Cuando entraron en la casa vacía, Franz tenía la impresión de que volvían de un funeral.
VIII
Martha comenzó a enseñarle con tenacidad y entusiasmo.
Después de las primeras dificultades, tropezones y perplejidades, Franz, poco a poco, empezaba a comprender lo que trataba Martha de comunicarle sin apenas palabras explitatorias, casi únicamente por medio de la mímica. El escuchaba con total atención tanto a Martha como al sonido ululante que, ya elevándose, ya bajando en volumen, le acompañaba constantemente; y ya empezaba a captar, en ese sonido, exigencias rítmicas, un sentido apremiante, pausas y pulsaciones regulares. Lo que exigía Martha de él estaba resultando, al fin y al cabo, muy sencillo. En cuanto Franz aprendía algo, ella asentía en silencio, bajando la vista con una sonrisa decidida, como siguiendo los movimientos y el crecimiento de una sombra ya claramente perceptible. La torpeza de Franz, la sensación que le invadía de cojear y estar corcovado, y que, al principio, era para él un tormento, no tardó en desaparecer; en su lugar se sentía completamente poseído por la aparente gracia que Martha le comunicaba: ya no le era posible desobedecer al sonido cuyo misterio había desentrañado. El vértigo se convirtió en estado habitual y placentero, en la sonámbula languidez de un autómata, en la ley de su existencia; y Martha, por su parte, se regocijaba suavemente, apretaba su sien contra la suya, sabiendo que estaban unidos, que Franz ahora haría lo que tenía que hacer. Enseñándole, contenía su impaciencia, la impaciencia que Franz había notado antes en los movimientos centelleantes y rápidos de sus elegantes piernas. Ahora, Martha, en pie ante él, cogiéndose la falda plisada entre el índice y el pulgar, repetía lentamente los pasos a fin de que Franz pudiera ver con sus propios ojos el giro ampliado del dedo y el talón. Franz arriesgaba entonces una caricia, ahuecando la mano, pero ella se la apartaba bruscamente y seguía con la lección. Y cuando, bajo la presión de su fuerte palma, acabó por aprender a girar y a dar la vuelta; cuando sus pasos, finalmente, coincidieron con los de ella; cuando, con una mirada al espejo, se dio cuenta de que las desmañadas lecciones se habían convertido en danza armoniosa; entonces apresuró Martha el ritmo, llegando al colmo del entusiasmo, y sus rápidos gritos expresaban violentas satisfacciones ante la flexibilidad exacta de los movimientos de Franz.
Franz llegó a conocer a fondo el bamboleante suelo de parquet de inmensos salones rodeados de palcos; apoyaba el codo en el peluche desvaído de sus antepechos; se limpiaba el polvo de los hombros; se contemplaba a sí mismo en espejos ahitos; pagaba a rapaces camareros con dinero que sacaba del bolso de seda negra de Martha; su gabardina y el adorado abrigo de topo de ella se abrazaban horas enteras en guardarropas sobrecargados, bajo la vigilancia de adormecidas chicas de guardarropía; y los nombres sonoros de todos los cafés y salones de baile que estaban de moda —tropical, cristal, royal— acabaron siendo para él tan conocidos como los de las calles de la pequeña ciudad donde había habitado en una existencia anterior. Y no tardarían en abstenerse del baile siguiente, jadeantes aún de tanto esfuerzo amoroso, sentados el uno junto al otro en el canapé de la deslucida habitación de Franz.
—Feliz año nuevo —dijo Martha—, nuestro año. Escribe a tu madre, a quien, desde luego, me gustaría conocer, que estás pasándolo en grande. Piensa en la sorpresa que se va a llevar..., más adelante..., cuando la conozca.
El dijo:
—¿Cuándo?, ¿te has fijado ya una fecha tope?
—Lo antes posible. Y cuanto antes mejor.
—Sí, no hay que perder el tiempo.
Martha se echó contra los cojines, las manos cogidas detrás de la cabeza.
—Dentro de un mes. Dos, quizás. Tenemos que planear las cosas con gran cuidado, amor mío.
—Yo me volvería loco si no te tuviera a ti —dijo Franz—, todo me turba y me agita: el papel de estas paredes, la gente que veo por la calle, mi casero. Su mujer nunca se deja ver. Es rarísimo.
—Tienes que serenarte. Si no, nada saldrá bien. Hale, ven aquí...
—Ya sé que todo terminará estupendamente bien —dijo él, apretándose contra ella—, pero tenemos que asegurarnos bien de todos los detalles. El error más insignificante...
—¡No temas nada, mi forzudo, mi animoso Franz!
—No, por supuesto que, no, por Dios, ¡Dios mío!, qué va, lo que pasa es que tenemos que buscar un sistema que no nos falle.
—Rápido, querido mío, mucho más rápido, ¿es que no oyes el ritmo...?
Ya no estaban ensamblados en el canapé, sino bailando el foxtrot entre relucientes mesas blancas, en la pista brillantemente iluminada de un café. La orquesta tocaba jadeante. Entre los bailarines había un negro norteamericano, muy alto, que sonrió, tolerante, a la apasionada pareja que chocó contra él y su rubia acompañante.
—Lo encontraremos, lo tenemos que encontrar —continuó Martha, charlando rápidamente, al compás de la música—, después de todo estamos en nuestro derecho.
Franz vio su ojo dulce y ardiente, y el lóbulo, color geranio, de su pequeña oreja debajo de la cinta suave y tirante. Si pudieran seguir deslizándose así para siempre, un interminable moverse en un vacío de deleites, sin separarse nunca, nunca, de ella... Pero la tienda seguía siendo una realidad, donde él tenía que inclinarse y moverse como un muñeco jovial, y seguían siendo realidad las noches en que, como un muñeco muerto, yacía en su cama, de cara al techo, sin saber si estaba dormido o despierto, y ¿quién sería ese que iba arrastrando los pies, doblando cada paso, y susurrando por el pasillo, y por qué le zumbaba sincopado el sonido del despertador en la oreja? Pero digamos que estamos despiertos, y aquí viene el viejo Enricht, con sus cejas pobladas, trayendo dos tazas de café, ¿y por qué dos? ¡Y qué deprimentes, esos calcetines de seda desgarrados en el suelo!
Una de estas mañanas confusas y borrosas, un domingo, paseando él y Martha, que llevaba su vestido color canela, con todo decoro por el jardín espolvoreado de nieve, ella, sin decir nada, le mostró una instantánea que acababa de recibir de Davos. En la foto se veía a Dreyer, sonriente, con un traje escandinavo de esquiar y un bastón en cada mano; sus esquíes eran perfectamente paralelos, y en torno a él todo era nieve reluciente, y sobre la nieve se veía la sombra de los hombros estrechos del fotógrafo.
Cuando el fotógrafo (esquiador también y profesor de inglés, un cierto Vivian Badlook) terminó de hacer la foto y se incorporó, Dreyer, sin dejar de sonreír, adelantó su esquí izquierdo; pero como estaba en una ligera pendiente, el esquí se adelantó más de lo que su dueño había pensado, haciéndole caer pesadamente de espaldas entre un gran agitarse de bastones, mientras las dos chicas pasaban como rayos junto a él chillando de risa. Dreyer estuvo un rato tratando en vano de enderezar los condenados esquíes, y su brazo seguía hundiéndose en la nieve hasta el codo. Para cuando, por fin, pudo levantarse, desfigurado por la nieve, y ponerse los guantes de esquiar incrustados de nieve, y comenzar de nuevo, con cautela, a deslizarse pendiente abajo, su rostro tenía una expresión llena de solemnidad. Había soñado con ejecutar toda clase de figuras de gran esquiador, volando pendiente abajo, girando en ángulo agudo entre una nube de nieve, pero estaba claro que no era esa la voluntad de Dios. En la instantánea, sin embargo, parecía un verdadero esquiador, y la estuvo admirando un rato antes de meterla en el sobre. Aquella mañana, asomado a la ventana con su pijama amarillo y mirando a los alerces contra el cielo color cobalto, reflexionó que ya llevaba dos semanas allí y, a pesar de todo, tanto su esquiar como su inglés eran peores que el invierno anterior. De la carretera azul de nieve llegaba el tintinear de campanillas de trineo: Isolda e Ida reían en el cuarto de baño como tontas; pero, en fin, todo tiene un límite. Recordó, con una punzada de complacencia, al inventor, que, sin duda, estaría ya trabajando en el laboratorio que él le había facilitado; recordó también cierto número de proyectos, igualmente curiosos, relacionados con la ampliación del gran almacén «Dandy». Pensando en todo esto echó una ojeada a la pendiente nevada, surcada por huellas de esquíes, y decidió volver a casa antes de tiempo, dejando a sus amiguitas que se las arreglaran solas con sus propios recursos, que no eran de despreciar. Y se le ocurrió otra idea divertida, que deliberadamente mantenía en el fondo de su mente: tendría gracia volver inesperadamente a casa y coger a Martha desprevenida, y ver si le recibía con una radiante sonrisa de sorpresa o con su habitual aspereza irónica, como era seguro que haría si se le ocurría advertirla de su llegada. A pesar de su agudo sentido del humor, Dreyer era demasiado ingenuo en su egocentrismo para pensar en lo mucho que esos regresos inesperados habían sido explotados ya por los autores de cuentos eróticos.