla, hubiera llegado a ser una lumbrera en clásicas, con ella cualquier pega se resolvía al vuelo, todos acudíamos a consultarla y Fuentes Soler, que era un hueso y nunca había reparado en ningún alumno, le pidió ya en segundo que le ayudara por las tardes en el seminario a una edición de Esquilo con notas que estaba preparando, y ella que sí, que bueno, pero ni lo tomaba como mérito para el futuro ni se enorgullecía ni nada. A mí me pareció una catástrofe que se casara antes de acabar la carrera, me llevé un disgusto de muerte y le eché toda la culpa a Germán. Pero no se trataba de culpas, en el fondo era algo que se veía venir desde la primera tarde que la traje a merendar a casa y lo conoció: se vio que era la única persona capaz de aguantar con alegría y paciencia a un ser tan egoísta y, por supuesto, que él iba a abusar. "Tu hermano está muy solo", me dijo al día siguiente; y me quedé de piedra. ¿Sólo? ¿que estaba solo? Era el chico más popular de Derecho, delegado de curso, siempre amigos llamándole, y chicas no tanto porque no era costumbre entonces, pero salía con todas las que quería, un éxito que tenía tu padre de joven que no te haces ni idea. Y ella me dijo: "Claro, por eso te lo digo, los hombres vanidosos no hablan nunca de verdad con nadie, no miran, no escuchan, ¿quieres soledad mayor? En mí ya lo sé que ni se ha fijado, pero yo quisiera ayudarle a no estar tan solo". Aquel día no me atreví a preguntarle que si le gustaba, pero poco después, como seguía hablando de él y ya se conocían algo más, se lo pregunté con cierto recelo, pensé que quizás iba a molestarle, pero me contestó con toda naturalidad: "Sí, claro, mucho, me gusta muchísimo, pero sobre todo creo que me necesita". Yo le dije que estaba loca, que ella valía cien veces más, que no se metiera a redentora con un ser como Germán y le exageré sus rasgos de agresividad y de golfería, que no eran tan acusados tampoco, pero sólo conseguí sonrisas de comprensión por parte de ella y la repetición de su aserto fundamental, que estaba muy solo, que los seres agresivos lo son porque no han querido nunca a nadie de verdad, y remataba con el colofón de que el amor es lo único que cambia y hace vivir a las personas. Cuántas veces, en las pausas del estudio, nos habremos enzarzado en discusiones, a partir de entonces. Ahora, al cabo del tiempo, si me paro a pensar, me quedo sorprendida, porque es que discutíamos más que nada de amor y además era yo generalmente, a pesar de mi tono desdeñoso, la que sacaba el tema a relucir: qué horror enamorarse, lo veía anticuado, inaceptable. Del caos de novelas de mi infancia había trepado luego a otras lecturas y el veneno bebido en aquellas historias clandestinas lo había relegado a zonas subterráneas y malditas de las que renegaba con implacable ardor. Un día trajo Julio