Así meditaba, vaga y cruelmente, sin darse cuenta de que sus pensamientos se habían salido del cauce por el que Martha los había impulsado. La idea del matrimonio también le venía de ella. Era una buena idea. Y si tanto le gustaba a él que Martha le complaciera dos veces en una hora dos o tres días a la semana, ¡cuántos y cuan variados éxtasis no le concedería si estuvieran juntos veinticuatro horas al día! Así calculaba la felicidad, con toda candidez, como un niño goloso se imagina un país con barro de crema de chocolate y nieve de helado.
Por aquellos días —que, años más tarde, muy viejo y muy enfermo, y con más culpas encima que un simple avunculicidio, él iba a recordar con desdeñososa sonrisa—, el joven Franz se sentía completamente ajeno a la corrosiva probidad de estos agradables ensueños sobre la muerte súbita de Dreyer. Vivía sumido en una región de delirios, pero con toda la alegría y ligereza que cabe imaginar. Y sus encuentros siguientes con Martha fueron, en apariencia, igual de naturales y tiernos que los anteriores, pero, de la misma manera que la pequeña y modesta habitación, con sus muebles viejos y sin pretensiones y su pasillo ingenuamente oscuro, tenía por dueño a una o más personas, incurable pero no evidentemente locas, acechaba ahora algo extraño en aquellas visitas: algo, al principio, vagamente misterioso y vergonzoso, pero abrumador ya y todopoderoso. Dijera Martha lo que dijese, por muy encantadoramente que le sonriera, Franz percibía una insinuación en cada una de sus palabras y miradas. Eran como dos herederos sentados en una salita a medio iluminar, mientras Creso en el dormitorio contiguo, suplica al médico y maldice al cura. Podrían hablar de lo que fuese: de banalidades, de lo cerca que estaba Navidad, de lo bien que se vendían en la tienda esquíes y prendas de lana; de cualquier cosa, aunque ahora, quizás, con un poco más de seriedad que antes, porque sus oídos estaban alerta, sus ojos relucían de manera cambiante: la impaciencia secreta no conoce la paz, siempre en tensa espera del médico siniestro que saldrá de puntillas suspirando expresivamente, y, ¡por fin!: por la rendija de la puerta, se atisba la larga espalda del cura, representante de la Iglesia, infinitamente caritativa, impartiendo una bendición sobre la cama blanca, blanca.
Pero era el suyo un desvelo sin objeto. Martha sabía perfectamente que Dreyer nunca tenía siquiera un dolor de muelas o un resfriado. Por eso la irritó sobremanera el resfriado que ella cogió justo antes de las vacaciones; la pobre mujer tenía una tos seca, molestias y resuellos constantes en los bronquios, sudaba de noche y pasaba el día en una especie de arrobamiento embobado, aturdido por la supuesta gripe, la cabeza pesada y las orejas en en un continuo zumbido. Llegó Navidad y seguía igual. Aquella tarde, a pesar de todo, se puso un ligero vestido color fuego muy escotado en la espalda y, ensordecida por la aspirina, tratando de disipar su enfermedad con pura fuerza de voluntad, se dedicó a supervisar los preparativos: el ponche, la mesa, el humoso ajetreo de la cocinera.
En la sala se erguía un abeto fresco y frondoso, su corona plateada tocaba el techo, todo él estaba decorado con delicado oropel y moteado de bombillitas rojas y azules todavía sin encender, indiferente a tan bufonesca pompa. En un rincón poco acogedor entre la salita y la puerta llamado, por las razones que fueran, sala de recibo, donde, entre muebles de mimbre, crecían y florecían plantas en tiestos —ciclaminos, siete cactus enanos, una peperonia con las hojas pintadas—, y donde el resplandor anaranjado de una chimenea eléctrica luchaba en vano contra la corriente que llegaba de una ventana, Dreyer, de riguroso smoking, leía, sentado, un libro inglés, mientras llegaban sus invitados. La escena transcurría en la isla de Capri. Dreyer leía moviendo los labios y echando rápidas y frecuentes ojeadas a un grueso diccionario que estaba constantemente de viaje entre su regazo y la mesa con superficie de cristal. Martha, que no sabía qué hacer durante esta prolongada espera del primer timbrazo, acabó por sentarse en un canapé a poca distancia de él y se puso a examinar cómodamente su zapato puntiagudo desde todos los puntos de vista posibles. El silencio era insoportable. Dreyer dejó caer por descuido el diccionario y lo recogió haciendo crujir prolongadamente su camisa almidonada, pero sin apartar los ojos del libro. ¿Qué hacer, se dijo Martha, con esa opresión, esa tirantez que sentía en el pecho? La tos, por sí sola, no bastaba para aliviar; sólo una cosa podía redimir el mundo para ella: la desaparición súbita y total de aquel hombre grandote y contento de sí mismo, de cejas leoninas y manos pecosas. A tal extremo de sensibilidad llegó su odio que, por un momento, tuvo la ilusión de que la silla de Dreyer estaba vacía. Pero su gemelo describió un arco relampagueante al cerrar Dreyer el diccionario y decirle, con consoladora sonrisa:
—Santo cielo, qué resfriado. Tienes dentro una verdadera orquesta de resuello.
—Hazme el favor de ahorrarte tus metáforas, y guarda el libro ése en cualquier sitio —dijo Martha—, los invitados están al llegar. Ah, y el diccionario también. No hay nada más antipático que un diccionario en una silla.
— All right, my treasury—respondió él en inglés, y se alejó con sus libros, lamentando mentalmente la pronunciación indecisa de su escaso, pero exacto vocabulario.
La silla, junto a la reja incandescente, estaba ahora vacía, pero era igual. Martha sentía con todo su ser su presencia allí, detrás de la puerta, en la habitación contigua, y en la otra, y en la otra; la casa era sofocante por causa de él; los relojes tictaqueaban haciendo un esfuerzo, y las servilletas, frías y plegadas, se erguían opresivas en la mesa festiva con una rosa estrangulada en cada florero, uno por invitado, pero ¿cómo vomitarle, cómo volver a respirar libremente? Ahora le parecía a Martha que su vida siempre había sido así, que le había odiado sin esperanza desde los primeros días, y las primeras noches, de su matrimonio, cuando Dreyer no hacía otra cosa que magrearla y lamerla como un animal, en una habitación de hotel cerrada con llave, en la blanca Salzburgo. Y ahora se había convetido en un obstáculo en su camino, de modo que no le quedaba otro remedio que quitárselo de encima, de la manera que fuese, para poder proseguir su vida recta y sencilla. ¿Cómo se atrevía Dreyer a ponerle a ella en la tesitura de recurrir a las complicaciones del adulterio? ¿Cómo se atrevía a ponerse delante de ella en la cola? Nuestro enemigo más cruel es menos odioso que el extraño fornido cuya espalda serena y apacible nos impide abrirnos camino hasta la taquilla del teatro o hasta el mostrador de la salchichería. Martha se paseaba de un extremo a otro del cuarto, tamborileó con los dedos contra una ventana. Arrancó una hoja enferma de ciclamino, se sentía a punto de ahogarse. En aquel momento oyó el timbre de la calle. Martha comprobó su peinado y fue a buen paso al cuarto de estar, para hacer elegantemente su aparición, como llegando de lejos al encuentro de sus invitados.
Durante la media hora siguiente, el timbre sonó sin cesar. Los primeros en llegar fueron, inevitablemente, los Wald, en su limusina Debler; luego Franz, temblando de frío; y el conde, con un ramo de mediocres claveles; y casi al mismo tiempo, un fabricante de papel con su mujer; luego, dos chicas gritonas, medio desnudas, mal arregladas, cuyo difunto padre habría sido socio de su anfitrión en días más felices; a continuación, el escuálido y taciturno director de la empresa se seguros Fatum; y un ingeniero civil de mejillas sonrosadas que venía por triplicado, es decir, acompañado de una hermana y un hijo que se parecía cómicamente a él. Los invitados fueron calentándose y fundiéndose hasta formar un solo ser de muchos miembros pero, por lo demás, no excesivamente complejo, que emitía alegres sonidos y bebía y daba vueltas. Sólo Martha y Franz se sentían incapaces de identificarse así mismos, como mandan las leyes de una animada fiesta, con aquella gente jovial, coloradota, palpitante. Ella veía con alegría lo insensible que se mostraba Franz a los encantos, prácticamente desnudos, de las dos muchachas, ordinarias y casi idénticas, con sus brazos repulsivamente flacos, sus espaldas serpenteantes, sus traseros insuficientemente vapuleados. «La vida es injusta, está visto: dentro de diez años esas dos seguirán siendo un poco más jóvenes de lo que yo soy ahora, y también Franz.»