Dreyer ni siquiera mencionó la lección de la noche anterior. Con la total aprobación de Piffke destinó a Franz, no al mostrador de las corbatas, sino al departamento de artículos de deporte. Piffke se dedicó celosamente a preparar a Franz, y sus métodos de entrenamiento resultaron muy distintos de los de Dreyer, pues contenían mucha más aritmética de la que Franz esperaba.
Tampoco había pensado que fueran a dolerle tanto los pies de pasar las horas sin poder sentarse, o el rostro por la expresión de automática afabilidad. Como era normal, en el otoño esa parte de la tienda estaba más tranquila que las otras. Así y todo, se seguían vendiendo bastante bien ciertos artefactos gimnásticos, raquetas de ping-pong, bufandas de lana listadas, botas de fútbol con trabillas negras y cordones blancos. La existencia de piscinas públicas explicaba la constante, aunque pequeña, demanda de trajes de baño; pero su verdadera temporada había pasado ya, y la de los patines no había llegado todavía. Así pues, Franz no vio su entrenamiento accidentado por avalanchas de clientes, y tuvo todo el tiempo que quiso para aprender su nuevo oficio. Sus principales colegas eran dos chicas, una pelirroja, de nariz puntiaguda, y una rubia desabrida y llena de energía, inexorablemente acompañada por un cierto mal olor, y también un joven atlético que llevaba las mismas gafas de carey que Franz y lo primero que hizo fue informar a éste, sin dar mayor importancia a la cosa, sobre los premios que había ganado en concursos de natación; Franz, sintió envidia, a pesar de ser él también excelente nadador. Con ayuda de Schwimmer, Franz escogió tela para dos trajes y una cierta provisión de corbatas, camisas y calcetines, y fue también aquél quien le ayudó a desentrañar ciertos pequeños misterios del arte de vender con mucha más astucia que Piffke, cuya misión consistía en pasearse por la tienda y organizar con gran solemnidad los contactos entre la clientela y los vendedores.
Durante los primeros días, Franz, deslumbrado y tímido, tratando de no tiritar (su departamento estaba demasiado ventilado y tenía además sus propias corrientes atléticas), se limitó a situarse en un rincón y tratar de no llamar la atención, siguiendo con avidez lo que hacían sus colegas; tratando de aprenderse de memoria sus movimientos y entonaciones profesionales, y de repente, con abrumadora claridad, imaginándose a Martha: su manera de llevarse la mano a la parte posterior del moño o de mirarse las uñas y el anillo de esmeralda. No pasó mucho tiempo, a pesar de todo, sin que Franz comenzara a vender por sus propios recursos bajo los ojos solícitos y aprobadores del señor Schwimmer.
Siempre recordaría a su primer cliente, un viejo corpulento que quería una pelota. Una pelota. Inmediatamente, la tal pelota se puso a rebotar en su imaginación, multiplicándose y desperdigándose, y la cabeza de Franz se convirtió en campo de juego de todas las pelotas que había en la tienda, pequeñas, medianas y grandes: pedazos cosidos de cuero amarillo, blancas y aterciopeladas con la firma violeta de su artífice, pequeñas y negras, duras como la piedra, color naranja y azul, extralivianas y de tamaño propio para las vacaciones, pelotas de goma, de celuloide, de madera, de marfil, todas rodaban en direcciones opuestas, dejando de su paso una sola esfera reluciente en el centro de su mente, cuando el cliente añadió con la mayor placidez:
—Lo que me hace falta es una pelota para mi perro.
—Tercera balda a la derecha, a prueba de colmillos —le llegó inmediatamente el susurro de Schwimmer, y Franz, con una sonrisa de alivio y sudor en la frente, se puso a abrir todas las cajas equivocadas, pero acabó dando con la que le hacía falta.
Al cabo de un mes, más o menos, ya se había acostumbrado a su trabajo; ya no se aturdía; osaba pedir al cliente poco explícito que le repitiese su deseo; y condescendía a asesorar a los canijos y a los tímidos. Bastante bien formado, de hombros razonablemente anchos, esbelto pero no flaco, se miraba con complacencia al pasar por un harén de espejos y observaba las miradas, evidentemente enamoriscadas, de algunas empleadas, y el destello de tres grapas de plata contra su corazón: la pluma estilográfica de su tío y dos lápices, uno de carboncillo y el otro de color morado. Podría pasar, sin duda, por un vendedor perfectamente honorable, perfectamente corriente, de no ser por ciertos detalles que sólo un detective genial habría podido percibir, la voraz angularidad de las ventanillas de su nariz y de sus pómulos, una extraña debilidad en su boca, como si estuviera siempre sin aliento o acabase de estornudar, y aquellos ojos, aquellos ojos, mal camuflados por las gafas: ojos inquietos, ojos trágicos, implacables e indefensos, de un matiz verde impuro con venillas inflamadas en torno al iris. Pero el único detective allí disponible era una mujer de edad madura que siempre llevaba el mismo paquete y no se molestaba en vigilar el departamento de deportes, aunque estaba continuamente por el de corbatas.
Haciendo caso de las sugerencias del impecable Piffke, delicadamente formuladas, Franz adquirió costumbres sibaríticas de higiene personal. Ahora se lavaba los pies por lo menos dos veces a la semana y se cambiaba de cuello y puños almidonados prácticamente a diario. Todas las noches se cepillaba el traje y se limpiaba los zapatos. Usaba toda clase de lociones, olorosas a flores de primavera y a Piffke. Casi nunca se perdía su baño de los sábados. Se ponía una camisa limpia todos los miércoles y domingos e insistía en mudarse de ropa interior de abrigo por lo menos una vez cada diez días. ¡Qué cara pondría su madre, pensaba, si viera las cuentas de su lavandería!
Aceptaba con ganas el tedio de su trabajo, pero le fastidiaba sobremanera tener que comer con el resto del personal. El había esperado que en Berlín acabaría dominando gradualmente su morboso remilgo juvenil, pero éste, por el contrario, seguía encontrando oportunidades de torturarle. Se sentaba a comer entre la rubia rechoncha y el campeón de natación. Siempre que alargaba la mano hacia el cesto del pan o hacia el salero, la axila de la rubia le llenaba de náusea, recordándole a una maestra solterona de su colegio. Y el campeón de natación, por su parte, tenía otra dolencia: escupir cada vez que habría la boca para hablar, de modo que Franz se veía allí obligado a recurrir de nuevo a su infantil truco de protegerse el plato con el antebrazo y el codo. Solamente una vez fue con el señor Schwimmer a la piscina pública. El agua estaba demasiado fría y nada limpia, y el compañero de habitación de su colega, un joven sueco bronceado a fuerza de lámparas de cuarzo, tenía maneras embarazosas.
En lo esencial, sin embargo, el gran almacén, sus relucientes mercancías, el vivaz o comedido diálogo con los clientes (que le parecían siempre el mismo actor, sólo que con diferentes voces y maneras), toda esta rutina era como un goteo superficial de sucesos y sensaciones que se repetían y le afectaban tan poco como si él mismo fuera una de aquellas figuras de revista de moda, de rostro lívido o tosco, embutidos en trajes perfectamente planchados, paralizados en un estado de colorida putrefacción sobre sus momentáneos pedestales y plataformas, los brazos a medio doblar o a medio extender en una parodia de pastoral solicitud. Las dientas jóvenes y las vendedoras ágiles y de pelo corto de otros departamentos apenas le excitaban. Igual que los anuncios en color de muebles o pieles que se suceden en la pantalla del cine durante largo tiempo sin acompañamiento musical antes de que empiece la emocionante película, todos los detalles de su trabajo eran para él tan inevitables como triviales. Hacia las seis terminaba todo de pronto, y entonces era cuando empezaba la música.
Casi todas las noches —y qué monstruosa melancolía acechaba en este «casi»— iba a casa de los Dreyer, pero sólo se quedaba a cenar los domingos, y ni siquiera todos. Entre semana, después de cenar algo en el mismo restaurante barato donde había comido, cogía el autobús o iba dando un paseo a su chalet. Ya había pasado una veintena de tardes así, pero todo seguía iguaclass="underline" el zumbido acogedor del postigo, el bonito farol que iluminaba el sendero a través de un entramado de yedra, el vaho húmedo del césped, el crujir de la gravilla, el tintineo del timbre adentrándose en la casa en busca de la doncella, la explosión de luz, el rostro apacible de Frieda, y de pronto: vida, el eco suave de la música de radio.