—... no, su padre es un joven inglés. Ah, y mira, lleva el pelo justo como yo, sólo que el suyo es todavía más rojizo. Si me lo llegan a decir entonces, cuando estábamos en aquella escalinata...
El escuchaba su rápida charla, recordando mil insignificancias: un viejo poema que ella gustaba de repetir («Soy el paje de la alta Borgoña»), chocolatinas de licor («No, ésta también tiene mazapán —siempre mazapán para la pequeña Erika—, las prefiero de curasao o, por lo menos, de Kirsch»), los panzudos reyes de piedra a la luz de la luna del Tiergarten, tan dignos en la noche primaveral, con las lilas en esponjosa flor bajo luces de arco voltaico, formas móviles contra la escalinata blanca, dulces aromas, Dios mío..., aquellos dos breves años de felicidad, cuando Erika había sido su amante, los recordaba ahora como una serie irregular de insignificancias semejantes a éstas: el cuadro hecho con sellos de correos que tenían en su sala, su manera de sentarse y levantarse del sofá, de un salto, o de sentarse sobre sus manos, o de moteársele súbitamente el rostro de rápidas manchitas, o La Bohème, que tanto le gustaba, las excursiones por el campo, donde bebían vino de fruta en alguna terraza, el broche perdido en una de ellas... Todos los recuerdos frívolos, vaporosos, patéticos, revivieron en su interior mientras Erika le hablaba a toda velocidad de su apartamento nuevo, de su piano, de los negocios de su amante.
—¿Por lo menos eres feliz, Kurt? —volvió a preguntar.
—Acuérdate... —dijo él, y cantó, desafinando, pero con sentimiento—, «Mi chiamano Mimi...»
—Ya no soy bohemia —rió ella, moviendo ligeramente la cabeza—, pero tú sigues siendo el de siempre, Kurt (formó varias palabras seguidas con aquella boca que ya no le enloquecía, pero no dio con la que buscaba), tan... tan falto de sentido común.
—Tonterías, puras tonterías —dijo él, y dio otro empujoncito al niño, que lo esperaba, encogido sobre el manillar; trató de acariciarle la cabellera rizada, pero ya estaba demasiado lejos.
—No has contestado a mi pregunta: ¿eres feliz? —insistió Erika—, haz el favor de decírmelo.
La cadencia del poema le seguía rondando la memoria, y lo citó:
Sus labios eran pálidos, pero cuando besaba
se volvían de un rojo reluciente,
y aunque el final se adivina fácilmente,
prefiero callar lo que no te he contado
de una reina sobre los abrazos.
—¿No te acuerdas, Erika?, lo solías recitar tú, con muchas reverencias, ¿pero es que no te acuerdas?
—Claro que no. Pero lo que te preguntaba, Kurt, ¿te quiere tu mujer?
—Te diré, no sé cómo explicártelo. Verás... No es lo que podríamos llamar una mujer apasionada. No hace el amor en un banco del parque, o en un balcón, como las golondrinas.
—¿Pero te es fiel, tu reina?
—Seguro que te engaña.
—Te digo que es fría y razonable, y se sabe dominar muy bien.
¡Amantes! No sabe lo que se dice absolutamente nada de adulterio.
—No eres tú el mejor testigo del mundo —rió Erika—, no te diste cuenta de que yo te engañaba hasta que telefoneó su novia y te lo dijo todo. Me imagino cómo tratas a tu mujer. La quieres, pero no te fijas en ella. La quieres, apasionadamente, sin duda, pero te tiene sin cuidado su interior. La besas y ni te fijas en ella. Siempre has sido de lo más desconsiderado, Kurt, y, en último término, siempre seguirás siendo el mismo: el egoísta absolutamente feliz. No creas, te tengo bien estudiado.
—También yo —dijo él.
Así habla el paje de la Alta Borgoña
que le lleva a la reina la cola,
tra-la-la-la —, su boca, su boca tra-la-la,
por la escalera de mármol, tra-la-la.
—Te diré, Kurt, con toda franqueza, había momentos en que contigo me sentía absolutamente desdichada. Me daba cuenta de que tú lo que hacías era, pues eso, no pasar de la superficie. Tú pones a una persona en una especie de hornacina y te imaginas que allí se quedará sentadita y quieta para siempre. Pero te diré que no es así, que acaba saliéndose de ella, aunque sea a trompicones, y tú te imaginas que sigue sentada allí, y hasta cuando desaparece por completo te da lo mismo.
—Por el contrario, por el contrario —interrumpió él—, lo que soy es la mar de observador. Tú antes tenías el pelo rubio, y ahora lo tienes rojizo.
Como en otros tiempos, Erika le dio un golpecito de fingida exasperación.
—Hace tiempo que he renunciado a enfadarme contigo, Kurt. Anda, ven un día de éstos a tomar café a casa. El otro no vuelve hasta mediados de mayo. Charlaremos y recordaremos los viejos tiempos.
—Desde luego, desde luego —dijo él, sintiéndose de pronto aburrido y dándose cuenta perfectamente de que no tenía la menor intención de hacerlo.
Ella le dio su tarjeta (que él, un par de minutos más tarde, rompió en pedazos y los dejó bien apretados en el cenicero de un taxi); estrechó su mano varias veces al despedirse, sin dejar de charlar a toda prisa. Era curiosa, Erika... Su rostro pequeño, sus pestañas siempre en movimiento, su nariz respingona, su charla apresurada y ronca...
El niño del triciclo también le ofreció la mano y salió pedaleando a todo pedalear, subiendo y bajando las rodillas. Dreyer volvió la vista mientras se alejaba y agitó varias veces el sombrero, le pidió excusas a una farola inoportuna, se puso de nuevo el sombrero, siguió su camino. En general aquel encuentro había sido innecesario. Ahora ya no recordaré a Erika como solía recordarla. Esta Erika número dos se interpondrá siempre en mi memoria, tan apuesta y tan completamente inútil, con el pequeño Vivian, igual de inútil que ella, en su triciclo. ¿Hice bien en insinuarle que no soy muy feliz? ¿Pero de qué manera no soy yo muy feliz? ¿Por qué digo esas cosas? ¿Qué haría yo con una putita caliente en mi cama? Es posible que todo su encanto radique precisamente en su frialdad. Al fin y al cabo, debiera haber un escalofrío en toda sensación de auténtica felicidad. Y su frialdad tiene exactamente ese grado. Erika, con su pelo teñido, no sabe comprender que la frialdad de la reina es la mejor garantía, la mejor lealtad. No debía responder como respondí, y, además, todo lo que me rodeaba, esos charcos que relucían al sol..., no sé, la verdad, por qué tienen que llevar chanclos sin calcetines los panaderos, pero, en fin, todo ríe constantemente en torno a mí, todo reluce, todo está pidiendo que me fije, pidiendo amor, el mundo es como un perro que suplica que jueguen con él. Erika ha olvidado mil pequeños dichos y canciones, ha olvidado ese poema, y ha olvidado a Mimi, con su sombrerito rosado, y el vino de fruta, y el charco de luz de luna en el banco aquella primera vez. Lo que pienso es que mañana voy a quedar con Isolda.
Al día siguiente, Dreyer estuvo muy animado. Dictó a la señorita Reich una carta absolutamente irracional a una empresa antigua y respetable. Por la tarde, en el taller extrañamente iluminado, donde, poco a poco, cobraba vida un milagro, le dio al inventor tales golpes en la espalda que casi le dobló. Llamó a casa para decir que llegaría tarde a cenar, y cuando llegó, hacia las diez y media, le tomó el pelo al pobre Franz, examinándole sobre el arte de yender, haciéndole preguntas absurdas, como, por ejemplo: ¿Qué harías si mi mujer entrase en tu departamento, y así, por las buenas, robase a Ronald ante tus mismos ojos? Franz, para quien el humor, y sobre todo el humor de Dreyer, era algo abstracto, se limitaba a abrir los ojos y las manos. Esto a Dreyer, que era fácil de divertir, le hacía gracia. Martha jugueteaba con una cucharilla de té, tocando con ella el vaso de vez en cuando y parando la vibración con un dedo frío.