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Pero ahora, como antes, Dreyer no le hablaba apenas de estas cosas. El interés de Martha por los asuntos de su marido no formaba parte orgánica del nuevo sentido penetrante, quejoso y palpitante que había cobrado su vida. Sentía que no podría ser completamente feliz sin esa mezcla de banco y cama y, a pesar de todo, no sabía cómo llegar a la armonía, cómo eliminar la discordia. Dreyer, en una ocasión, le había mostrado un pedazo de papel en el que había sumado, para que ella lo viera, la totalidad de su fortuna en números redondos.

—¿Te parece que es bastante? —le preguntó, sonriente—, ¿qué piensas?

Aquellos setecientos mil dólares intocables estaban en una caja fuerte en Hamburgo. Y había otra fortuna en valores. Y también importantes recursos de naturaleza menos sólida y más cambiante que constituían la savia de su negocio. Y estaba luego el testamento que acababa de hacer: a ella le había costado dos noches de amor extenuante, pero, menos mal, de él había quedado completamente excluido un hermano joven y descarriado que vivía en Sudáfrica y que, sospechaba Martha, estaba muy interesado en su parte del botín.

—De modo que somos prácticamente millonarios —le dijo, y fue ésta una de sus reacciones, tan raras como radiantes, por las que su marido estaba dispuesto a pagar mucho más de lo que poseía.

—En una posición excelente, una posición excelente, querida —respondió él.

Pasara lo que pasase, meditaba Martha, en la bolsa o por causa de sus caprichosos negocios, siempre quedaría suficiente dinero para muchos años de vida ociosa, digamos hasta que ella cumpliera los sesenta, o los cincuenta y ocho; Franz, que entonces aún tendría cuarenta y cinco, conservaría todo su ardor. Sin embargo, mientras estuviese vivo, el señor Dreyer tendría que seguir ganando dinero. Por lo tanto, pasando del entusiasmo a una expresión de sombría inquietud, Martha le apremió a acumular más dinero en Hamburgo, a arriesgar menos en Berlín, devolviéndole fríamente el pedazo de papel. Estaban en pie junto a la mesa donde Parsifal mantenía en alto el farol encendido, y del curioso silencio que envolvía el chalet se deducía que estaba nevando y que una capa de blanco oscuro estaba cubriendo el jardín. Diciembre estaba resultando más frío que de costumbre, con temperaturas espectacularmente bajas, que, sin duda, anotarían ansiosamente los olvidadizos miembros de la prensa, igual que habían hecho un par de años antes. Dreyer miró, inquieto, su reloj de pulsera. Los tres iban a ver un espectáculo de variedades. Como un niño, tenía miedo de llegar tarde. Martha cogió el periódico que estaba sobre la mesa y miró los anuncios y las noticias locales, enterándose así de que un lujoso chalet estaba en venta por quinientos mil reichsmark, y de que un coche había volcado, matando a su ocupante, el famoso actor Hess, que iba a visitar a su mujer enferma.

—Dios mío —exclamó—, esto es increíble.

En la salita contigua, Franz escuchaba sin mayor interés la voz sonora de la radio, que daba detalles del accidente.

El enorme teatro estaba abarrotado: el vasto escenario seguía oculto tras el telón. Se apretujaron en uno de esos palcos angostos en los que uno se da cuenta de lo incómodo y lioso que puede ser un par de piernas. El que peor lo pasaba era Franz, tan larguirucho. Y como si no bastara el que sus extremidades inferiores hubiesen adquirido una longitud grotesca, Martha, cumpliendo estrictamente todas las reglas del adulterio, apretaba su sedosa rodilla contra la pierna derecha de Franz, torpemente doblada, mientras Dreyer, sentado a su izquierda y un poco detrás de ambos, se apoyaba ligeramente contra el hombro de Franz y le hacía cosquillas constantemente en la oreja con la punta del programa que estaba mirando. El pobre Franz estaba atrapado entre el temor a que el marido notara algo y el deleite de sentir las chispas de seda que le recorrían el cuerpo.

—Qué teatro más grande —murmuró, moviendo ligeramente el hombro para escapar al dorado vello de la repulsiva mano de Dreyer—, me imagino cuánto ganarán cada noche aquí. Veamos..., alrededor de dos mil asientos...

Dreyer, al tiempo que releía el programa por segunda o tercera vez, exclamó:

—Ah, mira, esto estará bien: un número de ciclistas.

Las luces se fueron amortiguando. La presión de la rodilla de Martha aumentó temerariamente, pero enseguida cedió al comenzar a tocar la orquesta un popurrí de Lucia di Lammermoor(lo que, dadas las circunstancias, parecía muy a propósito, aunque de esto nuestro auditorio no se diese cuenta).

Vieron muchas cosas muy entretenidas. A Martha el programa le pareció muy aceptable. Dreyer lo encontró realmente bueno, y a Franz le encantaron todos los números. Un hombre de chistera hizo juegos malabares con botellas, a las que, de pronto, añadió también su chistera; cuatro japoneses volaron de acá para allá en trapecios que rechinaban rítmicamente, y, descansando entre dos pruebas de destreza, se tiraban unos a otros un pañuelo de colores vivos con el que se frotaban remilgadamente las manos; un payaso, siempre a punto de perder los pantalones, iba por la pista como un pato, dando largos silbidos cada vez que resbalaba y caía ruidosamente de bruces; un caballo, tan blanco que se diría que estaba empolvado, ajustaba delicadamente sus pasos al ritmo de la música; una familia de ciclistas locos sacaba todo el partido posible, y más aún, a las propiedades de la rueda; una foca negra y lustrosa emitía gritos roncos como de bañista que se ahoga, y se deslizaba luego, suave y tersa, como untada toda ella en grasa, por una tabla hasta caer en el agua de una piscina donde una muchacha medio desnuda saludaba al feliz animal con un beso en el hocico. De vez en cuando Dreyer gruñía de satisfacción y daba un codazo a Franz. Después de recibir la foca su recompensa final, una caballa viva que cogió suculentamente en el aire con las fauces abiertas, y se fue al galope de sus aletas, bajo el telón para que la gente, como dicen los franceses, se recogiera en sí misma; cuando volvió a levantarse, apareció en el centro de la pista oscurecida una mujer con zapatos plateados y smokingcubierto de lentejuelas, bañada en luz y con un violín luminoso al que aplicaba un arco que relucía como una estrella. El reflector, diligentemente, la bañaba de luz ya rosa, ya verde; una diadema resplandecía en su frente. Tocaba lánguida y deliciosamente, llenando a Martha de tal emoción, de tan exquisita tristeza, que entrecerró los ojos y encontró con la suya la mano de Franz en la oscuridad, y él, a su vez, experimentó la misma sensación: un punzante arrebato en armonía con su amor. Aquella fantasmagoría musical (como se llamaba el número en el programa) chispeaba y desfallecía, el violín cantaba y gemía, la luz rosa y verde se complicó de azul y violeta, y llegó un momento en que Dreyer ya no pudo aguantar más:

—Tengo los ojos y los oídos cerrados —dijo con un quejumbroso susurro—, avisadme cuando termine esta obscena abominación.

Martha se sobresaltó y Franz pensó que todo estaba perdido: les había visto cogidos de las manos. En aquel mismo momento la pista se volvió negra y el circo se vino abajo bajo una avalancha de aplausos.

—No entiendes absolutamente nada de arte —dijo Martha seca—, lo único que haces es molestar a los que queremos escuchar.

Dreyer emitió un ruidoso suspiro de alivio. Luego, con ademanes llenos de delicadeza, con agitados movimientos de cejas, como un hombre que tiene prisa por olvidar algo, miró el número siguiente en el programa:

—Vaya, esto me gusta más —dijo—, Los Guta Perchas, quienesquiera que sean, y luego un ilusionista de fama intercional.