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Franz, con su vulgar sandwich, se quedó solo en el compartimento, ahora espacioso. Mordisqueó y miró por la ventana. Una loma verde se levantó ante él en diagonal hasta cubrir la ventana por completo. Y entonces, concretándose en un acorde de hierro, un puente resonó sobre su cabeza y en un instante la ladera verde desapareció, y el campo se abrió ante sus ojos: praderas, sauces, un abedul dorado, un arroyo serpenteante, macizos de coles. Franz terminó su sandwich, se movió con inquietud, cerró los ojos.

¡Berlín! Tan sólo el nombre de la metrópoli aún desconocida, la pesadez sorda de su primera sílaba y el resonar ligero de la segunda, le excitaba, como los nombres románticos de vinos buenos y mujeres malas. El expreso parecía correr ya por la famosa avenida flanqueada para él de gigantes y antiguos tilos bajo cuyas copas hervía para él una muchedumbre multicolor y llamativa. El expreso corría junto a aquellos tilos que tan lujuriantemente surgían del nombre mismo de la avenida («Derlín, derlín», repetía la campanilla del camarero conminando a los comensales retrasados), y ahora pasaba raudo bajo un enorme arco adornado con estrellas de madreperla. Más allá había una encantadora neblina donde otra tarjeta postal iluminada giró sobre su plinto para mostrar una torre translúcida contra un fondo negro. Se diluyó en el aire y, Franz se paseaba por un iluminadísimo bazar, entre maniquíes dorados, espejos límpidos y mostradores de cristal, con su chaqué y sus pantalones a rayas y sus botines blancos, indicando a los clientes con lánguidos ademanes los departamentos que buscaban. No era ya esto un juego mental totalmente consciente, ni tampoco, todavía, un sueño; y en el mismo momento en que el sueño estaba a punto de atraparle, Franz volvió a dominarse y a encauzar sus pensamientos según sus deseos. Se prometió a sí mismo divertirse él solo aquella noche. Desnudó los hombros de la mujer que acababa de estar sentada junto a la ventanilla, hizo una rápida comprobación mental (¿reaccionó el ciego Eros?, el torpe Eros reaccionó, despuntando sus pliegues en la obscuridad); luego, sin soltar los magníficos hombros, cambió la cabeza, poniendo en su lugar el rostro de la doncella de diecisiete años que había desaparecido con un cucharón de plata tan grande casi como ella, antes incluso de que él tuviera tiempo de declararle su amor; pero acabó borrando también esta cabeza y fijando en su lugar el rostro de una de esas bellezas berlinesas de ojos audaces y labios húmedos que se encuentran sobre todo en los anuncios de bebidas alcohólicas y de cigarrillos. Sólo entonces cobró vida la imagen: la muchacha de senos desnudos se llevó un vaso de vino a los labios carmesí, balanceando suavemente la pierna color albaricoque de cuyo pie se le iba deslizando poco a poco una zapatilla roja hasta caer al suelo. Entonces Franz, inclinándose para recogerla, se hundió con gran dulzura en oscuro sueño. Dormía con la boca abierta de par en par, de modo que su rostro pálido presentaba tres aberturas: dos relucientes (sus gafas) y una negra (la boca). Dreyer se fijó en esta simetría una hora después, al volver con Martha del vagón restaurante. Se detuvieron en silencio ante una pierna inmóvil. Martha puso su bolso sobre la mesita plegable de la ventanilla, y el cierre de níquel cobró vida enseguida, al bailotear un reflejo verde contra su ojo de gato. Dreyer sacó un puro, pero no lo encendió.

La comida, sobre todo el wiener schnitzel, había resultado bastante buena, y ahora Martha no sentía haberse decidido a ir al vagón restaurante. Su complexión se había vuelto más cálida, sus exquisitos ojos estaban húmedos, sus labios, recién pintados, brillaban. Sonreía, poniendo sólo al descubierto sus incisivos, y esta sonrisa preciosa y llena de contento permaneció en su rostro por unos instantes. Dreyer la admiró perezosamente, sus ojos se entrecerraron, saboreando aquella sonrisa igual que si fuera un regalo inesperado, pero por nada del mundo habría exteriorizado el placer que sentía. Cuando desapareció la sonrisa, apartó él los ojos del mismo modo en que el mirón satisfecho se aleja después de que el ciclista se ha levantado del suelo y el vendedor de frutas vuelto a poner en su carreta su mercancía desparramada.

Franz se cruzó de piernas con lentitud, sin llegar a despertar. El tren comenzaba a frenar con violencia. Pasaron ante una pared de ladrillo, una enorme chimenea, vagones de carga relegados a vía muerta. No tardó en oscurecer en el compartimento, se encontraban en una inmensa estación abovedada.

—Voy a salir, amor mío —dijo Dreyer, a quien gustaba fumar al aire libre.

Martha, al quedarse sola, se retrepó en su rincón, y, no teniendo otra cosa que hacer, se puso a contemplar el cadáver gañido del rincón opuesto, pensando con indiferencia que ésta podría ser la parada del joven, y la iba a perder. Dreyer se paseaba por el andén, tamborileando con cinco dedos contra el cristal de la ventanilla al pasar junto a ella, pero su mujer no volvió a sonreír. Exhalando una bocanada de humo, siguió adelante, las manos cogidas a la espalda y el puro precediéndole; pensaba en lo bello que sería poder pasearse algún día así bajo los arcos encristalados de alguna remota estación camino de Andalucía, Bagdad o Nishni Novgorod. La verdad era que podrían emprender el viaje en cualquier momento; el globo era enorme, y redondo, y él tenía suficiente dinero disponible para dar media docena de vueltas a su alrededor. Pero Martha se negaría al viaje, prefiriendo el bien recortado césped suburbano a la más exuberante de las selvas. Se limitaría a levantar sarcásticamente la nariz si se le ocurriese proponerle un viaje de un año. «Lo mejor», se dijo, «será comprar un periódico. Después de todo, la bolsa es también un tema interesante y complicado. Y tengo que enterarme de si nuestros dos aviadores —¿o no será todo ello más que una estupenda broma?— han conseguido repetir en dirección contraria la hazaña de hace cuatro meses del joven norteamericano ese: América, México, Palm Beach. Willy Wald estuvo allí, quería que le acompañásemos. Pero no hubo forma de persuadirla. Bueno, a ver, ¿dónde está el kiosco de los periódicos? Esa vieja máquina de coser, con su pedal artrítico bien envuelto en papel marrón se ve muy clara ahora mismo, y, sin embargo, dentro de una hora o dos la habré olvidado para siempre; se me habrá olvidado incluso que la miré, lo habré olvidado todo...» Justo en aquel momento sonó un pitido y el vagón de los equipajes se puso en movimiento. ¡Eh, mi tren!

Dreyer corrió al kiosco a todo trotar, escogió una moneda de las que tenía en la mano, cogió el periódico que quería, se le cayó al suelo, lo recogió, y volvió corriendo. Se subió de un salto, no muy elegantemente, al primer estribo que vio, pero no le fue posible abrir inmediatamente la portezuela. En el forcejeo se le cayó el puro, pero no el periódico. Riendo entre dientes y jadeando fue por el pasillo, pasó a otro vagón, a otro más. Finalmente, en el penúltimo pasillo, un sujeto grandote con abrigo negro que estaba cerrando una ventanilla se hizo a un lado para dejarle pasar. Dreyer vio el rostro sonriente de un hombre talludo con naricilla de mono. «Es curioso», pensó, «me gustaría encontrar un maniquí así para exhibir algo gracioso». En el vagón siguiente dio con su compartimento, pasó sobre la pierna sin vida, que ya se había convertido en un detalle familiar del ambiente, y se sentó sin hacer ruido. Le pareció que Martha estaba dormida. Abrió el periódico y sólo entonces se dio cuenta de que ella tenía los ojos fijos en él.