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Durante la media hora siguiente, el timbre sonó sin cesar. Los primeros en llegar fueron, inevitablemente, los Wald, en su limusina Debler; luego Franz, temblando de frío; y el conde, con un ramo de mediocres claveles; y casi al mismo tiempo, un fabricante de papel con su mujer; luego, dos chicas gritonas, medio desnudas, mal arregladas, cuyo difunto padre habría sido socio de su anfitrión en días más felices; a continuación, el escuálido y taciturno director de la empresa se seguros Fatum; y un ingeniero civil de mejillas sonrosadas que venía por triplicado, es decir, acompañado de una hermana y un hijo que se parecía cómicamente a él. Los invitados fueron calentándose y fundiéndose hasta formar un solo ser de muchos miembros pero, por lo demás, no excesivamente complejo, que emitía alegres sonidos y bebía y daba vueltas. Sólo Martha y Franz se sentían incapaces de identificarse así mismos, como mandan las leyes de una animada fiesta, con aquella gente jovial, coloradota, palpitante. Ella veía con alegría lo insensible que se mostraba Franz a los encantos, prácticamente desnudos, de las dos muchachas, ordinarias y casi idénticas, con sus brazos repulsivamente flacos, sus espaldas serpenteantes, sus traseros insuficientemente vapuleados. «La vida es injusta, está visto: dentro de diez años esas dos seguirán siendo un poco más jóvenes de lo que yo soy ahora, y también Franz.»

De vez en cuando sus ojos y los de Franz se encontraban, pero, incluso sin mirarse, ambos sentían la cambiante correlación de sus respectivos paraderos: mientras Franz cruzaba en diagonal la sala con un vaso de ponche para Ida, o para Isolda —no: para la vieja señora Wald—, Martha estaba poniéndole un gorro de papel al calvo Willy en el otro extremo del cuarto; y cuando Franz se sentaba y se ponía a escuchar lo que le quería decir la hermana, sonrosada y feúcha, del ingeniero, Martha estaba conjuntando la línea recta y la oblicua al ir, cargada de entremeses, de donde estaba Willy hasta la puerta, y luego de la puerta a la mesa del comedor. Franz encendía un cigarrillo y Martha ponía una mandarina en un plato. De la misma manera siente el jugador de ajedrez, con los ojos vendados, que el alfil caído en la trampa y la veleidosa reina de su adversario se mueven en irreversible relación recíproca. Y ni un solo instante se interrumpió. Martha, y sobre todo Franz, sentían la existencia de esta invisible figura geométrica: eran dos puntos que se movían por ella, la relación mutua entre estos dos puntos podía seguirse en cualquier momento; y, aunque parecían moverse independientemente el uno del otro, en realidad estaban fuertemente ligados por sus inexorables líneas.

El parquet estaba ya cubierto de papeles de colores; alguien había roto su vaso y estaba ahora, inmóvil y mudo, con los dedos pegajosos abiertos. Willy Wald, ya bebido, con su gorro dorado y sus cintas de papel a modo de guirnaldas, los inocentes ojos azules abiertos de par en par, contaba por enésima vez al conde ceñudo su reciente viaje a Rusia, elogiando ardientemente el Kremlin, el caviar, los comisarios. Poco después, Dreyer, acalorado y sin chaqueta, con el cuchillo de chef todavía en la mano y el gorro de chefen la cabeza, se llevó a Willy a un lado y se puso a susurrarle algo al oído, mientras el sonrosado ingeniero seguía contando a los demás invitados el caso de los tres individuos enmascarados que, una noche de Navidad, habían entrado en su casa y robado a todos sus invitados. El gramófono prorrumpió en una canción en la salita contigua. Dreyer se puso a bailar con una de las hermanas guapas y luego se pegó a la otra, y las dos rieron como tontas, curvadas y desnudas sus espaldas flexibles mientras él trataba de bailar con las dos al tiempo. Franz estaba junto a los cortinajes de la ventana, lamentando no haber tenido tiempo todavía para aprender a bailar. Vio la mano blanca de Martha sobre el hombro negro de alguien, luego su perfil, luego la marca de nacimiento que tenía bajo el omoplato izquierdo y el dedo gordo de alguien que la oprimía, y de nuevo su perfil de Virgen, y otra vez la uva pasa en la crema; sus piernas, enfundadas en seda reluciente, que el borde de su falda corta dejaba al descubierto hasta la rodilla, se movían de acá para allá y parecían (con sólo mirarlas) pertenecer a una mujer que no supiese qué hacer consigo misma a fuerza de desasosiego y expectación: tan pronto avanza despacio como de prisa, por aquí o por allá, se gira bruscamente, avanza otra vez en su intensa impaciencia. Martha bailaba automáticamente, como sintiendo, más que el ritmo de la música, sus cambios sincopados entre ella y Franz, que seguía en pie junto a los cortinajes, con los brazos cruzados y los ojos en constante movimiento. Se fijó en Dreyer, que estaba entre las cortinas; sin duda había abierto un poco la ventana, porque ahora hacía más fresco en la habitación. Mientras bailaba no dejaba de mirar a Franz: allí seguía, querido centinela. Buscaba Martha con los ojos a su marido: se había ido de la habitación, y ella entonces se dijo que la súbita frescura y bienestar que sentía se debían indudablemente a su ausencia. Al pasar más cerca de Franz le envolvió en una mirada de tan familiar significado que le hizo perder la compostura y sonreír al ingeniero, cuyo rostro le pasó por delante al azar de las vueltas y revueltas del baile. Una y otra vez dieron cuerda al gramófono, y entre muchos pares de piernas vulgares relampagueaban aquellas piernas fuertes, gráciles, encantadoras, y Franz, embriagado por el vino y las piruetas de los bailarines, notó que un cierto tumulto terpsicórico se revolvía en su pobre cabeza, como si todos sus pensamientos estuvieran aprendiendo a bailar el foxtrot.

Y entonces ocurrió algo inesperado. En pleno baile Isolda exclamó:

—¡Fijaos!, ¡la cortina!

Todo el mundo miró y era cierto: las cortinas de la ventana se agitaban de manera extraña, cambiaban sus pliegues y se inflaban lentamente. Al mismo tiempo se apagaron las luces. En plena oscuridad comenzó a moverse por la estancia una luz ovalada, los cortinajes se abrieron y en el relucir trémulo apareció de pronto un hombre enmascarado, vestido con guerrera militar y en la mano una linterna amenazadora. Ida dio un cortante chillido. La voz del ingeniero enunció serenamente en la oscuridad:

—Me parece que éste es nuestro simpático anfitrión.

Luego, al cabo de una curiosa pausa, animada por el gramófono, que había seguido cumpliendo su deber en la oscuridad, se oyó la voz trágica de Martha. Tal chillido de aviso emitió que las dos chicas y el conde corrieron hacia la puerta (bloqueada por el alegre Willy). La figura enmascarada prorrumpió en un sonido ronco y avanzó apuntando la luz hacia Martha. Es posible que las chicas estuvieran verdaderamente asustadas. También es posible que uno o dos de los hombres allí presentes empezaran a dudar que se tratase de una broma. Martha, que seguía gritando en petición de ayuda, notó, con fría alegría, que el ingeniero, que se hallaba a su lado, había metido la mano por debajo de su smoking, y sacaba algo del bolsillo del pantalón. Comprendió lo que significaban sus gritos, lo que le inducía a darlos y lo que iban a provocar; y, segura de su actuación, los hizo más y más penetrantes, urgentes, estentóreos.

Franz no pudo soportarlo más. Era el que más cerca estaba del intruso, a quien había reconocido inmediatamente por el corte de sus pantalones de smoking, cortados a la medida; sus ágiles dedos arrancaron la máscara del rostro del intruso, mientras el señor Fatum dominaba al jadeante Willy y encendía las luces. En el centro de la habitación, ataviado con una combinación de bufanda apache y guerrera militar estaba Dreyer, que reía como un loco, agitándose, cayendo al suelo, todo enrojecido y con el pelo revuelto, señalando con el dedo a Martha. Rápidamente decidida a poner fin a su fingido terror, Martha dio la espalda a su marido, se ajustó de nuevo el tirante en el hombro desnudo, y, con toda serenidad, fue en ayuda del gramófono, ahora vacilante. Dreyer, riendo aún, corrió en pos de ella, la abrazó, la besó: