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Franz desgarró la foto, haciéndola pedacitos, que el viento se llevó por el césped húmedo.

—Tonto —le dijo Martha—, ¿por qué hiciste eso? Es seguro que me preguntará si la pegué en el álbum.

—Es que cualquier día voy a acabar rompiendo también el álbum en pedazos —dijo Franz.

Tom, impaciente, llegó corriendo hacia ellos: esperaba que Franz le tiraría una pelota o un guijarro, pero una rápida búsqueda decepcionó sus ilusiones.

Un par de días más tarde, Frieda recibió permiso para ir a pasar el fin de semana con la familia de su hermano, que era bombero en Potsdam, la estrella más rembrandtianamente brillante de su lúgubre horizonte. Tom se vio obligado a pasar más tiempo aún en casa del jardinero, junto al garaje sin coche. Martha y Franz, cediendo a su combativo deseo de imponer su personalidad, de sentirse libres y gozar de su libertad, decidieron, aunque sólo fuera por una noche, vivir enteramente a su aire: iba a ser un ensayo general de su futura felicidad.

—Hoy tú eres aquí el amo —le dijo ella—, aquí tienes tu cuarto de trabajo, éste es tu sillón, aquí está el periódico si quieres leerlo: mira, la bolsa sube.

Franz se quitó la chaqueta y fue a paso lento por todas las habitaciones, como pasándoles revista al regresar al hogar después de un viaje largo y difícil.

—¿Todo en orden?, ¿está contento mi señor?

Franz le pasó la mano en torno al hombro y los dos se quedaron quietos ante el espejo. Franz estaba mal afeitado aquella noche, y en lugar de chaleco se había puesto un jersey rojo oscuro bastante usado; Martha también se había vestido de manera muy casera y sencilla. Su cabello, recién lavado, no le caía liso, y el jersey de lana tampoco le sentaba nada bien, pero entonaba con el ambiente a pesar de todo.

—Los señores de Bunbendorf. ¿Te acuerdas? Un día estábamos tú y yo como ahora, y yo convencida de que me besarías, pero no me besaste.

—Ahora tengo una pulgada más de altura —dijo él, riendo—, mira, somos casi igual de altos.

Se dejó caer sobre el sillón de cuero y ella se le sentó en el regazo, y, como había engordado algo y pesaba más, se sintieron los dos más a gusto.

—Me encanta tu oreja —dijo él, hozando con la nariz fruncida, como un caballo, hasta levantarle un mechón de pelo.

Un reloj comenzó a sonar suave y melódicamente en la estancia contigua. Franz rió bajo.

—Imagínate si llegase ahora, de pronto, así, sin más. —¿Quién? —preguntó Martha—, no sé de quién estás hablando. —Me refiero a él. Si apareciera ahora, de pronto. Tiene una manera muy furtiva de abrir las puertas.

—Ah, ya, te refieres a mi difunto marido —dijo Martha, con voz humosa—,..., no mi difunto era una hombre muy protocolario. Me lo advertiría. No, nada de eso, Franz, y menos ahora, todo lo más después de cenar. Yo diría que lo que él quería era servir de ejemplo a su mujercita, que a lo mejor le copiaba esos trucos y le visitaba. También inopinadamente..., ya le dije que no lo haría..., en esa habitacioncita con un canapé que tiene detrás de su despacho. Silencio. Bienestar conyugal. —El difunto —rió Franz—, el difunto.

—¿Le recuerdas bien tú? —murmuró Martha, frotando la nariz contra el cuello de Franz. —Vagamente, ¿y tú? —Tenía el vientre cubierto de vello rojizo, y...

Y se puso a describir las partes del muerto de una manera atroz y completamente inexacta.

—Aj —dijo Franz—, me vas a hacer vomitar. —Franz —dijo ella, los ojos relucientes de risa—, ¡nadie se enterará jamás!

Y él, acostumbrado ya por completo a la idea, completamente manso y sanguinario ya, asintió en silencio. Un cierto entumecimiento invadía sus miembros inferiores.

—Y lo hicimos tan limpiamente, con tal sencillez —dijo Martha, entrecerrando los ojos, como si estuviera recordando—, ni la más pequeña sospecha. Lo que se dice nada. ¿Y por qué, señor mío? Pues porque el destino está de nuestra parte. No podía haber sido de otra manera. ¿Te acuerdas del funeral? ¿De los tulipanes que trajo Piffke? ¿Y de las violetas de Isolda y de Ida, que se las compraron a un mendigo de la calle?

El, sin decir nada, volvió a asentir.

—Fue cuando el último deshielo. Teníamos flores en el mirador. ¿Te acuerdas? Yo todavía tosía, pero ya era una tos suave, húmeda, encantadora. Ah, cómo nos quitamos de encima el último estorbo...

Franz dio un respingo. Otra pausa.

—Te diré, se me están cansando las rodillas. No, espera. No te levantes. Hazte un poco a un lado. Así, justo.

—Mi tesoro, mi todo —exclamó ella—, mi queridísimo marido. Jamás pensé que pudiera haber un matrimonio como el nuestro.

Franz pasó los labios por el cuello caliente de ella y dijo:

—¿No crees que ya es hora de que tú y yo nos echemos un poco?

—¿Y qué te parecería un poco de carne fría y cerveza? ¿No? Bueno, de acuerdo, podemos comer después.

Martha se levantó, apoyándose con fuerza contra él, estirándose al mismo tiempo con toda su energía.

—Vamos arriba —dijo, bostezando de satisfacción—, a nuestro dormitorio.

—¿Crees que debiéramos? —preguntó Franz—, yo casi lo haría aquí.

—No, nada de eso. Hale, levántate. Ya son más de las diez.

—Es que, veras..., me da un poco de miedo el difunto —dijo Franz, mordiéndose el labio.

—No te preocupes, hombre, todavía tardará una semana o así en volver. Eso es tan seguro como que nos vamos a morir. ¿De qué puedes tener miedo? ¡So tonto! ¿O es que no te apetezco?

—¡Y mucho! —dijo Franz—, pero tienes que tapar su cama. No la quiero ver. Me repelería.

Ella apagó las luces de la sala y Franz la siguió por una escalera interior, corta y crujiente; luego fueron por un pasillo color azul bebé.