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—¿Pero por qué caminas de puntillas? —exclamó Martha, riendo a todo reír—, ¿es que no hay manera de meterte en la cabeza que tú y yo estamos casados? ¡Casados!

Le enseñó el cuarto trastero que ella usaba para sus ejercicios de yoga, su tocador, el cuarto de baño que compartía con su marido, y, finalmente, el dormitorio conyugal.

—El difunto solía dormir en esa cama —dijo—, pero, naturalmente, hemos cambiado las sábanas. Deja, la voy a tapar con esta piel de tigre. Así. ¿Te quieres lavar o algo?

—No, te espero aquí —dijo Franz, mirando una muñeca de trapo que había en la mesita de noche.

—Bueno, de acuerdo. Desnúdate rápido y métete en mi cama. Estoy impaciente.

Dejó la puerta entreabierta. Su falda plisada y su jersey estaban ya tirados en una silla. Del retrete, al otro lado del pasillo, le llegó el ruido espeso y rápido de su hermana, haciendo aguas. Paró. Martha volvió al dormitorio.

Franz, de pronto, sintió que en este cuarto frío, hostil, insoportablemente blanco, donde todo le recordaba al difunto, le era imposible desnudarse, tanto menos hacer el amor. Miró a la otra cama con una sensación de repungancia y miedo.

Aguzó el oído. Le pareció oír una puerta abajo, seguida de pasos furtivos. Corrió al pasillo. Al mismo tiempo vio salir del cuarto de baño a Martha, completamente desnuda.

—¡Pasa algo! —susurró—, ya no estamos solos. ¿No oyes ruido? Martha frunció el ceño. Se envolvió en una bata y fue por el pasillo. Se detuvo al final, ladeando la cabeza. —¡De verdad...! ¡Lo he oído!

—También yo tuve una sensación rara —dijo Martha, en voz baja—, ya me figuro, queridín, que te vas a quedar muy contrariado, pero lo mejor es que dejemos esta locura y te vayas. Mañana voy a verte como siempre.

—¿Pero no me verá nadie abajo?

—No hay nadie abajo, Franz. Hale, toma mis llaves. Mañana me las devuelves.

Le acompañó hasta la escalera principal, aguzando aún el oído. Estaba tan desconcertada e inquieta como él.

¡Ah! Abajo, en el recibidor, resonaron golpes sordos y fuertes.

Franz se paró, cogido al pasamano, pero ella se echó a reír, aliviada.

—Ya sé lo que es —dijo—, es el retrete de abajo, que a veces hace estos ruidos por la noche cuando hay mucho viento y no está bien cerrado.

—La verdad es que me había asustado —dijo Franz.

—Es igual, lo mejor será que te vayas, querido mío. No debemos arriesgarnos. Cierra bien esa puerta al pasar, hazme el favor.

Franz la abrazó. Martha se dejó besar en el hombro desnudo, abriendo con sus propias manos en encaje de la bata para facilitarle ese obsequio de despedida. Siguió erguida en el descasillo de la escalera azul, teatralmente iluminada, hasta que Franz, con un guiño final, desapareció.

Le golpeó el rostro un viento fuerte y limpio. El sendero de gravilla crujía agradablemente bajo sus pies. Franz respiró hondo; luego se le escapó una maldición. ¡Qué pecaminosa y bella era Martha! Se sintió de nuevo todo un hombre! ¿Por qué sería tan cobarde? ¡Y pensar que un cadáver, un espectro, le había echado de la casa donde él, Franz, era el verdadero amo y señor! Iba murmurando (cosa que, últimamente, le ocurría con frecuencia), a pasos rápidos por la acera oscura. De pronto, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, comenzó a cruzar la calle en diagonal por un lugar donde siempre la cruzaba cuando iba camino de casa.

Un claxon de taxi, nasal y antipático, le hizo retroceder precipitadamente. Sin dejar de murmurar, Franz dio la vuelta a la esquina mientras el taxi frenaba y paraba dubitativo junto a la acera. El taxista se bajó y abrió la portezuela.

—¿Qué número dijo usted? —preguntó.

Como no recibió respuesta alargó el brazo y sacudió a su cliente por el hombro. Este, en plena oscuridad acabó por abrir los ojos, se inclinó hacia el taxista.

—Número cinco —respondió.

—Mal le veo.

Había luz en la ventana del dormitorio. Martha se arreglaba el pelo para acostarse. De pronto se quedó inmóvil, los codos en alto. Ahora sí que se oía con toda claridad un fuerte ruido como de algo que cae. Corrió a las escaleras como un rayo. Del recibidor le llegaron risotadas. Unas risotadas que, desgraciadamente, reconoció enseguida. Dreyer reía porque, tratando de volverse con dificultad, había dejado caer uno de los pesados esquíes que llevaba al hombro y dado con el otro contra una planta, que salió volando con tiesto y todo de la repisa del espejo mientras él caía cuan largo era al tropezar con su propia maleta.

— I am the voyageur—gritó, en su mejor inglés—, I half returned from sheeing!

Un instante después conocía Dreyer la felicidad perfecta. El rostro de Martha se inclinó con una magnífica sonrisa. Indudablemente Dreyer tenía buen aspecto, bronceado y en forma, cinco libras más delgado (como si Martha y Franz hubieran comenzado ya a demolerle), pero no era a él a quien miraba Martha, sino algún punto situado más allá de su cabeza, no era para él la bienvenida, sino para el amable destino que, de manera tan sencilla y directa, había evitado un desastre brutal, ridículo, espantosa y exageradamente preparado.

—Un verdadero milagro nos salvó —le dijo más tarde a Franz (la gente tiende a hablar con mucha facilidad de milagros)—, pero que nos sirva esto de lección. Fíjate, si no: no podemos seguir esperando. Por una vez tuvimos suerte, a lo mejor volvemos a tenerla, pero a la tercera nos cogen. ¿Y qué podemos esperar entonces? Supon que accede a divorciarse. Supongamos incluso que lo cojo yo a él con una taquígrafa. Si me vuelvo a casar no tiene obligación de mantenerme. ¿Y entonces, qué pasa? Yo soy tan pobre como tú. Mis parientes de Hamburgo no van a darme un céntimo.

Franz se encogió de hombros.

—De lo que no sé si te das cuenta es de que su viuda hereda una fortuna.

—¿Y por qué me dices a mí todo esto? Bastante hemos hablado de ello, y sé perfectamente que no hay más que una solución.

Y entonces, escudriñando a través del reflejo móvil de las gafas en el hondo pantano de los ojos verduzcos de Franz, Martha se dio cuenta de que había conseguido su propósito, de que él estaba dispuesto, de que se encontraba completamente maduro, de que había llegado el momento de actuar. Franz ya no tenía voluntad propia: de lo único que aún era capaz era de refractar a su manera la voluntad de Martha. La realización fácil de dos sueños fundidos en uno solo había llegado a ser cosa familiar para él, gracias a un sencillísimo contacto mutuo de sensaciones. Dreyer ya había sido asesinado y enterrado varias veces en la mente de ambos. Y no era una felicidad futura, sino un recuerdo futuro lo que habían ensayado en un escenario limpio de decorados, ante una sala oscura y sin espectadores. De manera sorprendente y por completo inesperada, el cadáver había vuelto no se sabía de dónde y entrado en donde ellos estaban como si siguiera vivo. Bueno, ¿y qué? No iba a ser nada difícil, ni tenía por qué asustarles, lidiar con esta existencia ficticia, hacer que ese cadáver volviera a serlo de nuevo, pero esta vez ya para siempre.

La discusión sobre los métodos de asesinar a Dreyer llegó a ser tema habitual de sus conversaciones. Hablaban de ello sin la menor inquietud o vergüenza, sin sentir siquiera el oscuro escalofrío de los jugadores o el horror satisfecho del padre de familia que lee la destrucción de otra familia, con toda clase de sangrientos detalles, en su periódico habitual. Palabras como «bala» y «veneno» comenzaban a parecerles tan normales como «caldo» y «pollo», tan corrientes como la cuenta del médico o la píldora que receta. El procedimiento de matar a un hombre podía ser ponderado con la misma serenidad que una receta de cocina, y era indudable que Martha prefería el veneno, por causa de la inclinación doméstica normal en las mujeres, el conocimiento instintivo de especias y hierbas, tanto beneficiosas como dañinas para la salud.