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En una enciclopedia de poca categoría, leyeron la vida y milagros de toda clase de lúgubres Lucrecias y Locustas. Un anillo con un diamante hueco y lleno de veneno iridiscente atormentaba la imaginación de Franz, que soñaba por las noches con traidores apretones de manos. Medio despierto, daba un respingo y no se atrevía a moverse: debajo de él, sobre la sábana, el anillo punzante se había perdido y Franz estaba aterrado, pensando que podría pincharle a él. Pero de día, junto a la luz serena de Martha, todo se volvía sencillo de nuevo. Tofana, una chica siliciana, había matado a seiscientas treinta y nueve personas y vendido su «acqua» en redomas engañosamente etiquetadas con la imagen de un santo. El conde de Leicester tenía un método más suave: su víctima estornudaba feliz a impulsos de una pizca de letal rapé. Martha cerraba con impaciencia el tomo de la «V» y miraba en otros. Se enteraron, con la mayor indiferencia, de que la toxemia producía anemia, y de que, según el derecho romano, el envenenamiento deliberado era una mezcla de asesinato y traición.

—Profundos pensadores —observó Martha, con displicente risa, volviendo rápidamente la página. Sin embargo, no podía llegar al fondo del asunto.

Un sardónico «Véase» la llevó a leer sobre una cosa llamada «alcaloide», y otro «Véase» la guió hacia el colmillo de un ciempiés, cómo no, ampliado. Franz, no acostumbrado a manejar grandes enciclopedias, respiraba pesadamente mirando todo esto por encima del hombro de Martha. Penetrando por el alambre de púas de las fórmulas pasaron largo tiempo leyendo sobre los usos de la morfina, hasta llegar, por Dios sabe qué tortuosos derroteros, a un caso especial de «neumonía cruposa», y Martha comprendió súbitamente que aquella toxina pertenecía a la variedad doméstica. Pasando a otra letra, descubrieron que la estricnina causa espasmos a las ranas y ataques de risa a algunos isleños. Martha estaba empezando a enfurecerse. No hacía más que sacar violentamente los gruesos tomos y volverlos a meter a duras penas en la estantería. Se vislumbraban brevísimamente láminas en colores: condecoraciones militares, jarras etruscas, mariposas multicolores...

—Mira, aquí hay algo interesante —dijo Martha, y se puso a leerle en voz baja y solemne—: «Vómitos, una sensación de desaliento, zumbido en los oídos —haz el favor de dejar de resollar—, una sensación de picor y quemazón por toda la piel, las pupilas se reducen al tamaño de una cabeza de alfiler, los testículos se vuelven como naranjas...»

Franz recordó que, siendo adolescente, había mirado en el colegio la palabra «onanismo» en una enciclopedia mucho más pequeña, y tan asustado quedó que se mantuvo casto durante casi una semana.

—Nada —dijo Martha—, tonterías de la medicina. ¿Qué falta nos hacen a nosotros curaciones o restos de arsénico en la cabeza de un burro? Lo que necesitamos yo creo que es algún libro especial. Aquí se menciona uno entre paréntesis, pero está en latín del siglo dieciséis. La verdad, no acabo de comprender qué necesidad tiene la gente de escribir en latín. Hale, Franz, serénate..., ya viene.

Puso el libro en su balda y cerró con toda tranquilidad las puertas de cristal de la estantería. Dreyer llegaba del antiguo reino de los muertos, silbando y acercándose a ellos a paso de perro saltarín. Pero Martha no renunciaba a la idea del veneno. Por la mañana, a solas, volvió a estudiar los resbaladizos artículos de la enciclopedia, tratando de encontrar el brebaje o polvo sencillo, sin historia, nada llamativo, corriente a más no poder que veía con tanta claridad en su imaginación. Por pura casualidad, al final de un párrafo, dio con una breve bibliografía de obras modernas que parecían razonables. Pidió consejo a Franz sobre si no sería buena cosa comprar alguna de ellas, y él, mirándola con ojos carentes de expresión, le dijo que, si no había más remedio, estaba dispuesto a ir a comprarla. Pero a Martha le asustaba dejarle ir solo. Podrían decirle, por ejemplo, que ese libro había que encargarlo, o podría tratarse de una obra en diez tomos, a veinticinco marcos el tomo. Y Franz podría ponerse nervioso, dejar su dirección estúpidamente. Si le acompañaba ella, se conduciría, como siempre, de manera impecable —con la mayor naturalidad e indiferencia, como si fuese estudiante de medicina o de química—, pero ir juntos era peligroso, y por esa misma razón tampoco podían ir a las bibliotecas públicas. Además, una vez que te metes en el mundo de los libros y comienzas a ir de libería en librería, nunca se sabe lo que puede ocurrir. Martha pasó revista mentalmente a lo poco que sabía antes y a lo poco que había averiguado ahora sobre técnicas de envenenamiento. Dos cosas había aprendido: en primer lugar, que todo veneno tiene un eco, es decir, un antídoto; y, en segundo, que toda muerte repentina conduce siempre a una minuciosa y concienzuda autopsia. A pesar de todo, durante bastante tiempo, con la obediente cooperación de Franz (que, en una ocasión, y sin ayuda de nadie, encantador y atento como era, había comprado en un kiosco «La Verdadera Historia de la Marquesa de Brinvilliers»), Martha siguió jugando con esta idea. El veneno más adecuado parecía ser el cianuro. Tenía un no sé qué, cierta energía, sin perifollos románticos: un ratoncillo que trague una insignificante fracción de gramo cae muerto antes de correr treinta pulgadas. Se lo imaginaba como un polvo incoloro, y bastaba echar una pizca con un terrón de azúcar en una taza de té sin que lo notara nadie.

—Dice aquí que hay casos en los que es imposible descubrir huellas de cianuro en el cadáver. ¿Cuáles son esos casos? ¡Qué nos lo digan! Bah, sería la mar de sencillo —le dijo a Franz—, tomamos té juntos una tarde, con esos bollitos de crema tan ricos que hace Menzel, y él se bebe su té dulce con crema y..., bueno, ya sabes lo deprisa que come..., pues, eso, que, de pronto, ¡pumba!

—Bueno, pues, nada, compramos los polvos —replicó él—, iría yo a por ellos si supiera cómo se compran y dónde. ¿Es en las farmacias, o en otro sitio?

—Es que tampoco yo lo sé —dijo Martha—, he leído en una novela de detectives que hay pequeños cafés siniestros donde se pone uno en contacto con vendedores de cocaína. Pero eso no tiene nada que ver con lo que nosotros queremos. Los venenos, mucho me temo, hay que descartarlos, a menos, claro, que consigamos sobornar a un médico para que no le haga la autopsia, y eso es demasiado arriesgado. Estaba absolutamente convencida, no sé por qué pero lo estaba de que había venenos que eran absolutamente seguros. Es una verdadera lástima, una estupidez que no sea así. Y es una lástima, Franz, que no estudiaras medicina, porque entonces podrías averiguarlo y decidir.

—Estoy dispuesto a hacer lo que haga falta —dijo él, con voz tensa; se había inclinado para quitarse los zapatos, que eran nuevos y le apretaban—, a mí no me asusta nada.

—Hemos perdido mucho tiempo —suspiró Martha—, claro que yo no sé nada de ciencia. No soy más que una mujer.

Dobló cuidadosamente sobre la silla el vestido que se acababa de quitar. El viento de febrero agitaba los cristales de las ventanas, y Martha sintió un escalofrío al quitarse las bragas. Al comienzo del invierno había empezado a ponerse ropa interior de abrigo para ir a visitar a Franz, pero a éste le repugnaban aquellas prendas absurdas, casi tan largas y complicadas de quitarse como las suyas; además daban a sus caderas y a su seno el aspecto de ciertos maniquíes sosamente rechonchos y desagradables que había en el escaparate de la tienda de enfrente del ascensor de servicio. Total, que acabó volviendo a ponerse su ropa interior favorita, de puntilla, aunque le ponía la carne de gallina.