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De pronto el espejo hizo una señaclass="underline" un brillo de advertencia. Reflejó un sobaco azulado y un bello brazo desnudo. El brazo se estiró, y volvió a caer, sin vida. Poco a poco la cama volvió a Berlín, desde el Edén, y fue recibida por una explosión de música de la radio del piso de arriba, que cambió inmediatamente a un excitado parloteo, reemplazado también por la misma música, más lejana ahora. Martha yacía con los ojos cerrados, y su sonrisa componía dos hoyuelos en forma de hoz a ambos lados de su boca, fuertemente cerrada. Los hilos negros, antes impenetrables, estaban ahora echados hacia atrás, despejando las sienes, y Franz, junto a ella, apoyado en el codo, contemplaba fijamente su tierna oreja desnuda, su límpida frente, hasta encontrar de nuevo en este rostro aquel atisbo de Madonna que, aficionado como era a las comparaciones, ya había notado tres meses antes.

—Franz —dijo Martha sin abrir los ojos—, Franz, ¡fue gloria pura! Nunca, nunca...

Se fue una hora más tarde, prometiendo a su pobre queridito que la próxima vez tomaría precauciones menos crueles. Antes de salir estudió minuciosamente todos los rincones de la habitación, recogió el pijama de Franz, le quitó del bolsillo la pluma estilográfica y la dejó en la mesita de noche, cambió de sitio la silla, observó que tenía los calcetines rotos y que le faltaban botones, y dijo que, en general, iba a haber que arreglar un poco mejor el cuarto: pañitos posavasos, quizás, y, por supuesto, un canapé con dos o tres cojines de colores vivos. Habló del canapé con el casero, a quien encontró dando paseos por el pasillo muy tranquilo, en espera, sin duda, de poder barrer el cuarto y llevarse las cosas del café. Sonriendo ya a Martha, ya a Franz, y frotándose las palmas ásperas, dijo que, en cuanto volviese su mujer, volvería también el canapé. Como jamás había sacado de allí un canapé para mandarlo a arreglar (el lugar vacío lo ocupaba antes el piano de un inquilino anterior), respondió con gran satisfacción a las preguntas de Martha, que eran muy precisas. En general, el viejo y gris Enricht, con sus zapatillas de fieltro de andar por casa adornadas con hebillas, estaba contento de su vida, sobre todo desde el día en que descubriera que tenía el original don de transformarse en toda clase de seres: caballos, cerdos, chicas de seis años con gorro de marinero. Y es que, realmente, Enricht (y esto, como es natural, él lo guardaba en secreto) era el famoso ilusionista y prestidigitador Menetek-El-Pharsin.

A Martha le gustaban sus maneras corteses, pero Franz le advirtió que era un poco raro.

—Querido mío —le dijo ella, bajando ya la escalera—, pues mira, tanto mejor. Este viejo tranquilo resulta mucho más seguro que una vieja chillona. Au revoir, tesoro mío. Puedes darme un beso, pero rápido.

La calle era de lo más deslucido. Quizás cuando acabaran el «Cine Palacio» mejoraría. En un lugar estratégico que daba a la acera, un gran cartel enmarcado en madera mostraba un ilusorio futuro: un edificio altísimo de cristal reluciente se erguía altivo en medio de un amplio espacio de aire azul, aunque en la realidad casas de pisos de bastante mal aspecto se le arrimaban hasta casi tocar sus muros, que se iban elevando lentamente. Los pisos a medio terminar, cubiertos de andamiaje, sobre el prometido cine, contendrían una sala para exposiciones, un salón de belleza, un laboratorio fotográfico, y muchas atracciones más.

En una dirección la calle se transformaba en callejón sin salida, en la otra desembocaba en una placita donde los martes y los viernes se abría un modesto mercado al aire libre. De allí salían dos calles: la de la izquierda era una calleja retorcida que se usaba para agitar banderas rojas en las celebraciones políticas, y la de la derecha una vía larga y populosa, en la que había un gran almacén donde todo costaba veinticinco centavos, ya fuese un busto de Schiller o un quarter. Martha tenía frío pero se sentía feliz. La calle terminaba en un pórtico de piedra con una «U» blanca en cristal azuclass="underline" una estación del metro. Allí torcía a la izquierda, saliendo así a un bulevar bastante bonito. Luego terminaban las casas; se veía algún que otro chalet en construcción, o algún terreno aparcelado en pequeñas huertas. Después reaparecían las casas, grandes y nuevas, rosadas y color pistacho. Martha dio la vuelta a la tercera de éstas y se vio en su propia calle. Más allá de su chalet había una amplia avenida por la que iban dos líneas de tranvías: la 113 y la 108, y una de autobús.

Pasó rápidamente por el sendero de gravilla que conducía al portal. En aquel mismo instante el sol barrió el bajo vientre del cielo blanco, encontró en él una grieta y penetró radiantemente por ella. Los arbolillos respondieron sin más con todas sus húmedas gotitas de luz. El césped relució a su vez. El ala de cristal de un gorrión relampagueó al pasar.

Cuando entró Martha en su casa, la relativa oscuridad del recibidor se llenó de rosadas motas ópticas que revoloteaban ante sus ojos. En el comedor, la mesa estaba aún sin poner. En el dormitorio, el sol repentino se había plegado ya cuidadosamente en la alfombra y en el canapé azul. Martha se dispuso a mudarse, sonriendo, suspirando de felicidad, aceptando con agradecimiento su propio reflejo en el espejo.

Un poco más tarde, en el centro del dormitorio, vestida de granate, las sienes bien suaves y el mínimo posible de maquillaje, le llegaron a Martha del piso de abajo los ladridos tontamente líricos de Tom, seguidos por la voz alta de un desconocido. A mitad de camino escaleras abajo, tropezó con el desconocido, que subía y pasó rápidamente a su lado, silbando y tamborileando con la fusta contra el pasamano:

—Hola, amor mío —le dijo, sin detenerse—, en diez minutos bajo.

Y salvando los dos o tres últimos escalones de un solo y pesado salto, emitió un jovial gruñido y dirigió una mirada a su cabello recogido:

—Sube corriendo —le dijo ella, sin volver la vista—, y hazme el favor de quitarte de encima ese olor a caballo.

Comiendo, entre conversación insubstancial y tintineos —ese tintineo especial que es mitad cristal y mitad metal, inseparable del proceso habitual de la alimentación humana—, Martha seguía sin reconocer al amo de la casa, con su móvil bigote recortado y su costumbre de meterse en la boca, ya un rábano, ya alguna de las migas de pan que constantemente amasaba contra el mantel al hablar. Y no es en absoluto que se sintiera cohibida en su presencia. Ella no era ni una Emma ni una Anna. A lo largo de su vida conyugal se había ido acostumbrando a conceder sus favores a su adinerado protector con tal maña, con tal cálculo, con tan eficaz hábito de práctica corporal, que, a pesar de considerarse madura para el adulterio, lo estaba ya realmente, y desde hacía largo tiempo, para la prostitución.

A su derecha se sentaba un viejo de aspecto algo tosco, con un título vistoso; a su izquierda, el rechoncho Willy Wald, con grandes carrillos rojos y tres pliegues iguales de grasa sobre la parte posterior del cuello. Junto a él se sentaba su ruidosa madre, también corpulenta, con los mismo ojos oscuros, saltones y húmedos. Su voz áspera se cortaba brusca y constantemente en una risotada fuerte y gorgoteante, tan distinta de su manera de hablar que un ciego habría pensado que se trataba de dos personas distintas. Junto al viejo conde relucía la joven señora de Wald, empolvada hasta la palidez cadavérica y con un arco de las cejas a todas luces forzado; podía, por lo que a nosotros respecta, quedarse con sus tres gigolós. Y entre ambos, en frente de Martha, oculto ya por una dalia carnosa, ya por facetas de cristal, hablaba y reía un señor Dreyer completamente superfluo. Todo, menos Dreyer, estaba bien. La comida, sobre todo el ganso, y el rostro pesado del calvo y amable Willy, y la conversación sobre automóviles, y el ingenio del conde, y su anécdota, contada sotto voce, sobre la operación a que hubo de someterse una estrella vieja para estirarse la piel, con la consecuencia de que ahora tenía la barbilla adornada por un nuevo hoyuelo que antes había sido su ombligo. Ella, por su parte, no hablaba apenas. Pero su silencio era tan vibrante, tan sensible, con una sonrisa tan animada en los labios relucientes y medio abiertos, que parecía insólitamente locuaz. Dreyer no pudo menos de admirarla desde detrás de las puntas gruesas y rosadas de las dalias, y la sensación de que, a fin de cuentas, Martha se sentía feliz con él, casi le hacía perdonar la infrecuencia de sus caricias.