—Esto es debilidad, y no hay razón alguna para ser débil.
Daría igual que esta noche Martha se le mostrase más fría que nunca: había llegado el momento, ahora... Llamando al timbre apuntó en su mente la cobarde esperanza de que, quizás, por una de esas casualidades, Dreyer estuviera en casa. Pero Dreyer no estaba.
Al pasar por las dos primeras habitaciones, Franz se imaginó la escena: abriría de golpe la puerta, entraría en su tocador, la vería con un traje negro escotado y esmeraldas en el cuello, la abrazaría inmediatamente, bien fuerte, haciéndola crujir, haciéndola desmayarse, haciendo que se le cayeran las joyas; se imaginó esto con tal realismo que por una décima de segundo vio ante sus ojos su espalda curva, vio su propia mano, se vio a sí mismo abriendo la puerta, y como esta sensación era una incursión en el futuro y está prohibido entrar a saco en el futuro, recibió raudo castigo. En primer lugar, al imponerse orden a sí mismo, tropezó y la puerta se abrió de golpe. En segundo lugar, la habitación que Martha llamaba su tocador estaba vacía. En tercer lugar, Martha, llevaba esta vez un vestido color canela de cuello alto y cerrado por una larga hilera de botones. En cuarto lugar, le invadió tal invencible timidez que lo único que pudo hacer fue hablar más o menos coherentemente.
Martha había decidido que esta noche Franz iba a besarla por primera vez. Instintivamente había escogido uno de sus días del ciclo a fin de asegurarse de que no sucumbiría con demasiada rapidez y en un lugar tan poco apropiado a un deseo que, de otra manera, no le sería posible resistir. En previsión del abrazo prudentemente limitado que esperaba no se sentó desde el principio a su lado en el sofá. Como exigía la tradición, puso la radio, trajo una bandejita con libiclettes (cigarrillos vieneses), reajustó el pliegue de la cortina de una de las ventanas, encendió una lamparilla de luz opalina, apagó la luz del techo y (escogiendo el peor tema posible) comenzó a contar a Franz que el día anterior Dreyer había empezado un nuevo y misterioso proyecto, esperemos que muy lucrativo; recogió y puso contra el respaldo de una silla un chal de lana rosa, y sólo entonces se sentó junto a Franz, poniendo una pierna debajo de la otra, postura no muy cómoda precisamente, y ajustándose el plisado de la falda.
Sin razón alguna, Franz comenzó a elogiar a su tío, ponderando lo agradecido que le estaba y el intenso afecto que le había cogido. Martha asentía, distraída. Franz daba una chupada a su cigarrillo o lo sostenía junto a la rodilla, rozando con el filtro la tela de su pernera. El humo, como un fluir de leche espectral, reptaba, pegándose a la lanilla. Martha extendió la mano y, sonriéndole, le cogió la rodilla, como jugando con esta fantasmal larva de humo. Franz sintió la tierna presión de sus dedos. Se sentía hambriento, sudoroso, completamente impotente.
—...Y mi madre, en todas sus cartas, te diré, le manda su cariño más respetuoso, su afecto, su agradecimiento.
Se disolvió el humo. Franz siguió olfateando, como hacía cuando se sentía especialmente nervioso. Martha se levantó y apagó la radio. Franz encendió otro cigarrillo. Ella se había echado sobre los hombros el chal rosa y, como la heroína de alguna novela romántica y anticuada, le miraba fijamente desde el otro extremo del canapé. Con una risa torpona, Franz volvió a contar una anécdota del periódico de ayer. Luego, empujando la puerta con la pezuña, apareció Tom, muy triste, muy zalamero, muy desesperado, y Franz, por primera vez, se puso a hablar directamente al asombrado animal. Y, por fin, menos mal, llegó el bienamado Dreyer.
Franz llegó a casa hacia las once. Yendo de puntillas por el pasillo, camino del asqueroso y pequeño retrete, le llegó una risita ahogada a través de la puerta del casero. La puerta estaba entreabierta. Franz miró al pasar. El viejo Enricht, sin otra cosa que su camisa de dormir, estaba a cuatro patas con el trasero arrugado y blanquecino apuntando a un espejo reluciente. Tenía inclinado el rostro congestionado, enmarcado en pelo blanco, como la cabeza del profesor de la farsa «El Príncipe Hindú», y estaba mirando, por el arco de sus muslos desnudos, el reflejo de sus nalgas sin pelo.
V
Había, ciertamente, un aura de misterio en torno al nuevo proyecto de Dreyer. La cosa había comenzado un miércoles de mediados de noviembre con la visita de un forastero indescriptible de nombre cosmopolita y origen indeterminable. Podría ser checo, judío, bávaro, irlandés, según quién tratase de dilucidarlo.
Dreyer estaba en su despacho (una inmensa estancia silenciosa con inmensas ventanas ruidosas, un inmenso escritorio e inmensos sillones de cuero), cuando, después de recorrer un pasillo color verde oliva acompañado por el frenético martilleo de las máquinas de escribir, este indescriptible caballero hizo su entrada. Iba sin sombrero, pero con abrigo y guantes de invierno.
La tarjeta de visita que le precedió ostentaba el título de «Inventor» debajo del nombre. Ahora bien, a Dreyer le encantaban, demasiado quizás, los inventores. Con un ademán mesmérico hizo sentarse al visitante en el lujoso cuero de una silla demasiado muelle (con un cenicero sujeto a su pezuña gigantesca) y, jugueteando con un lápiz rojo y azul, se sentó de medio perfil frente a él. Las espesas cejas del visitante se agitaban como orugas negras y peludas, y las partes recién afeitadas de su rostro melancólico tenían matices turquesa oscuro.
El inventor comenzó por el principio, y esto a Dreyer le pareció bien. Los negocios han de ser siempre tratados con esa artera cautela. Bajando la voz, el inventor pasó con laudable suavidad del prefacio al asunto. Dreyer dejó el lápiz sobre la mesa. Aterciopeladamente y con todo detalle, el magiar —o francés, o polaco— expuso su negocio.
—¿Dice usted, entonces, que no tiene nada que ver con la cera? —preguntó Dreyer.
El inventor levantó el dedo:
—Absolutamente nada, aunque yo lo llamo «voskin», nombre comercial que mañana estará en todos los diccionarios. Su principal ingrediente es un producto resistente, incoloro, parecido a la carne. Quiero hacer particular hincapié en su elasticidad, supereslaticidad por así decir.
—Dígalo, dígalo —dijo Dreyer—, ¿y qué me dice de ese «impelente eléctrico»?, no lo entiendo bien del todo; ¿qué entiende usted, por ejemplo, por «transmisión contractiva»?
El inventor sonrió inteligentemente.
—Este es el quid de la cuestión. Sería mucho más sencillo, sin duda alguna, mostrarle a usted los proyectos; pero también está claro que todavía no tengo intención de hacerlo. Ya le he explicado cómo puede aplicarse mi invento. Ahora es cosa de usted facilitarme el dinero para la construcción del primer modelo.
—¿Cuánto necesitaría? —preguntó Dreyer con curiosidad.
El inventor replicó detalladamente.
—¿No le parece a usted —dijo Dreyer— que posiblemente su imaginación vale mucho más? Yo respeto y aprecio mucho la imaginación ajena. Si, pongamos por caso, viene a verme alguien y me dice: «Mi querido Herr Direktor, me gustaría soñar un poco. ¿Cuánto me pagaría usted por soñar?, puede que me decidiera a iniciar negociaciones con él. Por el contrario, usted, mi querido inventor, me ofrece, así, por las buenas, algo práctico, algo de producción industrial. ¿Qué importancia tiene la práctica? Tengo el deber de creer en los sueños, pero no en su realización. ¡Pah! (Esta era una de las explosiones labiales de Dreyer.)