Выбрать главу

Le cogió la cabeza con ambas manos, mirándole intensa y severamente a los ojos, y luego, despacio, como decidida a darle un suave mordisco, acercó a sus labios la boca medio abierta, se apoderó de ellos.

—Vergüenza debiera darte —dijo, soltándole poco a poco—, vergüenza debiera darte —repitió, con un movimiento de cabeza, jamás pensé que pudieras ser tan tonto. No, espera un momento. Quiero que entiendas lo estúpido que eres. No puedes tocarme, pero yo sí que te puedo tocar a ti, y mordisquearte, y hasta tragarte entero si se me antoja. —Escucha —le dijo un poco más tarde, cuando aquella acrobacia, completamente nueva para Franz, había llegado a feliz desenlace—, escucha, Franz, ¿no sería maravilloso que esta noche no tuviera yo que irme a casa? Hoy, mañana, nunca. Pero, claro, no podríamos vivir en una habitación pequeña como ésta.

—Alquilaríamos una habitación más grande y más luminosa —dijo Franz con aplomo.

—Sí, eso, soñemos un poco. Más grande y mucho más luminosa. Quién sabe, a lo mejor hasta dos habitaciones, ¿qué te parece? ¿O tres? Y, por supuesto, una cocina.

—Y muchísimos cuchillos estupendos —dijo Franz—, cuchillos de cortar carne, y cuchillos de queso, y un rebanador para cerdo asado, pero tú no tendrías que cocinar, se te estropearían las uñas, con lo bonitas que las tienes.

—Sí, claro, tendríamos cocinera. ¿En qué habíamos quedado?, ¿tres habitaciones?

—No, cuatro —dijo Franz, después de pensarlo un momento—, dormitorio, recibidor, cuarto de estar, comedor.

—Cuatro. Muy bien. Un apartamento de cuatro habitaciones, como es debido. Con cocina y con baño. Y el dormitorio todo decorado en blanco, ¿no te parece? Y las demás habitaciones en azul. Y también tendremos una sala con muchísimas flores. Y una habitación extra en el piso alto, por si acaso, por ejemplo para invitados... A lo mejor para un invitado pequeñín pequeñín.

—¿Dónde, en el piso alto?

—Sí, por supuesto, tendríamos un chalet.

—Ah, sí, claro —asintió Franz.

—Adelante, querido. Un chalet aislado, en eso quedamos. Y con un bonito vestíbulo. Bueno, entramos. Alfombras, cuadros, plata, sábanas bordadas. ¿De acuerdo? Y un jardín con árboles frutales. Magnolias. ¿No, Franz?

El suspiró.

—Todo eso lo tendremos de aquí a diez años, o más. Todavía falta tiempo para que yo gane mucho dinero y tú te puedas divorciar.

Martha quedó silenciosa, como si no estuviera en la habitación. Franz se volvió hacia ella, sonriente, dispuesto a seguir el juego, pero su sonrisa se desvaneció: Martha le miraba con los ojos entrecerrados, mordiéndose el labio.

—¡Diez años! ¡Está visto que eres tonto! ¿De verdad estarías dispuesto a esperar diez años?

—Pues no parece que haya otra solución —replicó Franz—, no sé, la verdad, a lo mejor, si tengo mucha suerte...; fíjate por ejemplo, en el señor Piffke: lleva trabajando en la tienda desde que se abrió, y por eso sé exactamente cuántos años de antigüedad tiene. Pero vive muy modestamente. No gana más de cuatrocientos cincuenta marcos al mes. Y su mujer también trabaja. Tienen un apartamento diminuto, lleno de cajas y cosas de ésas.

—Vaya, menos mal que te das cuenta —dijo Martha—, verás, querido mío, los sueños no te los aceptan en el banco, no son buenas garantías, ni producen dividendos.

—¿Qué vamos a hacer entonces? —dijo Franz, asustado—, de sobra sabes que yo, por mí, me casaría contigo inmediatamente, no puedo vivir sin ti, sin ti soy como una manga vacía, pero la verdad es que no tengo dinero ni siquiera para comprar una de esas esteras tan bonitas que vendemos ahora en la tienda, tanto menos una alfombra como es debido. O sea que tendría que buscarme otro trabajo, pero es que no sé nada (contrayendo el rostro), no tengo experiencia en nada, tendría que volver a hacer de aprendiz, y viviríamos en una habitación húmeda y desangelada, ahorrando dinero en comida y en ropa.

—Sí, y sin un tío que nos echara una mano —dijo Martha secamente—, lo que se dice ni un tío.

—Total, que la cosa es imposible —dijo Franz.

—Absolutamente imposible —dijo Martha.

—¿Por qué estás enfadada conmigo? —preguntó Franz al cabo de un momento de silencio—, ni que tuviera yo la culpa. La verdad es que no es culpa mía. Si quieres podemos seguir soñando, pero hazme el favor de no enfadarte. Tengo diecisiete trajes, como mi tío. ¿Quieres que te explique cómo son?

—Para dentro de diez años —dijo ella echándose a reír—, para dentro de diez años, querido mío, la moda masculina habrá cambiado mucho.

—Y dale. Otra vez te enfadas.

—Pues claro que me enfado. Pero no contigo, sino con el destino. Verás, Franz..., no, no entenderías.

—Claro que entenderé —dijo Franz.

—Bueno, entonces te lo digo. Verás, la gente, en general, hace toda clase de planes, pero nunca se tiene en cuenta una posibilidad: la muerte. Es como si nunca fuese a morir nadie. Y haz el favor de no mirarme como si estuviera diciendo algo indecente.

Tenía ahora la misma expresión extraña de la noche anterior, cuando trataba de imitar a un policía.

—Me tengo que ir, es hora —dijo Martha frunciendo el ceño. Se levantó y se miró al espejo.

—Ya venden árboles de Navidad por la calle —añadió, alzando los codos para ponerse el sombrero—, quiero comprar uno, un abeto enorme y carísimo, y muchísimos regalos para adornarlo. Hazme el favor de darme cuatrocientos veinte marcos, estoy sin blanca.

—Y también estás muy antipática —suspiró Franz.

La acompañó a la puerta y bajó con ella por las escaleras oscuras. Fueron juntos hasta la plaza. Los obreros habían empezado ya la fachada del cine nuevo. La acera muy resbaladiza, el cielo relucía bajo las farolas.

—¿Quieres que te diga una cosa, querido mío? —dijo Martha, despidiéndose de él en la esquina—, hoy podía haberme puesto de luto riguroso. Y me habría sentado la mar de bien. Es pura casualidad que no me veas de luto. Medita bien esto que te digo sobrinito mío.

Y entonces ocurrió justo lo que ella quería: Franz la miró, abrió la boca y rompió a reír. Y ella hizo lo mismo. Un señor que estaba cerca de ellos esperando a que su fox terrierse decidiese a bautizar una farola, echó a la alegre pareja una mirada de aprobación y envidia.

—De luto —dijo Franz, ahogándose de la risa. Y ella asintió, risueña—, de luto —repitió Franz, sofocando con la palma de la mano una estentórea carcajada. El hombre del fox terrierse alejó moviendo la cabeza—, la verdad es que te adoro —articuló Franz con voz débil, y estuvo bastante rato mirándola con ojos húmedos.

Sin embargo, en cuanto se hubo alejado camino de casa, la expresión de Martha cambió, se volvió a poner seria, mientras Franz se limpiaba los cristales de las gafas con el pañuelo y se dirigía a la suya dando un paseo y riendo para sus adentros:

«Sí, justo, fue pura casualidad. Con sólo que el dueño del coche hubiera estado sentado junto al chófer. Imaginémosle allí sentado. Pues ella hoy sería... viuda. Y viuda rica. Una adorable amante, una maravillosa esposa. Y con qué gracia lo dijo: lo tuyo es miel; lo de él, veneno. Y además, eso: qué necesidad hay de complicar el accidente. Al fin y al cabo, los accidentes de automóviles no son siempre mortales; con demasiada frecuencia terminan en magulladuras, una fractura, algún desgarrón, tampoco hay que pedirle demasiado a la suerte: lo quiero exactamente así, por favor haga que se le derramen los sesos. Y hay otras posibilidades: una enfermedad, pongo por caso. A lo mejor resulta que tiene el corazón delicado y no lo sabíamos. Y luego, con la de gripe que hay y la de gente que muere de ello. Y entonces sí que podríamos pasarlo bien. La tienda seguiría funcionando. Y el dinero entraría a espuertas. Pero lo más probable es que él entierre a su mujer y llegue vivo al siglo veintiuno. Me parece que leí algo el otro día en los periódicos sobre un turco que tenía ciento cincuenta años y seguía teniendo hijos, el muy cerdo.