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La palabra retórica, por cierto, me recuerda siempre una discusión que tuve con Andrés precisamente la víspera de salir para la India, se me quedó grabada, casi no se le puede llamar ni discusión, pero aquella noche algo se quebró, una luz diferente vi en sus ojos cuando pronunció la palabra "retórica"; luego, si me pongo a revisar toda la cadena de tambaleos que vinieron a desembocar en la separación del año pasado, tengo que reconocer que allí está la primera fisura, en aquella luz fría y rara de sus ojos al tiempo de aplicarme ese adjetivo: "has estado muy retórica" que fue lo que me dijo, lo detecté inmediatamente: "ojo, esto es nuevo", y fue como si se me helara el corazón ante aquel extraño aviso; nunca me había gustado la palabra retórica tampoco como sustantivo, la asociaba desde que la leí por primera vez, que seguramente sería también, cómo no, en uno de esos libros, con ministros del siglo diecinueve soltando discursos en el Congreso de levita negra, pero ahora le tengo un particular rencor vinculado con una sensación de peligro y desconfianza, de perder pie frente a un juicio que te planta cara con acritud. Estábamos en nuestra buhardilla parisina que dejábamos definitivamente, desvelados, con pereza de acostarnos, los dos somos desordenados y había mucho barullo, parte del equipaje recogido y copas sucias por el suelo porque acababan de irse unos amigos que habían estado despidiéndose de nosotros, gente a la que sentíamos dejar, hoy pienso que sobre todo Andrés, aunque mientras yo había estado hablando sin parar y mostrándome muy expansiva con todos, él, sentado en un rincón, había mantenido una actitud ajena y taciturna; se lo dije, le pregunté que por qué no había despegado apenas los labios, esperé su respuesta con toda tranquilidad, mirándole, él me miraba también, estábamos sentados en el suelo, se encogió de hombros: "Tú en cambio has estado muy retórica", dijo. Al disparo de su frase repasé atolondradamente mi conversación que desde luego sí había tenido algo de discurso; había sido como un canto al desarraigo, Andrés perdía un puesto de profesor en la Sorbona por hacer aquel viaje, no queríamos compromisos ni proyectos ni porvenir estable, no queríamos hijos, por supuesto, ensalcé la significación de rechazo a las estructuras que tenía la India para nosotros, ahora se ha puesto de moda ir a la India, ya ves, pero entonces resultaba original, siempre nos había atraído emprender un viaje así, y era quemar todos los cartuchos, partir a la aventura; pero de pronto noté que mi plural había sido forzado, Andrés no se montaba conmigo en aquella rueda de palabras, se quedaba fuera. "¿Es que ahora te has desanimado del viaje?", le pregunté con desconcierto y aprensión, pisando un terreno incómodo. Y como no me contestó en seguida, sufrí un ataque de amor propio y pasé a un tono de reto que a la abuela le habría encantado: "¿Para qué vienes, di?, nadie te obliga, somos libres, eres Ubre de quedarte, ¿qué es un billete de avión?, se rompe, podemos hacer cada cual lo que quiera, ése ha sido nuestro pacto, ¿no?, lo hemos dicho mil veces". "Lo has dicho tú sobre todo -corrigió él-; forma parte de tu retórica. Pero además, no saques las cosas de quicio, yo no he dicho que me quiera quedar, todo lo dices tú." La segunda alusión a mi retórica fue una carga que me pilló desprevenida; bajé los ojos incapaz de reaccionar, ya sólo podía desear que siguiera hablando. "En el fondo, vamos a la India porque nos apetece, como es natural -dijo él-, porque yo ahora he heredado dinero de mi padre, nos da la gana de fundírnoslo en ese viaje y en paz, a quién no le gustaría, pero es que oyéndote a ti, en vez de un privilegio, parece un mérito nuestro, una misión ejemplar, y tampoco es eso, Eulalia; despreciamos el dinero porque no nos falta." Ya no me acuerdo de cómo me defendí, creo que mal y sin convicción, me había puesto triste. Andrés habla sin pasión ni censura, en un tono que impide la réplica desordenada, hay que tener mucha moral para ponerse a su nivel lógico y yo de repente la había perdido, me vino a decir que necesitaba demasiado justificarme y vestir mis actos de excepcionalidad, hacerme admirar; seguimos bebiendo, totalmente espabilados ya, recuerdo que vimos amanecer y que al final la discusión se había disipado completamente y nos queríamos mucho poseídos de esa exaltación que se prueba al punto de abandonar para siempre una habitación querida en la cual se han pasado momentos felices, y al compás de esa exaltación Andrés me parecía guapo, comprensivo y alma gemela, largarse con él de los sitios a la busca de otros siempre sería una cosa alegre; pero luego, por la mañana, mientras cerraba las maletas, me sentí repentinamente muy cansada, sin ilusión por ir a la India ni a ningún sitio, y el malestar inyectado por la palabra "retórica" borró las recientes sensaciones placenteras de aquella reconciliación y me hizo desconfiar de ella como cosa del cuerpo que había sido, en eso no estoy de acuerdo con la abuela, yo el cuerpo y el alma nunca los he podido separar. Y más tarde, en el avión, mirando el perfil de Andrés que dormía a mi lado, me era muy difícil vencer un deseo irracional de despertarle para que reanudásemos la discusión pendiente, pero me di cuenta de que no tenía argumentos ni quería, en realidad, decirle nada, que lo único que necesitaba era que en cuanto abriese los ojos y me viera a su lado me mirase con incondicional admiración, no me bastaba con sentir que juzgaba con cariño alguna parcial manifestación de mi ser en ese momento, no, se trataba de un requerimiento globaclass="underline" lo que necesitaba vorazmente era notar en sus ojos que me iba a admirar siempre, dijera lo que dijera y me comportara como me comportara y que jamás podría comparar a nadie conmigo, me extrañé yo misma de puro claro que lo vi, era horrible, eso significaba renegar de mi capacidad de evolución y de pensamiento, pasar a la calidad de las piedras preciosas, el brillo de una joya no se discute, ni se altera, claro, pero es inerte, por ese camino si un día Andrés me llamaba "turquesita mía" me tendría que callar, además yo a los hombres que me miraban con incondicional admiración acababa tomándoles una manía espantosa; las nubes se estrellaban deshilachándose contra los flancos del avión al tiempo que yo pensaba obstinadamente estas cosas en medio del malestar que se derivaba de no haber dormido, de no poder dormir y de comprobar que Andrés, sujeto principal de mi discurso solitario, dormía como un bendito a pesar de los baches bruscos y un poco alarmantes que el avión tenía a trechos; a mí cuando me coge una idea fija soy de temer, no sé las horas que debí pasar allí sola dándole vueltas a eso de la admiración amorosa, me agarraba a un recuerdo al que suelo acudir en trances parecidos para desprestigiar un sentimiento con el que no estoy conforme, echar mano de fragmentos literarios inaceptables de puro empalagosos, qué horrible, por ejemplo, escuchar a un enamorado que te dijera:

… pero mudo y absorto y de rodillas, como se adora a Dios ante su altar, como yo te he querido, desengáñate, así no te querrán!,

y sin embargo Andrés incluso una parrafada tan romántica como ésa, si la decía, sería porque viniera bien traído, por ejemplo en el caso de que algún día yo le dejase y luego nos volviéramos a encontrar inesperadamente; y ya pasé a novelerías sobre ese presunto reencuentro, imaginando escenarios, actitudes y circunstancias que lo embellecían, hasta que ya me aburrí de llevar tanto rato pensando tontadas a solas para aplacar los nervios y desperté a Andrés con la intención de pedirle que me ayudara a salir de aquellos inconcretos atolladeros, a ver si entre los dos entendíamos los motivos de mi angustia a base de una dialéctica un poco más rigurosa, que eso con él siempre salía bien, pero estaba demasiado soñoliento, así que le dije que le había despertado porque tenía miedo. Se quedó muy sorprendido: "¿Miedo de qué?, ¿qué hora es?"; desde pequeña me ha asaltado la tentación de despertar a la gente que quiero, tu madre me decía: "tú como tengas niños no los vas a dejar vivir", no lo puedo remediar: esa expresión ausente y extraviada de los ojos que aún no han entendido los límites entre aquello que ven y lo que en el sueño veían es algo que adoro de una forma maligna; Andrés ese día me miraba así y le quería horriblemente, necesitaba su atención al ciento por ciento, pero me era muy difícil meterle de buenas a primeras en mi laberinto de soliloquios, y por otra parte al mirarle se me diluía casi completamente el malestar y ya estaba a gusto, le dije que me había entrado terror de imaginar que se pudiera caer el avión y dar al traste con nuestra felicidad, que había comprendido, tal vez por estar en el aire, lo inestables y frágiles que son todas las cosas, yo misma me oía perorar y me extrañaba de la poca relación que tenían aquellos argumentos con lo que había en realidad pensado, pero el tono de mi voz era desvalido y convincente, a veces pasa eso de que inventas cosas sobre la marcha y te las crees, Andrés me hizo una caricia distraída en el pelo: "A ti siempre te ha gustado estar un poco en las nubes, ¿no?, es tu elemento, mujer, no te dé miedo", cerró los ojos y se volvió a dormir; me pareció muy joven, un niño, yo le llevo cinco años pero sólo esporádicamente me acordaba entonces de eso y cuando lo consideraba no me hacía mella como ahora, pensé vagamente: "Le tendría que proteger, debe ser muy agradable proteger a alguien", y volví a mis ensueños confusos; al otro lado del pasillo iba una pareja, ella rubia, con pinta de crío y muy embarazada, él parecía mayor y no dejaba de atenderla y de hacerle caso, siempre me acordaré de esa imagen, los estuve mirando mucho rato sin apearme de aquella desazón que volvía a molestarme y de pronto se me hicieron evidentes dos cosas: una, que Andrés, como había predicho la abuela, era más independiente de mí que yo lo sería nunca de él, y otra, que no estaba tan segura de no querer tener un hijo suyo.