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E. Cinco.

– Cualquiera sabe, sí. A mí no me parece que hayas cerrado en falso la herida de tu madre; la intemperie, a fin de cuentas, es lo único sano para curar heridas, tú rechazaste los emplastos, saliste adelante por el camino más difícil. Ahora puedes contarme que me echaste de menos, decirme lo que entonces querrías haberme dicho, ahora que es un lujo porque has puesto distancia entre la herida y tú, a eso nunca te puede ayudar nadie, o aprendes solo o te hundes; y oírme a mí claro que es otro lujo, a ver si te crees que las cosas que te cuento esta noche con su dejillo de filosofía las sé porque las he leído en un libro, no hijo, ni hablar, antes de ser palabra han sido confusión y daño, y gracias a eso, a haber pasado tú tu infierno y yo el mío podemos entendernos esta noche; vivimos un lujo, el de poderlo contar, el de tenernos cosas que contar mientras entretenemos la espera de que la abuela pase al otro mundo; las lágrimas, los laberintos mentales y esa opresión en el pecho de tantas mañanas cuando abres los ojos se han convertido en tema de conversación, eran su precio, la conversación se paga de antemano, al entrar, no al salir. Mira, pasa como con los psiquíatras; si vas a un psiquíatra a contarle los males de tu alma y eres capaz de contárselos medio correctamente, de qué te sirve ya el psiquíatra, lo grave es cuando se te forman esos grumos de sombra y de maldad, daño puro, sinrazón que te paraliza el pensamiento y te entorpece cualquier posibilidad de discurso, porque discurrir es fluir, claro, y esos estados son como diques en la corriente de un río, ahí no cabe psiquíatra, cabrían en todo caso duendes, genios o espíritus que te pudieran adivinar el mal sólo con mirarte a la cara sin tenerles tú que decir palabra alguna, apariciones providenciales como esas que en forma de viejecito disfrazado o de animal que habla le salen al camino en los momentos de mayor peligro al héroe de algunos cuentos, formulan el consejo que precisa y se esfuman después, acuden en el momento preciso, por pura brujería. Pero lo malo del psiquíatra es que no se te aparece, no surge dibujado en las paredes de tu cuarto cuando las estás mirando con asco, con el deseo de que se te caigan ya de una vez encima y te sepulten para siempre, en esos momentos críticos el psiquíatra no sabe de tu existencia ni le importa un bledo, está en un congreso o pasando consulta o cenando con amigos, eres tú quien tendría que localizarle, llamar por teléfono, tomar hora para la visita, llevarla a cabo con un mínimo de convicción, y esa montaña de obstáculos no es pensable siquiera que la puedas saltar, necesitarías la capacidad de reacción ante estímulos mucho más elementales, contestar si te llaman por tu nombre, levantarte a comer, abrir la ventana, qué le vas a decir a nadie cuando te viene el ramalazo ése, ni moverte puedes, ni respirar cuanto más una serie tan trabajosa de determinaciones como pensar en un señor al que no has visto nunca, que vive en otro sitio, con la pereza que dan las caras nuevas cuando está uno así, y luego decidir ir a visitarle, coger un medio de locomoción, buscar el portal de la casa, subir, esperar en una salita tal vez incluso teniendo que aguantar la presencia de otras personas que te miran en silencio, un silencio denso que se corta con un cuchillo, porque sabes que están pensando, como tú de ellas, "ésa viene a lo que nosotros", pero qué disparate, a quién se le ocurre que vas a lograr hacer todo eso en los momentos que te digo, imposible. Yo creo que los psiquíatras tratan sólo a gente ya medio curada, la que está mal de verdad no los va a ver, de ésos no tienen ni un cliente como no sea la mujer propia o algún amigo íntimo, hijos no digo porque poco se entera un padre, en general, de los conflictos de los hijos. Vivir es disponer de la palabra, recuperarla, cuando se detiene su curso se interrumpe la vida y se instala la muerte; y claro que más de media vida se la pasa uno muerto por volverle la espalda a la palabra, pero por lo menos ya es bastante saberlo, no te creas que es poco. Yo en mis ratos de muerte, que son muchos, de obsesión, de ceguera, cuando soy una pescadilla mordiéndose la propia cola, recurro a ese último consuelo de pensar que lo sé, que desde el pozo de oscuridad en que he caído tengo un punto de referencia por haber conocido lo claro y saber cómo es, me acuerdo de que existe la palabra, me digo: "la solución está en ella, otras veces me ayudó a salir de trances que me parecían tan horribles como éste o peores", y aunque en ese momento llegue a repudiarla y me niegue a coger la mano que me tiende o hasta pueda parecerme la mano de un amigo pelmazo, lo que no dejo de saber es que me la tiende, cosa que algunas veces todavía da más rabia, te advierto, irrita su invitación silenciosa a hacer un esfuerzo, aquella presencia invisible, agobia tanta fidelidad perruna, le tirarías con algo: "¡que se largue!", porque cuando ya te regodeas en esos revolcaderos limítrofes con la locura lo que más te molesta son las soluciones; pero de todas maneras siempre es distinto el caso de quien conoce la existencia de un cajón que guarda medicinas infalibles y sabe dónde puede encontrar la llave, aunque no tenga ganas de levantarse a buscarla, que el de uno que no ha oído en toda su vida hablar de tal llave ni de tal cajón, menuda diferencia, ése sí que está muerto. Y con esto de convertir el sufrimiento en palabra no me estoy refiriendo a encontrar un interlocutor para esa palabra, aunque eso sea, por supuesto, lo que se persigue a la postre, sino a la etapa previa de razonar a solas, de decir: "¡ya está bien!", encender un candil y ponerse a ordenar tanta sinrazón, a reflexionar sobre ella, reflexión tiene la misma raíz que reflejar, o sea que consiste en lograr ver el propio sufrimiento como reflejado enfrente, fuera de uno, separarse a mirarlo y entonces es cuando se cae en la cuenta de que el sufrimiento y la persona no forman un todo indisoluble, de que se es víctima de algo exterior al propio ser y posiblemente modificable, capaz de elaboración o cuando menos de contemplación, y en ese punto de desdoblamiento empieza la alquimia, la fuente del discurrir, ahí tiene lugar la aurora de la palabra que apunta y clarea ya un poco aunque todavía no tengas a quien decírsela, y luego ya sí, cuando se ha logrado que madure y alumbre y caliente -que a veces pasan años hasta ese mediodía- entonces lo ideal es que aparezca en carne y hueso el receptor real de esa palabra, pero antes te has tenido que contar las cosas a ti mismo, contárselas a otro es un segundo estadio, el más agradable, ya lo sé, pero nunca se da sin mediar el primero, o bueno, puede darse, pero mal.

¿Por qué crees que te entiendo yo a ti ahora?; pues, por muy raro que te parezca, porque ya no me necesitas, eso no tiene vuelta de hoja. Y dirás lo que quieras, pero la sazón de hablar de tus angustias infantiles es ésta, esta habitación, esta noche, Juana ahí dentro dispuesta a salir a avisar de que se nos acabó la conversación, y los árboles fuera con la luna, los libros por el suelo, toda esta espera del amanecer, saber que está al llegar la muerte en su caballo, y nosotros así como estamos sentados, tú con tu edad de ahora y yo con mis errores y fracasos a cuestas, oyéndote desde ellos, confluyendo a tu hilo desde el mío, que por eso te entiendo y te escucho; no, Germán, no viene a destiempo el discurso, qué va a venir, discurre hoy porque hoy puede, porque su tiempo y su lugar de venir eran éstos, y la prueba la tienes en que se teje bien. Si hubiera acudido desde la India a los pies de tu cama, pobrecito, una de aquellas noches en que tanto sufrías y me invocabas tanto, no habrías hecho más que llorar abrazándote a mí, pero yo no habría abarcado ni entendido tu tristeza porque estaba en bruto, era algo que padecías, en lo que te ahogabas y que sólo al cabo de tu valentía para aguantarlo has sido capaz de elaborar, no cabe el análisis en carne viva; tal vez habría conseguido aplacar tu hambre de cariño, aunque tampoco creo, era demasiado egocéntrica por aquellos años, pero en fin, lo que sí te digo es que no hubiéramos hablado como hoy.