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En el transcurso de aquel mes, ella y Franz habían investigado varios métodos nuevos, y, como en los casos anteriores, Martha hablaba de este o aquel procedimiento con tan escueta sencillez que Franz no sentía en absoluto miedo o incomodidad, y es que en su interior estaba teniendo lugar un extraño reajuste de emociones. Dreyer se había escindido. Por un lado, estaba el Dreyer peligroso y tedioso, que andaba, hablaba, la atormentaba, prorrumpía en carcajadas; y por el otro, un Dreyer puramente esquemático, que se había separado del primero: un naipe estilizado, un dibujo heráldico. Y era a este último Dreyer al que había que destruir. Todos los medios de aniquilación de que hablaban se ferefían exclusivamente a esta imagen esquemática. Este Dreyer número dos era muy apropiado para manipular. Era bidimensional e inmóvil. Se parecía a esas fotos de parientes cercanos cuidadosamente recortadas y reforzadas con cartulina, que la gente, amiga de los efectos facilones, pone de adorno en sus escritorios. Franz no se daba cuenta de la sustancia especial y del aspecto estilizado de este personaje inanimado, y, en consecuencia, no se detenía tampoco a indagar la razón por las que aquellas siniestras conversaciones resultaban tan fáciles e inocuas. La verdad era que Martha y él hablaban de dos personas distintas: la de Martha era un hombre tan gritón que ensordecía; intolerablemente vigoroso y vivaz; la amenazaba con un príapo que ya una vez le había causado una herida casi mortal; se atusaba el obsceno bigote con un cepillo de plata; roncaba por la noche con triunfantes resonancias. La de Franz, en cambio, era un hombre insulso e inánime, se le podía quemar o hacer pedazos, o simplemente tirarlo a la papelera como una foto rota. Esta esquiva y fugaz geminación estaba ya en ciernes cuando Martha rechazó el veneno, calificándolo de «medio inadecuado para acabar con la vida humana» (fragmento de sutil legalismo que la sufrida enciclopedia explicaba con todo detalle), y, en cualquier caso, incompatible con las costumbres modernas. Comenzó a hablar de armas de fuego. Su gélida racionalidad, combinada con una torpe ignorancia, daba resultados bastante fantásticos. Recurriendo subliminalmente a aliados sacados de lo más hondo de su memoria, recordando sin darse cuenta detalles de muertes a tiros leídas en novelas baratas y plagiando así la infamia (acto que, después de todo, solamente Caín había evitado), Martha acabó proponiendo lo siguiente: primero, Franz compraría un revólver; luego («ah, y, a propósito», interrumpió Franz, «yo sé disparar»): bueno, pues muy bien, así es mejor («Aunque, querido, hazte cargo, tendrás que entrenarte un poco en algún sitio tranquilo, donde nadie te vea»). El plan era el siguiente: Martha entretendría a Dreyer abajo hasta media noche («¿Que cómo me las voy a arreglar?», «haz el favor de no interrumpir, Franz, las mujeres sabemos hacer esas cosas»). A media noche, mientras Dreyer celebrara con champán la súbita mansedumbre de su esposa, Martha iría a la ventana de la habitación contigua, descorrería la cortina, permanecería allí un rato con una copa de champán burbujeante en la mano levantanda. Esta sería la señal. Desde su puesto junto a la valla del jardín, Franz la vería con toda claridad en el centro del rectángulo iluminado. Ella entonces dejaría abierta la ventana y volvería a la sala, donde Dreyer estaría esperando, sentado en el diván, con la ropa en desorden, bebiendo champán y comiendo bombones. Franz, sin perder tiempo, saltaría la puerta del jardín en la oscuridad («Eso es fácil; claro que tiene puntas de hierro, pero tú eres un estupendo deportista») y, corriendo, cruzaría el jardín, pero de puntillas, para no dejar huellas delatoras, entraría por el ventanal, que estaría entrabierto. La puerta de la sala estaría también abierta. Desde el umbral mismo dispararía media docena de veces, una detrás de otra, en rápida sucesión, como hacen en las películas norteamericanas, y, antes de desaparecer, para guardar las apariencias, le robaría al muerto la cartera y, posiblemente, se llevaría también los dos candelabros antiguos de plata que había en la repisa de la chimenea. Y, sin más, se iría por donde había venido. Ella, entre tanto; subiría a todo correr al piso de arriba, se desnudaría, se metería en la cama. Y nada más.

Franz asentía.

Otra manera era la siguiente: Martha se iría al campo a solas con Dreyer. Los dos harían una larga caminata; a Dreyer le encantaba andar. Ella y Franz habrían escogido de antemano un lugar solitario y pintoresco («En pleno bosque», dijo Franz, imaginándose a sí mismo en un oscuro bosquecillo de pinos y robles, y aquella vieja mazmorra cuyos fantasmas tanto le habían obsesionado de niño). Franz estaría esperando detrás de un árbol, con el revólver cargado. En cuanto le hubieran matado, como con el otro plan, Franz dispararía también sobre Martha, hiriéndola en la mano («Sí, querido, eso es necesario, se hace siempre así, para dar la impresión de que los ladrones nos atacaron a los dos»). Franz, también como en el otro plan, les robaría la cartera (que podía devolverle luego a Martha, junto con los candelabros).

Franz asentía.

Estos eran los dos planes fundamentalmente. Luego había cierto número de simples variaciones sobre el mismo tema. Convencida, como tantos novelistas, de que, sólo con que los detalles fueran correctos, el argumento y los personajes se las arreglarían solos, Martha estudió cuidadosamente el tema del chalet desvalijado, y el del robo en pleno bosque (por más que ambos, desgraciadamente, tendiesen a confundirse). Y de pronto Franz resultó tener una habilidad tan inesperada como afortunada: era capaz de imaginar con claridad de diagrama sus movimientos y los de Martha y coordinarlos de antemano con esos conceptos de tiempo, espacio y situación que no había más remedio que tener en cuenta. En todo este patrón lúcido y flexible sólo había una cosa que no cambiaba aunque esta falacia le pasaba inadvertida a Martha: la víctima, que no daba señales de vida hasta que la perdía. El cadáver, al que habría que quitar de allí y llevar de un sitio a otro antes del entierro, parecía más activo que su predecesor biológico. Los pensamientos de Franz giraban con agilidad acrobática en torno a este punto inamovible. Estaban calculados admirablemente todos los movimientos del plan. Y el objeto llamado ahora Dreyer se diferenciaría del futuro Dreyer solamente en lá medida en que la línea vertical se diferencia de la horizontal. Una diferencia de ángulo y perspectiva, nada más. Martha, sin darse cuenta ella misma, fomentaba en Franz estas abstracciones, porque siempre había dado por supuesto que Dreyer sería cogido por sorpresa y no podría defenderse. Por lo demás, se imaginaba con gran realismo y lucidez cómo Dreyer arquearía las cejas al ver que su sobrino le apuntaba con una pistola, y cómo se echaría a reír, dando por supuesto que el arma era de juguete, para concluir la carcajada en el otro mundo. Cuando, para eliminar toda posibilidad de riesgo, ponía a Dreyer en la categoría de una mercancía, bien envuelta, atada y lista para su entrega a domicilio, Martha no se daba cuenta de que así las cosas le resultarían mucho más sencillas a Franz.

—Qué listo eres —le decía, echándose a reír y besándole en la muñeca—, mi avispado, mi avispadísimo amorcito.