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ión el cuarto nuevo. Un día me decidí a insinuarle a la propia Colette que a mí no me gustaba que me separasen de mi hermana, pero era una protesta tímida, el derecho al pataleo; la hice con poca convicción porque de sobra comprendía que a la propia inventora de la reforma no la iba a convencer de su inutilidad, esto sin contar con que el día en que por fin me atreví a decírselo ya estaba la casa llena de carpinteros y ella por allí dando órdenes como el pez en el agua; casi ni me escuchó, tenía una forma muy molesta de fingir atención que era acariciarte el pelo con las uñas puntiagudas mientras hablaba con los demás y dejaba en suspenso tu pregunta, lo cual obligaba a repetírsela una y otra vez, ya he visto luego que eso es muy frecuente en señoras, pero mamá nos tenía muy mal acostumbrados, nos atendía siempre a la primera interrumpiendo lo que fuera para escucharnos, claro que yo de eso ya me había despedido, con que esperé con mi santa paciencia a que Colette terminara de hablar con los operarios aquéllos y por fin a la tercera vez me miró y dice con toda normalidad: "¿Que por qué cambiamos a tu hermanita a otro lado?, pero hombre, ya os lo dije el otro día, ella es una nena y tú un niño, no duermen juntos las niñas y los niños". "Pues sí duermen juntos, nosotros hemos dormido siempre juntos." "Ya, pero no pensarías seguir toda la vida así." "Yo no pensaba nada, yo estaba bien." "Pregúntale a tus amiguitos y verás, ningún niño duerme con sus hermanitas." Se me había quedado mirando con triunfo, como si aquella ocurrencia súbita dirimiera cualquier objeción, son de esas frases que no te convencen de nada, que simplemente te aburren y te apagan las ganas de continuar la controversia de puro salirse del tema a base de vaguedades; ¿pero qué amiguitos?, siempre comparando con los demás, con gente abstracta, estaba tonta, no se podían resistir aquellas razones que ni tenían lógica ni tenían imaginación, hubiera sido preferible que dijera: "A los niños que no aprenden a dormir solos les salen chispas del pelo y algunos días se vuelven murciélagos", o no sé, cualquier bobada así, como las que nos contaba Rosa, aquella cocinera tan bruta que tuvimos, que no te convencía de nada pero por lo menos te divertía con cuentos y chismes de su pueblo y admitía todas las preguntas que le quisieras hacer hasta el infinito, al contrario, lo que te agradecía es que no le dejaras de ir nunca tras la pregunta ni te marcharas de la cocina o de su cuarto, mil veces mejor las criadas que las institutrices, otra viveza, otro cariño, ni comparación; pues nada, que le preguntara a los amiguitos, ya ves tú. Y lo malo es que se salía con la suya, que aquellas razones para algunos eran válidas porque yo les pregunté luego a muchos chicos en el colegio y resultó que ninguno dormía con sus hermanas, cosa que encontraban natural y hasta algunos se rieron con malicia: "Ya dormirás con tu mujer cuando te cases", y recuerdo que es la primera vez que me rondó un deseo que más adelante había de fatigarme mucho, lo vi muy claro, como un fogonazo, quería ser mayor para casarme, no para tener una carrera como papá ni para dejar de tener miedo al caer la noche ni para fumar ni para nada de eso, sólo para poder casarme, para que me permitieran llevarme a la cama a una chica que no tuviera prisa, para meternos los dos a hacer juegos debajo del embozo, alguien que supiera bien hablar y jugar y escuchar, que me escuchara sin decirme "ya basta", porque para mí entonces estaba ya más que clara una cosa: poder hablar era quererse, y antes de que los primeros hormiguillos de la pubertad se empezaran a hacer insoportables ya había asociado la idea de amor a la de conversación y se me han quedado unidas irreversiblemente como la uña a la carne. Así que me aguanté y me preparé a esperar pacientemente la feliz coyuntura de que el mundo me diera permiso para acostarme con una niña sin que fuera pecado; el matrimonio empezó a parecerme una solución maravillosa, y a pesar de lo distante que lo veía, pensaba que bueno, que por lo menos había esperanza, lo malo es cuando no la hay ni siquiera a largo plazo; pero en el entretanto no sabes lo que echaba de menos a Marga, su respiración allí en la oscuridad, entonces me di cuenta de lo que la quería, de la compañía que me hacía antes cuando dormíamos mesilla por medio, simplemente saber que la podía llamar, encender la luz y verla dormida tan acurrucada y tan mona con su osito en los brazos, eso se había acabado. Algunas noches me iba a su cuarto de puntillas, me metía en su cama y la besaba mucho rato, le decía: "¿Quieres que nos contemos cuentos?", porque en el fondo es a lo que había ido, a hablar con alguien, las caricias no me bastaban; pero ella, cuando le tocaba contar era lenta y simplona y cuando me tocaba contar a mí no me interrumpía nunca porque se dormía en seguida con la cabeza hundida en el cuello del osito famoso que tanto quería, todavía lo tiene despeluchadísimo y tuerto, Mojandrían, yo no me daba cuenta de que se había dormido hasta después de bastante rato y me indignaba mucho que me hubiera dejado encandilarme y tomar altura sin avisarme de que me estaba dejando solo con mi palabra contra el vacío, de un segundo a otro, zas, caía como un tronco, y ahora comprendo que la pobre no tenía la culpa pero entonces no lo podía comprender, pensaba que eso se avisa, que era una traición por la espalda, nadie me sacaba de ahí; y lo gracioso es que todos los días me sorprendía como si fuera la primera vez que me lo hacía, que total no me hacía nada porque su sueño no estaba dirigido contra mí, pues yo nada, me cogía unos cabreos impresionantes, me sentía ofendido en mi oratoria que desde luego era una mezcla de Poe y los hermanos Grimm, no sabes tú el fuego y el esmero que ponía en aquellos cuentos que inventaba para Marga, nunca aprendía a ser más parco, y quería saber por lo menos cuánto tiempo llevaba hablando solo "¿Te has dormido, di? ¡Di! ¿Cuánto tiempo llevas dormida?", es desesperante hablar al aire, el mayor desprecio que te pueden hacer, yo comprendo que la gente que quiere hablar y no tiene con quién se vuelva medio loca como esos pobres rollistas viejos que andan a la deriva por las tabernas buscando víctima, pero casi es peor, a fin de cuentas, el desengaño de contar con un oyente que incluso puede haber sido él quien te haya metido en la danza de que le hables y de pronto notar que ha echado el cierre y no te está oyendo nada, es para perder los estribos, cuántas veces me ha pasado eso luego ni te digo, cada día pasa más, y siempre que me vuelvo a ver en una situación así me acuerdo de aquellos cuentos que le contaba a Marga y que se desperdiciaban miserablemente; ni siquiera me decía cuánto tiempo llevaba dormida, me volvía la espalda ya descaradamente, y tanta rabia me daba que no contestara que llegué a veces a sacudirla fuerte, porque es que en casos así yo comprendo hasta la agresión a mano armada, y ella lloriqueaba entre sueños: "Déjame, que me dejes", el chantaje de siempre, ya salía otra vez lo del ser débil que había puesto papá bajo mi cuidado; desde luego era muy pequeña, tres años de diferencia a esa edad se notan mucho; total que encima me volvía a la cama con mala conciencia y más solo que antes, pero además teniendo que ocultarme como si viniera de hacer algo feo porque para Colette el ir yo al cuarto de mi hermanita por las noches era un acto reprobable en sí mismo. Una noche me vio salir de allí llorando y le tuve que explicar que le había contado a Marga un cuento muy triste y entonces se puso a reñirme porque a la niña no había que hacerla llorar nunca bajo ningún pretexto, y ya entonces estallé: "Pero si ella no llora, ella se duerme, por eso lloro yo"; se quedó callada y luego en mi cuarto, mientras me arreglaba las sábanas, me preguntó ya con voz más dulce: "Pero dime, ¿por qué era triste el cuento?", la miré y creo que es la única vez en mi vida que he sentido la tentación de abrirle mi corazón a Colette porque lo sentía estallando, pero la vi allí erguida y tan compuestita con esos ojos que tiene que de puro claros son insípidos, y sólo conseguí decirle que era triste porque salía un hada que tenía la cara de mamá y nos miraba a Marga y a mí sin conocernos, nos daba golosinas y juguetes en una fiesta campestre y nos acariciaba, pero todo sin conocernos, como a otros niños de los que había divirtiéndose por allí, o sea que le conté un poco el cuento también a Colette, y bueno, por lo menos esa vez se me quedó mirando como si hubiera comprendido algo, aunque luego, al apagar la luz, lo echó todo a perder con la coletilla que solía usar para dejar claras las posiciones respectivas: "Pero bueno, no tienes que hacer caprichos, eso no, ya eres un hombrecito". A mí este diminutivo se me había hecho insoportable, lo sacaba continuamente a relucir, pero sobre todo lo esgrimía como santa bandera para desanimarme de mis tendencias a jugar a juegos tranquilos o de meterme con muñecos en la cama, uh, eso le horrorizaba: "Pero Germán, a ver si vas a querer ser una niña"; pues sí, muchas veces estaba a punto de decirle que sí, que me hubiera encantado ser una niña porque no le veía a la cosa más que ventajas, por puro desafío, porque me irritaba aquella alarma desmedida, pero no me atrevía, y el hecho mismo de no atreverme me hizo intuir que en esa materia existía como un complot externo contra la libertad de las personas.