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mismo día que entró en Madrid a reinar Alfonso XII, es Capricornio, no sé de qué año sería la muerte de ese abuelo; me decía de vez en cuando: "¿estás ahí?, no te vayas, ¿estás, verdad?", y alargaba la mano, no me la alargaba a mí, ya lo sé, la agitaba en el vacío, tal vez como homenaje póstumo a su abuelo desde el balcón que rememoraba, pero lo cierto es que solamente al toparse con mis dedos se le rehacían los relatos que empezaban a desbaratarse y la voz se le tranquilizaba; luego ya se durmió y yo no me podía sosegar hasta que saqué esos libros y me puse a mirar las estampas pasando por alto los folletines que tanto me hicieron latir el corazón de pequeña y entresacando en cambio las noticias que entonces despreciaba; la política, qué poco importa cuando eres niño, ni la historia, no entiendes lo que es, sólo gustan los santos, gente a caballo, barcos, señores de levita, mirar los santos, eso sí, eso fascina, esas viñetas de entremedias se me quedaron encoladas para siempre a las paredes del desván que tenemos detrás de la retina, y con qué solidez, anoche me di cuenta según reaparecían; eran como compases en el afán con que iba yo tratando de poner algo en orden, para aplacar mi insomnio, las fechas de la historia de finales de siglo, mientras situaba entre ellas otra pieza minúscula, la historia de esta casa, colocándolo todo con esmero, como cuando se vuelven a arreglar los papeles de un cajón donde alguien ha metido la mano a la desesperada; y me dieron las seis de la mañana a vueltas con inventos, empeños y episodios de ese tiempo que sentía a punto de precipitarse hacia una vertiente inúticlass="underline" acalorados debates en el Parlamento, inauguraciones de ferrocarril, inventores, pintores y poetas mirando hacia el futuro, el desastre de Cuba, el final de la tercera guerra carlista y los arcos engalanados que pusieron en la calle de Alcalá para recibir al rey, vistas de Santander, actrices y gitanos, soldados y bandidos, la mujer barbuda, Castelar, sueltos por el cuarto como una bandada de pájaros vivos, y yo con la tarea de verlos volar y recogerlos y de que ninguno se escapase, una tarea que sólo tenía sentido porque de vez en cuando me asomaba ahí a la alcoba y Juana me hacía señas de que no con la cabeza, igual que ahora hace un rato, ya lo has visto, señas de que todo sigue igual, de que respira todavía; aunque en este momento no podría decir si son esas historias las que se nutren del hilo suyo de respiración o sucede al revés, que mientras las atice y atienda alguien aquí a cincuenta pasos de su cama es ella quien no tiene más remedio que seguir respirando. Con las cartas y los retratos del baúl que trajimos ayer en la ambulancia pasa lo mismo, son su memoria, su referencia a la vida; no hubo manera de dejarlo en Madrid y no sabes qué viaje, a cada momento sobresaltada que dónde tenía el baúl, empeñada en que lo había perdido, queriéndolo tocar, y aquí al llegar, igual; fue un triunfo acostarla en esa cama tan alta sin meterle el baúl dentro con ella, como pedía, una lucha horrorosa, ella que sí y que sí y nosotras que no, porque es que no se puede, porque habría cogido media cama. Pues bueno, a pesar de la incomodidad de tenerle que estar subiendo y enseñando a cada rato ese armatoste, que no sabes tú lo que pesa, más que un matrimonio mal llevado, peor es lo que ha pasado hoy desde media tarde, algo atroz, que no ha vuelto a preguntar por él; te digo de verdad que cuando se lo nombré por última vez y no reaccionó, cuando se lo acercamos entre las dos y en vez de besarlo y acariciarlo dijo: "quita", y lo apartó con la mano, pensé: "aparta su propia memoria", fue la muerte, palabra, me dije eso: "la muerte, ahora sí que está aquí, esto es llegar la muerte", porque es que la sentí planeando lo mismo que un buitre. Yo ya sabía que la abuela se moría, cómo no lo iba a saber, pero qué diferencia oír el aleteo de la muerte misma, la diferencia entre pensar las cosas y sentirlas, que se te presenten, ¡ras!, sin aviso, aquí estoy, rasgando esa niebla con que las mantenías a distancia, aisladas en la mente. "Se muere -le dije a Juana-, se muere dentro de un rato, no lo quiero ver", y me entró una angustia que no paraba aquí, tuve que echarme al monte en plena tarde, a las seis, con un calor de prueba, y venga a trepar, ciega, sin saber dónde iba, como en las escapadas infantiles que lo único que sabes es que no quieres volver, tan fuerte era el arrebato que me he perdido, y el miedo que he pasado después de puesto el sol para qué te lo cuento, he tenido un encuentro pavoroso, así venía de desencajada que a ti es que ni te he visto al entrar, te lo juro, veía sólo a la Muerte, a la Muerte en persona, porque me la he encontrado, ahora ya te lo digo, al llegar no podía, te pido que me creas, no me mires así, me he encontrado a la Muerte arriba en esos riscos, al caer ya la noche, montada en su caballo, sí, Germán, a la Muerte, no podía ser otro personaje, te lo voy a contar. Iba trepando yo, ciega como te digo, orientada tan sólo por el deseo pánico de largarme de aquí, de no estar en la casa cuando llegara a ella la Muerte a visitarla. También murió mi madre en ese mismo cuarto hace ya muchos años; estaba yo en Grenoble, en una residencia de estudiantes, recibí el telegrama y allí petrificada, sin poder ni llorar, lo que pensé primero fue que por qué puerta de las tres que hay aquí habría entrado la Muerte, de qué monte bajado y por qué vericuetos, y me imaginé precisamente las malezas del Tangaraño, antes según lo escalaba me iba acordando de eso y de que mamá se figuraba siempre a la Muerte con mayúsculas como un personaje literario; decía que a la casa donde hay un moribundo llega en cierto momento el día de su muerte un personaje oscuro en quien nadie repara, alguien que vende algo, que pregunta unas señas, que ha perdido el camino o pide pan, y que después de irse el buhonero ése, caminante o mendigo o lo que sea, el corazón del enfermo ya tiene los latidos contados; y así iba pensando en mamá mientras trepaba, en que no he dejado nunca de creer un poco en estos cuentos suyos, tratando de revivir la expresión convencida y seria que ponía cuando nos los contaba, y eso me llevaba a caer de nuevo en la obsesión inicial de mi paseo, o sea a recordar el baúl, porque seguramente entre tantas imágenes y papeles inservibles guardará alguna foto antigua de mamá y pensaba buscarla cuando bajara a casa, pero al mismo tiempo pensaba también que ahora todavía hay alguien a quien le importa ver esa foto y conservarla, alguien capaz de reconocer una determinada figura, aunque esté borrosa o en un grupo de gente que no se sabe quién es, yo a mamá la conozco entre miles, también si aparece de joven o de pequeña, tantas veces me ha enseñado fotos de distintas épocas de su vida, pero pensaba, claro, que cuando yo me muera, si algún sobrino mío hereda ese baúl no sabrá distinguir el rostro de su abuela, se fijará a lo sumo en los volantes del traje, en los rizos del peinado, como si viera esa imagen en una enciclopedia de la moda, y pensé en Marga y en ti, como es natural, mis sobrinos carnales preferidos, serían las ocho o por ahí, bien lejos estaba yo de pensar que venías de camino, pensé "qué pena que los niños de Germán no conocieran a mamá, qué falta les habría hecho ella cuando se quedaron huérfanos", me di cuenta de que mamá habría sido una abuela muy simpática, pero además yo es que en eso he cambiado mucho, me he pasado años echando pestes contra la familia, pero desde hace poco le veo su sentido, además, sean como sean, te crees que los has borrado de un plumazo y te siguen influyendo lo mismo, yo con la abuela me llevo mal y a veces es insoportable, pero aquí estoy y me alegro de haberla conocido, en el fondo al que no ha conocido a sus abuelos yo creo que le falta algo. Pero con esto de pensar en el baúl se me amargaba el paseo, era como caer en un remolino fatal, en la amenaza de esa herencia irremediable y abrumadora, de la cual no me podía escapar por muy de prisa que trepara, porque una cosa es subir un monte sudando y otra muy distinta que se desintegre el contenido de un baúl; los cambios de lugar nunca han servido para descartar las ideas fijas, y así me pasaba a mí esta tarde, que a cada paso que daba monte arriba más sentía la agonía de la abuela como un tropezadero en mi respiración, más actualizaba su tránsito -"ahora, seguro, ahora"-, y a fuerza de sentir que aquel aire a ella ya no le entraba en los pulmones y de apretar el paso, jadeaba ya más que respirar, hasta que a cierta altura vi que estaba extenuada, que casi me caía y me senté sudando en una piedra. Fue cuando me fijé por fin en lo que me rodeaba como buscando sosiego en la contemplación del paisaje; el sol ya se había puesto y reparé con susto en que no conocía aquel lugar por más que lo mirase. Perderme yo en el monte ése de atrás, por maleza que tenga, por leyendas que le echen al santuario en ruinas de la cumbre y por años que lleve sin venir a pisarlo es algo inconcebible, completamente absurdo; lo he añorado mil veces, lo he querido olvidar, lo he suplido con otros mucho más grandiosos y nombrados, altas cimas a las que se sube en funicular, todo en vano: se superpone inesperadamente a los demás paisajes, aparece en mis sueños, decora mis lecturas, me lo sé palmo a palmo, de la infancia es inútil renegar, es mi tierra, Germán, mi verdadera patria, tal vez sólo mamá llegó a sentirlo suyo como lo siento yo, igual de montaraces hemos sido las dos, cabras del Tangaraño y de sus riscos. Me acuerdo que en la guerra fui con ella a escondidas varias tardes a llevarles comida a unos rojos del pueblo que andaban escondidos por política, los maquis los llamaban, y yo no lo entendía porque eran el Basilio y el Gaspar, amigos de la infancia de mi madre; se los encontró un día ella por lo intrincado estando de paseo, ya cerca de las ruinas, salieron de repente, se hincaron de rodillas: "Ay, Teresa, por Dios, no digas nada a nadie de que estamos aquí, pero sube otro día y tráenos de comer, nos morimos de hambre", y a nadie se lo dijo, sólo a mí, ni la familia de ellos ni nadie lo sabía en qué lugar paraban, pero a mí me lo dijo, me dijo "es un secreto" y sabía seguro que yo se lo guardaba. "A la niña la traigo para no venir sola, pero ella es como yo", les explicó la primera tarde que fuimos, y a mí me había ido advirtiendo por el monte arriba que tenían barba de mucho tiempo y la ropa muy rota y que por eso les llevábamos unas mudas además de comida, que vivían en el hueco de una peña como bichos y que casi no los iba a conocer, que no tuviera miedo, pero sí, miedo iba a tener yo, una novela es lo que me parecía tener aquel secreto a medias con mamá y escaparnos las dos al monte en plena tarde y coger cosas de la despensa a espaldas de la abuela; llegábamos arriba con nuestros paquetes, merendábamos con los hombres aquellos del monte, nos preguntaban un poco por mi padre y el tuyo que estaban en Barcelona, o creíamos eso por lo menos: "¿sabes algo del marido y del niño?", y no, no sabíamos nada, pero me parece que lo preguntaban un poco por cumplir, que mi padre aquí en este pueblo nunca fue simpático a nadie, le llamaban el profesor; suspiraban: "es que esto es una catástrofe, Teresa, una catástrofe", y ella les daba noticias que yo no entendía de la marcha de la guerra, incluso alguna vez les subió periódicos, y cuando nos íbamos nos besaban mucho y solían llorar; ni siquiera en el cine había visto llorar yo a hombres así con barba tan hechos y derechos y soñaba con ellos, inventaba oraciones en la cama para que se salvaran, uno no se salvó, le pillaron de noche aquel invierno unos guardias civiles merodeando el pueblo y se murió del tiro, ahí bajando a la fuente; el Gaspar escapó, a Francia me parece, y pasada la guerra su mujer nos mandaba aguardiente de yerbas por la Virgen de Agosto; la primera borrachera que me cogí en mi vida fue con ese aguardiente la noche de Santiago en una fiesta que hubo aquí en casa, fue también la primera vez que me besó un chico, el Genín, un sobrino del maestro, abajo en el parque, luego me daba siempre mucha vergüenza verle y el sabor del aguardiente de yerbas lo aborrecí para toda la vida. Ya ves cuántos recuerdos me trae a mí ese monte; antes, sentada arriba, tiré de todos éstos y más, de muchos más, los convoqué a propósito y me agarraba a ellos igual que a un clavo ardiendo por ver si conjuraban mi extrañeza y si eran capaces de hacer volver la tierra a su ser familiar, de desencantar el paisaje y mostrármelo en su fisonomía verdadera, pero nada, era desesperante, cuanto más miraba: aquel lugar, menos lo conocía, no lo había visto nunca, y a todo esto la tarde cayendo, invadiendo el ambiente con una luz apagada entre gris y cárdena y yo ya sin poderme ni mover de miedo, porque era miedo, sí. Soy yo poco miedosa y además me he sentido perdida muchas veces, como comprenderás, pero bueno, en las calles de alguna ciudad nueva, al despertar de pronto mirando las paredes de un hotel que nada te consiguen evocar o a lo largo de fiestas de esas desenfrenadas que te arrastran girando por locales absurdos, por casas de gente rara a la que nunca vas a volver a ver, eso es normal, pero perderme ahí, en pleno Tangaraño, lo miraba y pensaba: "¿pero también aquí?, ¿pero será posible que hasta por lo más firme el suelo pueda hundirse debajo de los pies?, pues qué nos queda entonces, apaga y vámonos", y estaba en esto cuando oigo de repente en medio del silencio un crujido especial, inconfundible, los cascos de un caballo, pero muy cerca, al lado, no de eso que se viene un caballo acercando de lejos poco a poco, no, que ya estaba allí, y salió por la izquierda de entre unos matorrales, me pasó por delante de los ojos atónitos como a cámara lenta: era un caballo negro, de tamaño muy grande, y encima iba un jinete con un sombrero raro y unas ropas oscuras, dormido o desmayado, no lo sé, pero boca abajo y los brazos así colgando inertes a los dos lados de la crin; la cara no se le veía, se la tapaba el ala del sombrero que era muy grande, negro, parecía medieval, el sombrero era lo peor, y el caballo iba despacio como con miedo de que el hombre se le cayera, digo yo que sería un hombre, por lo menos no iba montado a mujeriegas, no sé qué tenía, pero era una figura terrible, te lo estoy contando y, míralo, se me pone la carne de gallina, ¿no ves?; pasó a una distancia como de aquí al piano, te lo juro, lo vi perfectamente, pero lo dejé de ver en seguida, demasiado en seguida, se perdió monte abajo y cuando me quise dar cuenta se acabó, se le había dejado de oír, no sé el tiempo que pasaría hasta que fui capaz de levantarme a ver si había soñado, a mí me parece que fue poco, pues ya nada, ni rastros de su presencia, me subí en unas rocas que había cerca para otear mejor y ni se le veía ni se le oía, silencio sepulcral, la noche encima, el olor de los pinos, las estrellas que empezaban a hacer guiños y la luna subiendo como un globo naranja, el único ruido el de los grillos, nada más, del caballo ni sombra ni rumor; menos mal que pisando aquel grupo de peñas me di cuenta de que era el promontorio que una tarde tu padre bautizó "de los locos" y que se ve desde la balconada trasera de esta casa, o sea que, por lo menos, me había orientado, dominaba de pronto perfiles conocidos, veía muy abajo las luces de la aldea temblonas y dispersas y el tejado de aquí, así que me escurrí sin pérdida de tiempo a buscar el atajo que trae aquí directo, me he lanzado por él ya de noche cerrada, sin mirar a los lados y más muerta que viva, a la carrera, tenía que ganarle minutos y terreno a la Muerte a caballo que tal vez me venía pisando los talones; dirás que no lo era, que sería algún hombre dormido o un borracho, podría serlo, de acuerdo, la razón sale siempre al quite en trances como éste para paliar su cara espeluznante, yo misma me he venido inyectando razón según saltaba piedras y zarzales, pero, Germán, ¿de dónde venía ese jinete, a ver, y adónde iba?, si no es paso de caballos ese monte ni lo puede ser nunca, si es tanta la pendiente que casi te despeñas incluso yendo a pie, y cómo luego desapareció, cómo pudo esfumarse, y me dirás también que fue alucinación y que he visto visiones, no te digo que no, podría haberlas visto, y además, mira, vamos a dejarlo, ya prefiero admitir yo también que las vi y no darle más vueltas; sólo sé que la culpa la ha tenido