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Luces de Bohemia, en la escena en que están en el periódico aquellos alevines de escritor haciendo trofeo de su barata agresividad verbal, de pronto me quedé sobrecogida por que pensé: "Uno de ésos, ese mismo delgaducho que se da tantos aires, del que creo que es un actorcito joven al que dentro de un rato puedo ver en la barra de un café tomándose una copa, podría yo decir y no estaría mintiendo que ha sido más que Dante y Faulkner para mí, arquitecto de mis capiteles más firmes y recónditos; ahora se irá a su casa cuando deje la escena y a la luz de una lámpara, sin ganas, distraído, se pondrá a traducir, del italiano creo, para que yo la lea a los diez años, a los doce y los quince, la historia que no ha sido capaz de inventar él, la que me hará vivir la pasión más enorme que he conocido nunca; es mucho más que mi primer amante, nunca bostezará delante de mí ni sabré de su hambre, de su frío y su miedo, pero va a tener parte en la edición de un libro sin grabados del cual compró el abuelo un ejemplar que lo guardó la abuela y yo se lo robé secretamente, no, no tenía grabados, luego pensé "mejor, mejor me lo imagino", le faltaban las primeras páginas y había que adentrarse todavía unas cuantas que hablaban de las pesquisas tenaces y morosas de un siciliano pálido, de mirada febril, antes de que irrumpiera en la página treinta, como pago al tesón de aquella búsqueda, la singular mujer de radiante belleza que con su aparición desafiaba a ese hosco personaje cuyo nombre aún no se sabía, viajero infatigable que la venía invocando de país en país con el obsesivo designio de hallarla donde fuera para vengar en ella, último retoño de una estirpe maldita, implacables agravios de familia, orientado por el solo afán de llegar a matarla fríamente." Y ya dejé de atender a la obra de Valle-Inclán, como que me lo notaron los que estaban conmigo, porque hasta entonces había estado participando con mi actitud y con mis comentarios y de pronto se me interfería ese otro texto archivado, creía que perdido, a cuyo traductor estaba conociendo disfrazado al amparo de una decoración de teatro y también, cómo no, desde un tinglado mío montado cuidadosamente al cabo de los años; reparé en mi teatro con toda nitidez, me supe atrincherada detrás de bambalinas cada día cambiantes, me agobió la barrera de tanto sedimento como he ido almacenando entre yo y los demás, y se me destacaba del contexto de aquella otra función, auténtico, mediocre, desvalido, aquel mal periodista que al volver a su casa iba a encender la luz y a coger una pluma y diccionario, se iba a poner a hacer su ración de trabajo, a escribir para mí, a grabar muchas veces un nombre de mujer que luego yo haría mío, me lo repetiría a oscuras por las noches debajo del embozo soñando que me lo decía aquel tipo sombrío y vengativo del que pronto se supo que se llamaba Renzo y que progresivamente se iba sintiendo embriagado por la belleza de su enemiga, un nombre que se dirigía a mis oídos, a mis ojos, a mi piel, a mis cabellos, a mi boca, a todo mi cuerpo, identificado al cabo, tras tortuosas y solitarias componendas, con el de aquella hermosa siciliana del libro, nombre que se infiltraba en mi sangre alterándola, y yo, testigo y cómplice de tal transformación, me lo repetía con audacia y destreza cada noche mayores, aún a riesgo de franquear un umbral que conducía a espirales de vértigo y pecado, nombre de fuego pronunciado por una boca de fuego: Adriana. Acechaba él las tapias de su huerto como sombra furtiva, luchando entre el amor y la sed de venganza, iban en una barca a la luz de la luna y dormía un puñal en su bolsillo, se detenían en medio de la corriente, a ella le rodaban unas lágrimas pensando en su orfandad, abandonaba él los remos, se cambiaba a su lado y allí, con la barca a la deriva, bajo unos sauces, pensaba que había llegado el momento, pero acababa tomando, a su pesar, entre los suyos aquellos dedos fríos y recorriendo con los labios el reguero salado de llanto que moría en las comisuras de aquella boca irresistible, y horas más tarde, a solas, se mesaba la barba y los cabellos, reconstruía sus propósitos con renovada crueldad, huía al monte unos días, se juraba no volver a verla hasta haber madurado bien el plan, pero noche tras noche la invocaba sin tregua -Adriana-adriana-adriana-, la imaginaba ardiente, despierta, extraviada, llamándole de noche, siempre todo de noche, bajo la luna – Adriana-, y yo dejaba la ventana abierta, me tapaba la cara con la sábana y estallaba latiendo en el silencio el nombre aquél como un eco del canto de fuego de los grillos -Adriana-adriana-adriana-, nombre de perdición. La Virgen era el día, la luz, la nube azul, la paz de una mirada sin conflictos; la imagen de la Virgen de las Nieves peripuesta, enjoyada, con su manto de raso, subidita a sus andas, a la que echábamos flores y versos el día de la procesión de agosto, estaba ahí abajo en nuestra capilla particular como un animalito doméstico, está todavía, no ha envejecido nada, y algunas mañanas, tratando de aplicar el ardor excesivo de mis sueños entraba a verla y me arrodillaba a sus pies, imaginando para vivificar mi devoción que la miraba por primera vez, pero era tan inerte y conocida como la tía Aguedita, una hermana soltera de la abuela, y contra aquellos ojos de cristal se me helaba el conato de cualquier confidencia y el posible fervor de las avemarías, me volvía al hedor de mi guarida, a la ardiente penumbra. Adriana era el reverso de la Virgen, la diosa de la noche, secreción de la luna, y yo la había elegido sin remedio; me asomaba descalza a la ventana con los ojos abiertos como un búho, la sentía presente, diluido su aroma por el parque, acodada en el muro que separa esta finca de la aldea, esperando a aquel hombre de los ojos hundidos que la desconcertaba, hasta tanto una noche me habitó la certeza de su proximidad que el deseo de verla me llevó a descolgarme al huerto en camisón; y aunque era una escapada que en otras ocasiones de encierros y castigos había llevado a cabo con total eficacia, tuve mala fortuna al dar el salto y me lastimé un pie, cosa que, metida como andaba en aquellos esquemas maniqueos del mal y el bien, tuve por señal del cielo para avisarme de mi perdición, y de pronto temblé porque pensé que Adriana, si tanto la invocaba, llegaría a tragarme, a venderme su cuerpo al precio de mi alma y a pesar de lo que me dolía el tobillo, sólo me atosigaba, allí caída en la hierba, la idea de aquella posible y fulminante metamorfosis que, aunque esperé con el corazón palpitante, no se produjo, así que me limité a subir otra vez gateando sin llorar ni pedir socorro a nadie, pero un poco decepcionada de comprobar al cabo de reiteradas exploraciones que conservaba indemne del tentador castigo de los cielos mi cuerpo, tan estrecho e infantil como antes de bajar. Jamás fuerza mayor posteriormente me ha arrastrado a una cita, pero el fracaso me hizo también reaccionar un poco y traté de frenar aquellos éxtasis; sin embargo, esa novela la estuve leyendo por lo menos durante siete veranos seguidos, por eso la recuerdo con tanto detalle, aunque hasta hoy no se me hubiera ocurrido hablarle a nadie de ella.