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—¿Cómo es posible querer a un hombre cuyo simple contacto te produce arcadas? —le confesó a Franz en uno de sus encuentros siguientes, al insistir él en que le dijera si quería a su marido.

—¿Entonces yo soy el primero? —preguntó él, ávido—, ¿el primero?

A modo de respuesta, Martha enseñó sus dientes relucientes y le pellizcó lentamente la mejilla. Franz le aferró las piernas y levantó la vista a su rostro, moviendo la cabeza para tratar de cogerle los dedos con la boca. Martha estaba sentada en el sillón, ya vestida y lista para irse, pero incapaz de hacerlo, y Franz se encogió de rodillas ante ella, despeinado, las gafas relucientes, con sus nuevos tirantes blancos. Acababa de poner a Martha los zapatos de tacón alto, porque, para estar con él, ella prefería zapatillas de alcoba con borlas carmesí. Este par de zapatillas (regalo modesto, pero considerado, de Franz) lo guardaban nuestros amantes en el cajón inferior de la cómoda, porque la vida, con cierta frecuencia, imita a los novelistas franceses. Ese cajón, además, contenía un pequeño arsenal de adminículos anticonceptivos, acumulados allí poco a poco por Martha, que, tras haber tenido un aborto el primer año de su matrimonio, sentía un miedo morboso al embarazo. Guardando las bonitas zapatillas para la próxima vez, Franz pensó que todo aquello añadía un precioso matiz femenino a su habitación, que también había ido volviéndose más atractiva por otros motivos. Tres dalias rosadas estaban al borde de la muerte sobre la mesa en un florero azul oscuro que sólo tenía un reflejo oblongo. Pañitos de encaje habían aparecido por todas partes, y el canapé, tan tenazmente prefigurado, no tardaría en hacer acto de presencia; Martha había comprado ya dos cojines color pavo real para adornarlo. En el lavabo, un recipiente de celuloide contenía una pastilla redonda de jabón de color canela y con aroma a violetas para uso de Martha. Y los objetos de aseo del muchacho se completaban ahora con un frasco de Anticaprine y una loción para la piel que tenía en la etiqueta un rostro con pecas. Todas sus cosas ahora estaban cuidadas y clasificadas; su ropa interior ostentaba sus iniciales, amorosamente bordadas; una mañana inolvidable entró Martha en la tienda, pidió ver las corbatas más elegantes que había, escogió tres y desapareció con ellas, pasando por su departamento y ahogándose sucesivamente en los numerosos espejos, y el hecho mismo de que ni siquiera le mirase añadía un encanto extraño a esta cita cristalina. Las corbatas colgaban ahora en su armario, como trofeos; y había también un proyecto fantástico en lenta fermentación: ¡un smoking!

El amor ayudaba a Franz a madurar. Esta primera experiencia semejaba a un diploma del que cualquiera podía sentirse orgulloso. Durante todo el día le atormentaba el deseo de mostrar este diploma a los demás vendedores, pero la prudencia le vedaba la menor insinuación. Hacia las cinco y media (Piffke, pensando que así complacía al amo, le dejaba salir un poco antes que a los otros) llegaba corriendo sin aliento a su habitación, y Martha hacía su aparición poco después con un par de bocadillos comprados en la mantequería de la esquina. El contraste, curioso, pero, al tiempo, conmovedor que presentaban el cuerpo delgado de Franz y su parte enhiesta, más bien corta, pero excepcionalmente gruesa, hacía prorrumpir a su amante en cánticos de elogio a su virilidad:

—¡El gordinflón está ansioso, pero qué ansioso...!

O bien decía:

—Te apuesto (le encantaban las apuestas) un jersey nuevo a que no eres capaz de hacerlo otra vez.

Pero el tiempo no es amigo de los amantes. Un poco después de las siete Martha tenía que irse. Era puntual, además de apasionada. Y a eso de las nueve Franz solía ir a cenar a casa de su tío.

Una felicidad cálida y abundante llenaba al Franz físico hasta rebosar, le pulsaba en las sienes y en las muñecas, le latía en el pecho, le manaba del dedo en forma de gota de rubí cuando se pinchaba por descuido en la tienda: tenía que lidiar frecuentemente con alfileres en su departamento (aunque no tanto como Kottman, el sastre encargado de las pruebas, que se parecía al pez llamado «patillas de gato», habitante del remoto río de una niñez acabada, cuando daba vueltas con la boca erizada de alfileres en torno a un cliente marcado de tiza). Pero, en general, sus manos se habían vuelto ahora más ágiles y ya no tenía dificultades con las tapas duras ni con el papel de seda de las cajas de cartón, como había tenido las primeras semanas. En cierto modo, esos rápidos ejercicios detrás del mostrador habían acabado por preparar sus manos para otros movimientos y contactos, rápidos también y ágiles, que inducían a Martha a ronronear de placer, porque a ella le gustaban sobre todo sus manos, y en particular cuando, con una sucesión de roces rapsódicos, pasaban sobre todo su cuerpo blanco como la leche. Fue así como un mostrador de tienda había servido de teclado mudo en el que Franz ensayaba su felicidad.

Pero en cuanto se iba Martha, en cuanto se acercaba la hora de cenar y de enfrentarse con Dreyer, todo cambiaba. Como ocurre con los sueños, cuando un objeto completamente inofensivo llega a inspirarnos miedo y, en consecuencia, se vuelve temible cada vez que lo soñamos (e incluso en la vida diaria conserva rasgos inquietantes), la presencia de Dreyer llegó a convertirse para Franz en una tortura refinada, en una amenaza implacable. Cuando, por primera vez desde la visita de Martha, recorrió la corta distancia que había entre la puerta del jardín y la de la casa (bostezando nerviosamente y tocándose las gafas al andar); cuando, por primera vez en su papel de amante clandestino de la señora de la casa, miró de reojo a la inocente Frieda y cruzó el umbral frotándose las manos húmedas de lluvia, Franz se sintió abrumado por una sensación tan misteriosa que, en su temor y confusión, intentó darle una patata a Tom, que le recibía en el cuarto de estar con una inesperada explosión de afecto; esperando a sus anfitriones, Franz buscaba supersticiosamente en las manchas vivas de los cojines presagios de desastre. Siendo como era un cobarde abyecto y sumamente nervioso en materias de sentimiento (y los cobardes de esta especie son doblemente desgraciados, porque se dan cuenta de su cobardía con toda lucidez y la temen), no pudo menos de echarse a temblar cuando, con un batir de puertas, Martha y Dreyer entraron al mismo tiempo procedentes de dos habitaciones distintas, como si el cuarto de estar fuera un escenario demasiado iluminado. Al verles se puso rígido, y en esta actitud de firme se sintió ascender por el techo, perforar el tejado, subir al cielo marrón oscuro, mientras, en la realidad, completamente vacío de sensaciones, estaba dando la mano a Martha, a Dreyer. Volvió a caer a tierra, abandonando su oscura inexistencia, dejando sus alturas desconocidas y tontas para aterrizar firmemente en medio de la habitación (¡fuera de peligro, fuera de peligro!), cuando el jovial Dreyer hizo un círculo en el aire con el dedo índice y se lo hincó en el ombligo; Franz remedó un jadeo y emitió una risita sofocada, mientras Martha, como de costumbre, se le mostraba fríamente radiante. Sus temores no pasaron, aunque perdieron fuerza por el momento: una mirada descuidada, una sonrisa elocuente, y todo saldría a la superficie, y entonces su carrera se vería sacudida por un desastre inimaginable. Desde entonces, cada vez que entraba en la casa, se imaginaba que el desastre en cuestión había ocurrido ya: que Martha había sido descubierta o lo había confesado todo en un momento de locura o de autoinmolación religiosa ante su marido; y la araña del cuarto de estar le recibía siempre con su siniestra refulgencia.