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Su madre había muerto teniendo ella tres años: providencia ésta que no tenía nada de insólita. Una primera madrastra murió también pronto, y tampoco podía decirse que esto fuese infrecuente en algunas familias. La segunda y última madrastra, que acababa de morir, había sido una mujer encantadora, de bastante buena cuna, a quien todos adoraban. Papá, que había empezado su carrera como talabartero, para terminarla como dueño insolvente de una fábrica de cuero artificial, insistía hasta la desesperación en que Martha se casase con el «húsar», como, no se sabe por qué, apodaba él a Dreyer, a quien apenas conocía cuando se declaró a Martha en 1920, al mismo tiempo que Hilda anunciaba su compromiso con el sobrecargo pequeño y rechoncho de un trasatlántico de segunda categoría. Dreyer se enriquecía con una facilidad milagrosa; era bastante atractivo, pero extraño e imprevisible; cantaba arias tontas desafinando y le hacía regalos tontos. Ella, como chica bien educada que era, de largas pestañas y mejillas relucientes, dijo que tomaría una decisión la próxima vez que Dreyer viniese a Hamburgo, y él, antes de volver a Berlín, le regaló un mono que le repugnaba; menos mal que un apuesto primo con quien se había propasado bastante antes de que llegase a ser uno de los primeros amantes de Hilda le enseñó a encender cerillas: se incendió su propio jersey, y al torpe animal no hubo más remedio que aplicarle la eutanasia.

Cuando volvió Dreyer, una semana más tarde, Martha le permitió besarla en la mejilla. El pobre papá bebió tanto en la fiesta que pegó al violinista, lo que era comprensible, teniendo en cuenta la mala suerte que había tenido en su larga vida. Sólo después de la boda, cuando su marido suspendió un importante viaje de negocios por mor de una estúpida luna de miel en Noruega —¿y por qué, precisamente, en Noruega?—, comenzó Martha a sentirse acuciada por ciertas dudas: pero el chalet de Grunewald no tardó en disiparlas, y así sucesivamente; no eran muy interesantes estos recuerdos.

IV

En la oscuridad del taxi (el desdichado Icarus estaba todavía en reparación, y el sustituto, un Oriok maniático, no había tenido éxito) Dreyer se encerró en misterioso silencio. Podría pensarse que estaba dormido, de no ser por su puro, que fosforecía rítmicamente. Franz también guardaba silencio, preguntándose a dónde le llevaría. A la tercer o cuarta vuelta ya había perdido todo sentido de la orientación.

Hasta ahora sólo había explorado, además del tranquilo barrio en que vivía, la avenida de tilos y sus alrededores, en el extremo opuesto de la ciudad. Todo lo que había entre estos dos vivos oasis era para él un mapa en blanco de tena incógnita. Miraba por la ventanilla y veía cómo las calles obscuras adquirían gradualmente una cierta claridad, enseguida volvían a obscurecerse, rebosaban nuevamente luz y una vez más se apagaban, hasta que, habiendo madurado en la oscuridad, prorrumpían de pronto en centelleantes y fabulosos colores, cascadas de piedras preciosas, anuncios llameantes. Una alta iglesia rematada por una espira se deslizó ante sus ojos bajo el cielo sombrío. Por fin, patinando ligeramente sobre el asfalto húmedo, el coche se detuvo al borde de la acera.

Solamente entonces comprendió Franz. Un gran letrero reluciente de cuarenta pies de altura proclamaba en letras de zafiro, cuya última vocal se prolongaba en rúbrica de diamante, la palabra D+A+N+ +D+Y, que ahora, de pronto, recordó haber oído alguna vez, ¡tonto de él! Dreyer le cogió del brazo y le llevó a uno de los diez escaparates radiantemente iluminados. Como flores tropicales en un invernadero competían allí los delicados matices cromáticos de calcetines y corbatas con rectángulos de camisas plegadas o perezosamente colgantes de dorados arcos, mientras en lo más profundo se erguía un pijama opalino con rostro de ídolo oriental, el dios del jardín. Pero Dreyer no dio tiempo a Franz para deleitarse en la contemplación. Le fue llevando a buen paso por los demás escaparates, y ante los ojos de Franz fue reluciendo una orgía de zapatos, una Fata Morgana de abrigos, una graciosa fuga de sombreros, guantes, bastones, un soleado paraíso de artículos de deporte. Y así, hasta que se vieron ante un oscuro pasadizo donde había un viejo con gorra de visera junto a una mujer de piernas finas envueltas en pieles. Los dos miraron a Dreyer. El vigilante nocturno le reconoció y se llevó la mano a la gorra. La prostituta de ojos relucientes echó una ojeada a Franz y se alejó recatadamente. En cuanto le vio desaparecer detrás de Dreyer en la oscuridad de un patio reanudó su conversación con el vigilante nocturno, sobre el reumatismo y sus remedios.

El patio era un remate triangular sin salida entre paredes sin ventanas. Se percibía un olor a humedad mezclado con tufo a orina y cerveza. En una esquina había algo, quizás un carro con las varas hacia arriba. Dreyer se sacó del bolsillo una linterna y un escrutador círculo de luz iluminó una reja, sombras movedizas de escalones descendientes, una puerta de hierro. Deleitándose infantilmente en la elección de la más misteriosa entrada posible, Dreyer abrió con llave la puerta y Franz se agachó para poder seguirle por un oscuro pasillo de piedra, donde el círculo de luz saltarín se concentró ahora sobre una puerta. Si a alguien se le hubiese ocurrido manipularla ilegalmente habría prorrumpido en un estridente timbrazo. Pero también para esta puerta tenía Dreyer una llave silenciosa, y Franz tuvo que agacharse de nuevo. En el sótano lóbrego que atravesaron se podían distinguir sacos y cajas amontonadas aquí y allá, y bajo los pies crujía algo que podía ser paja. El rayo móvil de luz dobló una esquina y apareció otra puerta, al otro lado de la cual se levantaba una escalera desnuda que se fundía en la oscuridad. Fueron arrastrando los pies por los escalones de piedra, exploradores de un templo enterrado, y emergieron, con onírica impaciencia, en una enorme sala. La luz enfocaba horcas metálicas, luego pliegues de cortinajes, gigantescos armarios roperos, espejos colgantes y figuras negras de anchos hombros. Dreyer se detuvo, apagó la linterna y susurró en plena oscuridad:

—¡Cuidado!

Se oyó su mano tanteante y una sola bombilla periforme iluminó de pronto el mostrador. El resto de la sala —un laberinto interminable— seguía sumido en la oscuridad, y a Franz le pareció un poco siniestro que fuera ése el único rincón iluminado por la intensa luz.

—Primera lección —dijo Dreyer con solemnidad, y se situó pomposamente detrás del mostrador.

Es dudoso que Franz sacara beneficio alguno de esta fantástica lección nocturna: le resultó todo demasiado extraño, Dreyer estuvo demasiado rimbombante en el papel de vendedor. Pero, a pesar de tan barroco disparate, algo había en aquellos reflejos angulares y en el espectral abismo circundante, donde se entreveían telas que habían sido tocadas y vueltas a tocar durante el día y ahora reposaban en cansinas actitudes, que permaneció largo tiempo en la memoria de Franz, confiriendo un cierto color lujoso, al principio por lo menos, al fondo básico contra el que su tarea de vendedor comenzaría luego a esbozar sus líneas simples, comprensibles, frecuentemente tediosas. Aquella noche, para enseñar a Franz a vender corbatas, Dreyer no sacó su inspiración de su experiencia personal ni de lejanos recuerdos, pues también él había trabajado detrás de un mostrador sino que prefirió ascender al reino arrebatador de la inútil imaginación, enseñándole, no a vender corbatas como se venden en la vida real, sino como si el vendedor fuera artista y al tiempo visionario.