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Les liaisons dangeureuses, su padre es escritor y en casa tenían libros que circulaban poco por entonces; me bebí aquella historia con deleite, fue una revolución, la que estaba esperando. Lacios pulverizaba el concepto de amor arraigado en Occidente, su heroína lo era por revolverse contra lo sublime, contra aquellos modelos ancestrales de conducta amorosa, al atreverse a demostrar que la única verdad del amor radicaba en su trampa; hice mi catecismo de aquel libro y de allí en adelante la señora Merteuil cínica, descreída, artífice de su propio destino, destronó a las mujeres de la raza de Adriana, palpitantes de amor, luchando entre deseo y raciocinio, y me dejó suspensa que tu madre, cuando accedió por fin a leer la novela, se encogiera de hombros: "El libro está bien escrito, eso quien te lo niega, pero, chica, que el triunfo de las mujeres consista en tenerse que volver tan liantes y antipáticas como la tal madame, para semejante viaje no habíamos menester alforjas". Yo me solivianté; ¿antipática?, ¿que era antipática madame de Merteuil?, y ella sin alterarse, con voz de broma: "Pues sí, muy antipática, pero además, Eulalia, qué más da, no hagas proselitismo, a mí, por ejemplo, me parece bastante simpática santa Teresa, pero no se me ocurre andar repartiendo estampitas, lo malo es tener santos, ponerlos en altares, yo no quiero ninguno". Pero yo necesitaba ídolos, eso era verdad, para mí, madame de Merteuil por aquellos años fue una especie de acompañante mágico, me dio el espaldarazo. Mamá ya estaba delicada por entonces y seguía pendiente de todos los caprichos de papá, sumisa, disculpándole siempre; yo eso no lo podía soportar, era una imagen de futuro que rechazaba, quería largarme de viaje, vivir sin ataduras, que nadie me mandara, tomar el amor como un juego divertido que se deja o se coge según cuadre, pura palabrería, enredo, narcisismo, se levanta uno de la mesa cuando quiere, tira los naipes sobre el tapete y a otra cosa; ceder al otro amor con mayúsculas, a ese que hace sufrir y que enajena, sería someterse, perder el albedrío, y sólo de uno mismo dependía el rechazo, simplemente de mantener la cabeza clara; yo, después de maduras reflexiones, había decidido no enamorarme nunca y estaba segura de lograrlo. Tu madre se rió la primera vez que me lo oyó decir: "Vaya declaración, como si te fuera a servir de algo, eso no se decide". A veces, a pesar de su simplicidad, me dejaba intranquila. "¿Y por qué no?, ¿por qué no, vamos a ver?, se puede decidir". Se encogió de hombros: "Bueno, de dientes para afuera bueno; también puedes decidir no morirte". No, no era lo mismo, contra la muerte no había manera de luchar, pero contra el amor, sí. "¡ Ah, vamos! -dijo ella-, luchando vaya gracia, así sí, pero tener que pasarte la vida a la defensiva, ¿no te parece perder el albedrío?" Me tocó bastante en lo vivo aquel razonamiento que no me había atrevido nunca a hacerme y del que luego me acordé en muchas ocasiones, me vi al acecho para siempre con la espada levantada contra el fantasma del amor por alcanzar la utópica gloria de ser libre. Precisamente aquel verano tenía un pretendiente que me gustaba mucho, un tal Luis Burgos, y pensaba en él con los ojos abiertos de noche en la cama, echando de menos, a mi pesar, el consuelo de poder confesárselo a Lucía. Ella había venido a pasar unos días con nosotros a un hotel de Zarauz y dormíamos juntas, es el mismo verano de esa foto que tanto te gustaba a ti de niño, íbamos a Guetaria en bicicleta, me hablaba de Germán; él estaba en el extranjero y mamá a Lucía la quería mucho, se notaba que daba su visto bueno a aquellas nacientes relaciones. También Luis Burgos le gustaba a mamá para yerno, estudiante destacado de ingeniería, buen porvenir, familia conocida; pero a mí todos aquellos noviazgos tácitamente fomentados al calor de las familias me espeluznaban, y el propio Luis de manera de ser me espeluznaba un poco, su forma sistemática de escribirme, de mandarme flores, de pedirme relaciones en plan formal, jugar no le gustaba; les gustaba poco jugar a los chicos de ese tiempo, ahora jugáis siempre, tal vez incluso demasiado, no sé, puede haberse institucionalizado el juego y hasta ser ya aburrido, juegos demasiado fáciles e intercambiables, eso que decías tú antes, casuales, que no se les ve el hilo, pero entonces es que no había opción ni manera de probar a jugar, yo no sé si sería cosa de la posguerra, del miedo al riesgo que nos inculcaban en nuestras casas a todas horas, de tantas prohibiciones, de aquel vivir precario y encogido, como en sordina, lo cierto es que había poco margen para la indeterminación: "Date por vencida: o novios o nada", era un sambenito temeroso la palabra novio sobrevolando cualquier apretón de manos, cualquier posible amenaza de beso o aquella inolvidable languidez que se apoderaba del cuerpo al son de los boleros. Y yo me cocía en las ganas insatisfechas de jugar, de que no fuera ni que sí ni que no, me encantaba aquella canción de "tú siempre me respondes quizás, quizás, quizás", ¿para qué dejar las cosas claras?, novios, casarse, ¡qué horror!, el viaje de novios con la maleta llena de vestidos, las fotos en París o en Venecia y luego los domingos en familia y los niños, una nube de niños blanquísimos y crudos como verrugas, tan monos con sus lazos diciendo "mamá". Y sin embargo a mí el ingeniero aquél me atraía mucho, alto, ojos grandes, una forma especial de inclinarse bailando para hablarte cerca del oído, serio, muy varonil, como se decía entonces; se decía con su pizca de alarde porque la palabra varonil, al fin y al cabo, aludía al sexo, no era lo suficientemente recatada y aséptica. Luego lo he vuelto a ver alguna vez y está lleno de hijos, ha engordado, fatal, iba para casado respetable; yo le desconcertaba, creo que precisamente porque sólo le hacía caso a medias, pero como no me sabía comunicar bien su ardor, también él me intrigaba a mí: ¿qué clase de ardor sería el suyo?, ¿o es que no lo tendría?, tal vez fuera eso. Y aquellas noches en Zarauz tenía que acabar por confesarme que si me decepcionaban sus cartas era en definitiva porque hablaban más que nada de proyectos, de casarse, me disparaban comparativamente a mis apasionamientos solitarios de la niñez y comprendía que no tenían nada que ver con la historia de Adriana, es decir, que aquellos cánones de pasión de los folletines seguían vigentes en cierta manera, por mucha madame de Merteuil que hubiera intentado venir a triturarlos. Lucía me preguntaba a veces: "Pero bueno, ¿te gusta o no?", "no mucho", "pues déjalo, le estás haciendo sufrir", "¿de veras?, ¿tú crees que sufrirá?", y ella me reñía, me llamaba coqueta. A mí eso de ser coqueta por una parte me halagaba, prefería hacerle sufrir a sufrir yo, a suspirar pendiente de una carta y a perder las ganas de bailar más que con el ausente cuyas noticias se esperan; pero por otra, cuando veía a tu madre mirando el mar distraída con ojos soñadores, revivía las dulzuras entrevistas antaño a través de las novelas leídas en Louredo, y el resultado era muy complejo porque aquella especie de envidia inconfesada que me despertaba el ensimismamiento de mi amiga me volvía agresiva contra ella. "Eres tonta -la amonestaba-, te está metiendo en la boca del lobo, Germán tendrá miles de chicas en Alemania"; porque él no la escribía casi nunca. "Y a mí qué me importa, ninguna le puede conocer ni querer como yo, de eso estoy bien segura." "Pero no se te ocurra decírselo, cuando le escribas dile que sales con chicos tú también, es la mejor táctica"; y ella me miraba con pena: "Táctica, Eulalia, qué cosas dices, ni que estuviéramos en guerra". Siempre terminaban igual aquellas discusiones, las zanjaba ella con una frase firme y concluyente: "Mira, de verdad, déjame, yo sé muy bien lo que quiero".