Pasó unos días retirada, como si se hubiera refugiado en los desiertos más remotos de su espíritu para pasar revista a sus errores y acopiar fuerzas con que volver purificada a la tarea, de forma que no volviese a cometer ninguno de sus errores anteriores. Complejas combinaciones, complicados detalles, armas que resultaban no serlo..., era preciso renunciar a todo esto. A partir de ahora la consigna iba a ser: sencillez y rutina. El método que tanto buscaban tendría que ser completamente natural, completamente puro. Los intermediarios tengan la bondad de abstenerse. El veneno era una celestina; la pistola, un chulo. Cualquiera de los dos podría traicionarla. Lo que había que hacer era dejar de comprar novelas baratas sobre los Borgia. No era posible matar a un hombre con un encendedor de puros, como, evidentemente, alguien la había creído a ella capaz de suponer.
Franz movía la cabeza, negativamente o asintiendo, según lo que dijese Martha, que ahora hablaba con la mayor seriedad. La pequeña habitación rebosaba de luz solar. Franz se había sentado sobre el alféizar de la ventana, que estaba abierta, y los batientes asegurados con cuñas de madera para que no se cerrasen. A pesar de que era festivo los obreros seguían trabajando con tenacidad entre golpes y ruidos metálicos cada vez más fuertes. Una voz de chica gritó algo desde una ventana inferior y otra voz de chica, más angelical aún, respondió desde un balcón del otro lado de la calle. Era ésta la temporada de música de guitarra en el río de la ciudad natal de Franz, de balsas que cantaban suavemente a la sombra de los sauces.
Franz empezaba a sentir calor en la espalda. Se bajó del alféizar de la ventana, cayendo al suelo. Martha, con las piernas apretadamente cruzadas, mostrando un poco de grueso muslo bajo la falda, se sentó de lado sobre la mesa. A la luz inexorable su piel parecía más basta y su rostro más grande, posiblemente porque tenía la barbilla apoyada contra el puño cerrado. Las comisuras de sus labios húmedos estaban bajadas, sus ojos levantados. Un ser completamente extraño, agazapado en la consciencia de Franz, observó de paso que Martha se parecía algo a un sapo. Martha movió la cabeza. La realidad volvía por sus fueros. Y todo se hizo de nuevo opresivo, oscuro, despiadado.
—Estrangularle —murmuró—, si pudiéramos estrangularle con nuestras propias manos y acabar de una vez...
El gran Doctor Herz le había dicho un par de años antes que su cardiograma mostraba una notable, no necesariamente peligrosa, pero ciertamente incurable, anormalidad que él sólo había visto en otra mujer: una Hohenzollern, que seguía viva a los casi cuarenta años, y ahora le parecía a Martha que su corazón estaba a punto de reventar, incapaz de contener tanto sentimiento de odio como despertaban en ella los menores movimientos y ruidos de Dreyer. A veces, de noche, cuando se le acercaba con una risita tierna, Martha sentía el deseo imperioso de hundir sus manos en su cuello y apretar, apretar con toda su fuerza. Y a la inversa, cuando, en una ocasión reciente, le había hecho prometer que no vendería la mejor de sus tres casas de pisos por el precio ridículo que le ofrecía Willy y, a modo de generosa compensación, ella le había ofrecido a su vez una breve caricia, la inesperada falta de reacción viril por su parte la había llenado de tanta repulsión como sus mismos requerimientos amorosos. Martha se daba cuenta de lo difícil que era, en tales circunstancias, razonar con lógica, desarrollar planes sencillos, suaves, elegantes, cuando todo su interior gritaba y hervía de rabia. Sin embargo, tenía que sobrevivir, era necesario hacer algo. Dreyer se extendía monstruosamente ante ella, como una conflagración en la pantalla de un cine. La vida humana, como el fuego, era peligrosa y difícil de extinguir; pero, también como en el caso del fuego, tenía que haber, era absolutamente necesario que hubiera algún método universalmente aceptado, natural, de acabar con la terca vida de un ser humano. Dreyer llenaba todo el dormitorio, toda la casa, el mundo entero: enorme, de pelo leonado, bronceado de tanto jugar al tenis; o bien con reluciente pijama amarillo, bostezando enrojecido; o irradiando calor y salud haciendo los varios ruidos propios del hombre incapaz de contener sus groseros impulsos físicos cuando se despierta y se estira.
Con frecuencia cada vez mayor, y con una indiferencia temeraria de la que ya no se daba cuenta, Martha escapaba de esa triunfante presencia refugiándose en la habitación de su amante, llegando incluso a horas en que él estaba todavía en la tienda y los vibrantes sonidos de la construcción cercana no habían sido todavía relevados por las radios vecinas; entonces se ponía a zurcir algún calcetín, y sus cejas negras se juntaban con severidad en espera de la vuelta de Franz, llena de una ternura confiada y legítima. Sin los labios y el joven cuerpo dócil de su amante, Martha no habría podido seguir viviendo un solo día más. En ese instante de su contacto en el que, sintiendo todavía las cada vez más lejanas vibraciones del placer, Martha abría los ojos, le parecía extraño que los ataques de su amante no hubieran destruido ya a Dreyer. Y enseguida trataba de estimular nuevamente a Franz, y, habiéndolo conseguido, aunque con cierta dificultad (¡tanto trabajo en la tienda agotaba al pobre tesoro!), sentía de nuevo que Dreyer estaba pereciendo, que cada furiosa embestida le hería más y más hondamente, hasta que, al final, se derrumbaba en medio de un dolor terrible, aullando, descargando sus fluidos intestinales, disolviéndose en el intolerable esplendor de su placer.
Pero lo cierto era que no había pasado nada, que Dreyer reviviría, se pasearía de nuevo ruidosamente por las estancias, y, lleno de jovialidad y hambre, se sentaría a comer frente a ella, doblaría una loncha de jamón, clavaría en ella el tenedor con gran energía, haría un movimiento circular con el bigote al masticarla.
—Ayúdame, Franz, oh, ayúdame —le murmuraba a veces, sacudiéndole por los hombros.
Los ojos de Franz eran completamente sumisos detrás de sus gafas limpísimas. A pesar de todo, no acababa de ocurrírsele nada. Su imaginación estaba a las órdenes de Martha; funcionaba a su servicio, pero era ella quien tenía que dar ímpetu y alimento a su fantasía. Exteriormente Franz había cambiado mucho en estos meses últimos: había perdido peso, sus pómulos salientes le daban ahora más que nunca el aspecto de hindú hambriento, una curiosa debilidad difuminaba sus movimientos, como si existiera solamente porque la existencia era lo único posible, pero, así y todo, existía contra su voluntad, y en cualquier momento habría vuelto gustosamente a sumirse en un estado de estupor animal. Sus días transcurrían automáticamente, pero sus noches eran informes y hervían de terrores. Comenzó a tomar somníferos. El sobresalto matinal del despertador era como una moneda introducida en la ranura de una máquina tragaperras. Se levantaba; iba, arrastrando los pies, al retrete maloliente (un pequeño infierno oscuro por derecho propio); volvía, arrastrando los pies, a lavarse las manos, limpiarse los dientes, afeitarse, quitarse el jabón de las orejas, vestirse, correr a la boca del metro, meterse en un vagón de no fumadores, leer el anuncio, sucio y siempre el mismo, que tenía encima, y llegar a su destino al ritmo toscamente trocaico del tren, subir la escalinata de piedra, mirar, entrecerrando los ojos, la mata multicolor de pensamientos bañados por el sol en un gran parterre situado delante de la salida, cruzar la calle y cumplir con sus deberes cotidianos en el gran almacén. Después de irse Martha, Franz se ponía a leer el periódico durante un cuarto de hora, porque lo normal era leer la prensa. Luego se iba, dando un paseo, al chalet de su tío. Durante la cena repetía a veces lo que acababa de leer en el periódico, reproduciendo literalmente muchas de las frases, pero trastocando curiosamente los incidentes, de modo que Dreyer se divertía mucho incitándole a seguir y corrigiéndole luego. Se iba a eso de las once. Volvía a casa a pie y siempre por las mismas aceras. Un cuarto de hora más tarde ya estaba desnudándose. Apagaba la luz.