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—Discúlpeme por haberla molestado —dijo, maldiciendo para sí su mala suerte.

—Nada, no tiene la menor importancia —dijo Martha, y los dos fueron camino de la puerta del jardín.

Franz se preguntó qué hacer ahora: ¿decirle adiós? ¿Seguir andando a su lado? Martha, con expresión de desagrado, seguía mirando hacia adelante, los labios, gruesos y cálidos, a medio abrir. De pronto los humedeció, le dijo:

—Esto es muy desagradable. Tengo que ir a pie. Anoche se nos estropeó el coche.

Habían tenido un desagradable accidente al volver a casa después de un té y un baile. Al intentar, muy inoportunamente, pasar delante de un camión, el chófer había chocado, primero, con una valla de madera, tras de la que estaban reparando las vías del tranvía, y, dando entonces una vuelta muy ceñida, la falta de espacio le forzó a chocar de rebote con un lado del camión; el Icarus giró como una peonza y se estrelló contra un poste. Mientras tenía lugar este frenesí motorizado, Martha y su marido adoptaban todas las posturas imaginables, hasta encontrarse, finalmente, en el suelo. Dreyer, solícito, le preguntó si se había hecho daño. La sacudida, la búsqueda de las cuentas del collar, la multitud de mirones que se apretujaba, el aspecto deprimente y vulgar del coche destrozado, las palabrotas del conductor del camión, el policía arrogante a quien no hicieron ninguna gracia las bromas de Dreyer, todo esto había puesto a Martha en tal estado de irritación que tuvo que tomar un par de somníferos, y, así y todo, sólo consiguió dormir dos horas.

—No me maté de milagro —le dijo, hosca—, pero el chófer ni siquiera se hizo daño, y eso sí que fue una lástima.

Alargando el brazo, ayudó a Franz a abrir el postigo, que él empujaba en vano, con ruido de carraca.

—No cabe duda, los coches son unos juguetes peligrosos —dijo Franz, evasivo. Había llegado el momento de despedirse.

Martha notó su vacilación, y le gustó.

—¿En qué dirección va? —preguntó, pasándose el paraguas de la mano derecha a la izquierda. A Franz las gafas nuevas le sentaban muy bien. Se parecía al actor Hess en una película titulada El estudiante hindú.

—La verdad es que no lo sé —dijo él, con una sonrisa afectada que no parecía terminar nunca—, vine a pedir consejo a mi tío sobre la habitación.

Su primer «tío» no resultaba convincente, y se prometió no repetirlo durante algún tiempo, a fin de dejar que la palabra madurara en su rama.

—También yo puedo aconsejarle —dijo Martha—, dígame cual es la dificultad.

Casi sin darse cuenta de ello habían empezado a andar e iban despacio por la ancha acera, sembrada, aquí y allá de castañas rotas y hojas rizadas semejantes a garras. Franz se sonó la nariz y se puso a hablarle de la habitación.

—Me parece exagerado —dijo Martha— ¡cincuenta y cinco!, estoy segura de que se puede regatear un poco.

Franz sintió un goce anticipado de triunfo, pero decidió ir despacio.

—El dueño es un tipo muy agarrado, ni el diablo podría hacerle rebajar el precio.

—¿Pues sabe lo que le digo? —dijo Martha de pronto—, que voy a verle con usted y a hablarle yo misma.

Franz se sintió gozoso. ¡Qué gran suerte! Aparte de lo maravilloso que era pasearse con esta belleza de labios rojos, envuelta en su abrigo de topo. El aire cortante del otoño, el susurrar de las llantas, ¡esto era vivir! Si, encima, tuviera un traje nuevo y una corbata llamativa, su felicidad sería completa.

—¿Dónde está hoy el señor Tom? —preguntó—, me parece que le he visto de paseo.

—No, está encerrado en el cobertizo del jardinero. Es un buen perro, pero un poco neurótico. Lo que yo digo es que los perros están muy bien, pero siempre que sean limpios.

—Los gatos son más limpios —dijo Franz.

—Aborrezco a los gatos. Los perros te entienden cuando les riñes, pero los gatos ni se enteran, no tienen ningún contacto con los seres humanos, ni sienten gratitud, ni nada.

—En mi ciudad matamos a muchos gatos perdidos, entre un amigo del colegio y yo, sobre todo por el río, en primavera.

—No sé qué me pasa en el tacón izquierdo —dijo Martha—, déjeme apoyarme en usted un momento.

Apoyó dos dedos leves en el hombro de Franz, al tiempo que miraba hacia atrás y al suelo. No era nada. Con la punta del paraguas se quitó una hoja seca que se le había hincado en el tacón.

Llegaron a la plaza. A través del actual andamiaje se distinguían, por lo menos, dos futuros pisos de la nueva casa de la esquina.

Martha la señaló con el paraguas:

—Conocemos —dijo— al que trabaja para el socio del director de la empresa cinematográfica que construye esa casa.

No estaría lista hasta el año próximo, aún no se sabía con exactitud cuándo. Los obreros trabajaban como en trance.

Franz se devanaba los sesos en frenética búsqueda de algún tema jugoso. ¡Ah, ya, la coincidencia!.

—No se me olvida nuestro encuentro en el tren. ¡Qué coincidencia!

—Sí, fue una coincidencia —dijo Martha, sumida en sus propios pensamientos.

—Una cosa —añadió subiendo ya la empinada escalera del quinto piso—, preferiría que mi marido no supiera que le he echado una mano. No es que tenga la menor importancia. Pero preferiría que no lo supiera.

Franz hizo una inclinación. Aquello no le concernía. A pesar de todo se preguntó si esta observación era halagüeña o insultante. Difícil cuestión. Ya llevaban algún tiempo ante la puerta, pero nadie respondía al timbre. Franz volvió a llamar. La puerta se abrió de golpe. Un hombrecillo con los tirantes colgando y sin cuello en la camisa asomó el rostro ajado y les contempló en silencio.

—Soy yo, que vuelvo —dijo Franz—, me gustaría volver a ver el cuarto.

El viejo hizo un saludo rápido y se puso en movimiento, arrastrando las zapatillas al andar, por un pasillo largo y bastante obscuro.

—Santo cielo, qué sitio más inhóspido —pensó Martha, remilgada. ¿Haría bien en venir a vivir aquí? Se imaginó la mirada aviesa de su marido: Me censuraste a mí y ahora vas tú y te pones también a ayudarle.

Pero la habitación resultó ser bastante luminosa y limpia. Junto a la pared de la izquierda había una inestable cama de madera, un lavabo y una estufa. A la derecha, dos sillas y un pretencioso sillón de peluche roído por la polilla. Luego, en el centro, una mesita, y una cómoda en una esquina. Sobre la cama colgaba un cuadro. Franz lo miró, desconcertado. Una joven esclava, con el pecho desnudo, inspeccionada por dos libertinos vacilantes, que sonreían lascivamente. Resultaba más artístico que la ninfa septembrina y acuática. Tuvo que haber estado en otra habitación... ¡Ah, sí, claro, en la que olía mal!

Martha palpó el colchón. Era firme y duro. Se quitó un guante, acarició la mesita de noche y se miró la punta del dedo. Una canción que le gustaba, Natacha de ojos negros, sonaba en dos radios distintas, en dos pisos distintos, mezclándose alegremente con el musical sonido metálico de los trabajos de construcción que proseguían fuera, no se sabía a punto fijo dónde.

Franz miraba esperanzado a Martha, que señaló con la punta del paraguas la pared más bien desnuda de la derecha, preguntando al dueño, con voz neutral y sin mirarle: