Выбрать главу

Habitualmente, Martha estaba sola. Dreyer, caprichoso, pero puntual, llegaba exactamente a tiempo para lo que Franz llamaba cena, y ella té vespertino y telefoneaba siempre que pensaba que se iba a retrasar. En su presencia Franz se sentía entumecido de puro incómodo, asumía un cierto aire de sombría familiaridad a modo de reacción ante la jovialidad natural de Dreyer. Pero cuando estaba a solas con Martha se le despertaba una constante sensación de lánguida presión en la parte superior de la espina dorsal; el pecho se le encogía, las piernas se le debilitaban, sus dedos preservaban largo tiempo la fresca fuerza del apretón de manos. Era capaz de calcular hasta una aproximación de media pulgada la longitud exacta de pierna que mostraba Martha al ir por la estancia o cuando las cruzaba al sentarse, y sentía casi sin mirar el tenso lustre de sus medias, el bulto de la pantorilla izquierda sobre la rodilla derecha, y el pliegue de su falda, en cuyo declive suave, flexible, apetecía hundir el rostro. A veces, cuando se levantaba y pasaba a su lado hacia la radio, la luz caía sobre ella de tal manera que el contorno de sus muslos se traslucía a través de la ligera tela de la falda, y ocasión hubo en que algo semejante a una carrera se le hizo en la media, y ella, entonces, chupándose el dedo, se frotó rápidamente la seda. A veces la sensación de lánguida gravidez le resultaba demasiado intensa y, aprovechando un momento en que ella miraba para otra parte, se le ocurría a Franz buscar en su belleza algún pequeño defecto en el que apoyar su mente y serenar su imaginación, apagando así la implacable agitación de sus sentidos. De vez en cuando tenía la impresión de haber hallado con toda seguridad el fallo salvador: una línea dura cerca de la boca, una marca de viruela sobre una ceja, un mohín demasiado perceptible en el perfil de aquellos labios gruesos, una sombra oscura de vello por encima de éstos, sobre todo cuando se le desprendía el maquillaje. Pero con sólo un movimiento de cabeza o el más insignificante cambio de expresión, volvía a su rostro un encanto tan adorable que Franz se sumía de nuevo en su abismo particular, más profundamente incluso que antes. Gracias a estas rápidas miradas llegó a hacer un estudio a fondo de Martha, a seguir y a presentir sus ademanes, a anticipar el movimiento, trivial, pero, para él, único, de su mano, que se levantaba vigilante cada vez que se le aflojaba en el moño una peineta diminuta. Lo que más le atormentaba era la gracia y la fuerza de su cuello blanco y desnudo, la contextura rica y delicadamente granulada de su piel, los elegantes atisbos de desnudez que le brindaban las faldas cortas y finas. Con cada nueva visita añadía Franz algo a su colección de encantos, que luego desmenuzaba golosamente en su cama solitaria, escogiendo aquel que más pábulo diera a su desbocada fantasía, hasta consumirse en él. Hubo una noche en la que vio en su brazo una diminuta marca color pardo. En otra ocasión, Martha se inclinó hasta el suelo sin levantarse de su asiento para alisar la punta de una alfombra y Franz pudo ver el nacimiento de sus pechos; sólo se serenó cuando la seda negra de su corpino volvió a cerrarse sobre ellos. Otra noche, Martha estaba arreglándose para un baile, y a Franz le desconcertó comprobar que sus sobacos eran tan suaves y blancos como los de una estatua.

Le preguntó sobre su niñez, sobre su madre, tema aburrido, sobre su ciudad natal, más aburrido todavía. Una vez, Tom puso el hocico en el regazo de Franz y bostezó, envolviéndole en un hedor insoportable: arenque apestoso, carroña.

—Este es el olor de mi niñez —murmuró Franz, apartando de sí la cabeza del perro.

Ella no le oyó, o no le entendió, y le preguntó qué había dicho, pero Franz no repitió su confesión. Habló del colegio y del polvo y del aburrimiento, de las empanadas indigestas de su madre y del carnicero de al lado, digno caballero de chaleco blanco que solía ir a cenar a diario a su casa y comía cordero de manera repugnantemente profesional.

—¿Y por qué repugnantemente? —le interrumpió Martha, sorprendida.

«Qué tonterías estoy diciendo», pensó él, poniéndose a describir con mecánico entusiasmo, y por centésima vez, el río, los paseos en bote, los chapuzones, las reuniones bajo el puente entre grandes tragos de cerveza.

Ella, de la radio, solía preferir la palabra hablada a las canciones, escuchaba reverentemente alguna lección de español, o una conferencia sobre las ventajas del deporte, o la voz conciliadora del señor Streseman, y luego volvía a alguna extraña música nasal. O bien le contaba con todo detalle el argumento de una película, la historia de las afortunadas especulaciones de Dreyer en los días de la inflación, o le resumía un artículo sobre la mejor manera de quitar manchas de zumo de fruta. Y, entre tanto, ella pensaba: «¿Cuánto tiempo más le va a hacer falta para que dé el primer paso?», sintiéndose divertida, y un poco conmovida incluso, al verle tan poco seguro de sí mismo, y diciéndose que con toda probabilidad no lo iba a dar nunca si ella no le ayudaba. Poco a poco, sin embargo, comenzó a sentirse irritada. Noviembre se desperdiciaba en nimiedades de la misma manera que el dinero cuando uno se encuentra en una ciudad aburrida. Con vago resentimiento recordaba Martha que su hermana ya había tenido por lo menos cuatro o cinco amantes, uno detrás de otro, y la joven mujer de Willy Wald hasta dos al mismo tiempo. Ya era hora, con treinta y cuatro años cumplidos. Verdad era que Martha tenía no sólo marido, sino también un bello chalet, plata antigua, coche; su próximo regalo iba a ser Franz. Pero no era tan sencillo como parecía; se percibía la intrusión de una leve brisa extraña, un ardor especial, una sospechosa suavidad...

De nada servía tratar de dormir. Franz abrió la ventana. En la transición de otoño a invierno hay a veces noches indecisas en las que, sin que se sepa de dónde llega, se siente un hálito de calor húmedo, un suspiro tardío del verano. Se puso su pijama nuevo a rayas y estuvo un rato cogido al alféizar, luego se asomó, soltó, bronca y malhumoradamente, un gargajo, y escuchó, esperando oírlo estrellarse contra la acera. Pero vivía en un quinto piso, y no en el segundo, como en su casa, de modo que no oyó nada. La ventana, al cerrarse, resonó lentamente, Franz se volvió a la cama. Aquella noche se dio cuenta, como suele darse cuenta uno súbitamente de estar sufriendo una enfermedad fatal, de que ya conocía a Martha desde hacía más de dos meses, y que su pasión se estaba disipando en inútiles fantasías. Y Franz le dijo a la almohada, en el lenguaje medio obsceno y medio grandilocuente que asumía cuando hablaba consigo mismo: «Da iguaclass="underline" mejor destruir mi carrera que esperar a que el cerebro se me trastorne. Mañana, eso, sí, mañana, la cojo y me la tiro, en el sofá, en el suelo, en la mesa, entre los cacharros rotos...» ¡Estaba loco!

Y llegó mañana. Fue a su casa después del trabajo, se cambió de calcetines, se limpió los dientes, se puso una corbata nueva de seda y fue a la parada del autobús con marcial determinación. Por el camino se repetía a sí mismo que era evidente que Martha le quería, que únicamente el orgullo la inducía a ocultarle sus sentimientos, y que esto era una lástima. Con sólo que se inclinara hacia él como por casualidad y le rozase la sien contra su mejilla sobre un álbum borroso, con sólo que, como había hecho la otra noche, apretase un momento la espalda contra la suya ante el espejo grande del recibidor y le dijera, volviendo hacia él la cabeza perfumada: «Soy una pulgada más alta que tú», con sólo..., pero en ese momento se dominó y le dijo al cobrador del autobús: