Y él, reaccionando a sus elogios, le presentó una especie de cálculo (que, por desgracia, hubo que quemar luego): el número de pasos que había que dar para recorrer la distancia exacta desde la verja hasta la ventana; el número de segundos necesarios para recorrer esa distancia; desde la ventana hasta la puerta y desde la puerta hasta el sillón (al que Dreyer había sido trasladado desde el diván en una de las fases de toda esta planificación), y también desde el revólver, que estaría, como si dijéramos, colgando en el aire, hasta la nuca de la cabeza de Dreyer, que se suponía situada en un lugar oportuno. Y un día en que Dreyer estaba realmente sentado en ese mismo sillón y leía un periódico dominical bañado por un rayo de sol de abril, Martha, con una peineta reluciente en el moño y un traje sastre nuevo y Franz, sin abrigo y con Tom, que tenía entre los dientes una pelota negra, pisándole los talones, comenzaron a dar vueltas por el jardín, de un extremo a otro y vuelta a empezar, desde la tapia del chalet hasta la ventana de la sala y vuelta al postigo, contando los pasos, aprendiéndoselos de memoria, ensayando avances y retiradas, hasta que Dreyer, los brazos en jarras, se unió a ellos y se puso a ayudarles a debatir la nueva disposición de senderos enlosados y parterres que Martha y Franz estaban planeando con tanta diligencia.
Y seguían incansables con su planificación cuando se encontraban a solas en el amado y desangelado cuartito, donde la gran esclava negra de grandes pezones, todavía sin vender, seguía colgando sobre la cama, junto a una cara e inútil raqueta, metida en su marco. Había llegado el momento de comprar el arma. Y en cuanto se pusieron a pensar en esto surgió un obstáculo ridículo. Los dos estaban convencidos de que haría falta un permiso especial para poder comprar un revólver. Y ni Martha ni Franz tenían la más remota idea de lo que había que hacer para conseguir ese permiso. Tendrían que hacer averiguaciones, quizás ir a la policía, y esto significaba sin duda escribir y firmar solicitudes. Estaba visto que la adquisición del instrumento esencial era algo mucho más vago que la imagen que se habían hecho de su uso. A Martha esta paradoja le parecía intolerable. La eliminó buscando deliberadamente dificultades insuperables en el proyecto mismo. Por ejemplo, el jardinero, que también hacía de vigilante (¿drogarle?, ¿sobornarle?, ¿sería ello posible?), bribón fuerte y discreto que tenía muy buena vista para descubrir intrusos y aplastaba orugas con un particular y viscoso crujido y una implacable sacudida del pulgar, de férrea uña, agarrotamiento este que a Franz, la primera vez que lo presenció, le hizo chillar como una niña. Y luego había que pensar en el policía que pasaba frecuentemente por la calle, como dando un paseo. Y también surgieron errores de cálculo y fallos en el plan del bosque: después de una excursión a Grünewald, Franz informó que contenía más excursionistas que pinos. Claro es que había muchos otros bosquecillos por los suburbios, pero la dificultad estaba en convencer a Dreyer de ir a alguno de ellos. Y una vez que la realización de estos proyectos quedó bien situada en su lugar debido, la cuestión de conseguir el arma dejó de parecer tan irresoluble: probablemente había amables comerciantes de armas en la parte norte de la ciudad que no se preocupaban de pedirle licencia a sus clientes y, una vez que tuvieran el arma en su poder, la suerte empezaría a sonreírles, y les sería fácil situar al blanco en la debida posición en el momento oportuno. Así es como Martha pudo satisfacer, de paso, su sentido innato de las relaciones correctas (sus proverbios favoritos eran: «Lo primero es lo primero», y «si quieres tener dos narices tendrás que contentarte con un ojo»).
Así las cosas, había llegado el momento de hacerse con un revólver pequeño, pero seguro. Martha se imaginaba a Franz —el lento, larguirucho, tímido Franz— yendo de armería en armería, cómo el amable comerciante le haría inesperadas preguntas maliciosas, cómo el muy idiota recordaría luego las gafas de carey de Franz y los ademanes aclaratorios de sus manos finas, blancas, inocentes, y cómo más tarde, una vez usada y escondida el arma, algún detective metomentodo desenmañaría todo el asunto... Pero, por otra parte, si fuera ella a comprarlo... Podía pensar, por ejemplo, que Tom estaba rabioso y que había que pegarle un tiro, y de verdad lo hacía para practicar: también las mujeres son capaces de aprender a disparar bien, y de pronto, una imagen ajena pasaba flotando a su lado, se detenía, se volvía, seguía flotando como esos bonitos objetos que se mueven solos en los anuncios del cine. Martha entonces se dio cuenta de por qué la imagen del revólver tenía en su mente una forma y un color tan definidos, a pesar de que ella de armas no sabía nada. El rostro de Willy surgió de las profundidades de su memoria; reía con su risa gordinflona y estaba inclinado, examinando algo y conteniendo a Tom, que lo había tomado por un juguete. Martha hizo otro esfuerzo y recordó a Dreyer sentado ante su mesa de trabajo, enseñando a Willy..., ¿qué le estaba enseñando?, ¡un revólver! Willy lo hacía girar entre sus manos, riendo, y el perro ladraba. Martha no conseguía recordar más, pero con esto bastaba. Y se sentía sorprendida, y al tiempo contenta, de ver con qué providencial celo su mente había conservado durante un par de años esta imagen pasajera pero absolutamente indispensable.
Un domingo más. Dreyer y Tom habían salido a dar un paseíto. Todas las ventanas del chalet estaban abiertas. La luz solar se instalaba a su antojo en rincones inesperados de la habitación. En la terraza, la brisa agitaba las páginas del número de abril (ya viejo) de una revista con una foto de los hermosísimos brazos de Venus, recién descubiertos. Martha, ante todo, se puso a explorar los cajones de la mesa de trabajo. Entre carpetas azules que contenían documentos, encontró algunas varas de lacre dorado, una linterna de bolsillo, tres guldensy un chelín. Había también unas libretas de ejercicios con palabras inglesas, su pasaporte con la foto sonriente (¿a quién se le ocurre sonreír en una foto oficial?), una pipa rota que ella misma le había dado hacía mucho tiempo, un viejo álbum de fotografías desvaídas (una, reciente, de una chica que muy bien podría ser Isolda Portz, si no fuera el elegante traje de esquiar que llevaba), una caja de chinchetas, trozos de cuerda, un cristal de reloj y otras cosas por el estilo, de esas cuya acumulación siempre irritaba a Martha. La mayor parte de ellas, icluidos el cuaderno de ejercicios y el anuncio de deportes invernales, las tiró a la papelera. Cerró de golpe los cajones y, alejándose de la mesa ensordecida, subió al dormitorio. Allí se puso a buscar en dos cómodas blancas, y encontró, entre otros objetos, una pelota dura que conservaba huellas de los dientes de Tom y que sólo Dios sabía cómo habría podido llegar a aquella cómoda, donde estaban, ordenados en hileras, los diez pares de zapatos de su marido. Tiró la pelota por la ventana. Bajó las escaleras a todo correr y, al pasar junto a un espejo, vio que se le había corrido el maquillaje de la nariz y que tenía ojeras. ¿Debería consultar a un especialista de los pulmones o del corazón? ¿O a los dos? Buscó en unos cuantos cajones más en varias habitaciones, riñéndose a sí misma por mirar en lugares absurdos y, finalmente, llegó a la conclusión de que la pistola estaba en la caja fuerte, de la que no tenía llave (¡allí estaba el testamento, el tesoro, el futuro!), o en la oficina. Volvió a mirar en la condenada mesa de trabajo, que crujió y resistió conteniendo el aliento ante el avance amenazador de Martha. Los cajones restallaban como bofetadas en plena cara. ¡No estaba en éste! ¡Ni en éste! ¡Ni en éste! Vio en uno de ellos un maletín marrón. Lo levantó, irritada. Debajo, muy hundido en el fondo, había un pequeño revólver con culata de madreperla. Al mismo tiempo, la voz de su marido le llegó de muy cerca, y Martha, volviendo a poner el maletín en su sitio, cerró el cajón apresuradamente.
—Maravilloso día —decía Dreyer con voz cantarina—, casi veraniego.