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Observar la lenta corriente de agua por el canal lo llevó a pensar en el tiempo transcurrido desde que había derrotado a Wanosi la Blanca. Años en los que alimentó a los dioses. Años en los que aquel lugar empezó a ser conocido por todos como «La Isla del Miedo». Pero los antiguos sacerdotes de la diosa blanca contemplaban con horror estas muertes e incitaban al Minoarca a traicionarla. Año tras año, sus intrigas aumentaron, hasta que la paciencia de los dioses quedó colmada y Sapas, la diosa que cabalga el cometa, fue encargada de anunciar el terrible destino del Imperio.

– ¡No habrá piedad para Keftiú! -dijo la diosa a Talos-. ¡Se arrancarán las puertas de sus moradas! ¡Se romperá el cetro de su soberanía! ¡Se derribará el trono de su realeza!

Talos convocó de inmediato al Minoarca y éste se presentó ante el sacerdote rodeado por una escolta armada.

Pretendía mostrar a todos que Talos el Rojo ya no gozaba de su confianza, pero se estremeció como un niño asustado cuando supo el porvenir que los dioses reservaban para Keftiú. No podía aceptarlo. El Minoarca pensaba que su imperio había llegado a tener el control de su destino. Nadie sobre la Tierra era capaz de desafiarlos. Construían sus orgullosas ciudades sin murallas, sin sentir temor ante ningún enemigo, seguros del poder que les otorgaba su gran flota y el dominio total de los mares. Llorando de terror, se volvió hacia la ensangrentada esfinge de Baal y gimió:

– Oh, dios poderoso, en cuya mano está la muerte y la vida… Han pasado tantos Minoarcas por el Trono Dorado que hasta sus nombres se han olvidado en el tiempo… ¿Por qué entonces debo ser yo quien contemple la destrucción del Imperio? La muerte de mis mujeres e hijos… Verme desposeído de mis reinos y de mis vasallos… y de todo lo que los guerreros de Keftiú han conquistado y ganado con su valeroso brazo, y con la fuerza y ánimo de su pecho… ¿Qué haré? ¿Dónde me esconderé? ¿Adónde huiré? ¡Oh, si pudiera volverme de bronce como tú! ¡Que mi carne se transforme en cualquier otra materia antes que contemplar tanto horror!

Asqueado por la cobardía del Minoarca, Talos alzó una mano para interrumpirlo.

– No verás el fin de Keftiú, Señor del Mar -le dijo-. Yo puedo asegurarte que no contemplarás la destrucción de tu reino. Pero debes obedecer mis órdenes. Debes acatarlas hasta en el menor de sus detalles.

– Así lo haré -juró él ante la efigie de Baal-. Exactamente como tú me ordenes.

El sacerdote dio instrucciones precisas para que se empezara a construir un gran navío recubierto de bronce en uno de los puertos circulares de la isla. Transcurrieron así años de intenso trabajo en las dársenas, donde se fueron congregando carpinteros y artesanos llegados desde cualquier rincón del Imperio.

Poco antes del regreso del cometa, el Minoarca murió tras una larga enfermedad, por lo que la promesa que le había hecho a Talos se vio finalmente cumplida. Para entonces, la nave de bronce estaba casi terminada.

Talos la podía ver ante sí en aquel momento. El casco de madera cubierto de brillantes planchas metálicas, que habían sido remachadas unas sobre otras como las escamas de un pez, reflejaba de tal modo los lejanos fuegos de la dársena que daba la impresión de que la nave había sido construida con oro macizo. Tres mástiles sostenían las grandes velas de lino, que se elevaban desafiantes hacia el cielo. El mascarón de proa representaba en madera policromada la retorcida figura de Bes, el dios enano, panzudo y rechoncho, que los defendería de las tormentas y la furia del mar.

Subieron a bordo y, al amanecer, Talos degolló a los diez niños y dejó que su sangre empapara bien las tablas de la cubierta. Era preciso proteger la nave de las calamidades que se avecinaban, de modo que los sacrificios continuarían hasta el último momento.

Finalmente llegó el día de partir. La nave de bronce se dirigió hacia mar abierto a través de uno de los canales que daban acceso al puerto circular. En el cielo unas nubes densas y negras, viscosas como las entrañas de un animal enfermo, cubrían por completo el cielo. Ocultaban el resplandor del cometa, pero Talos sabía que seguía allí.

Al salir del canal, navegaron rodeados por pequeñas embarcaciones que les dieron escolta. Tras ellos, la estructura blanca y cobalto del puerto fue empequeñeciendo. El sol despuntaba en el horizonte, como un volcán que emergiera entre el mar y el oscuro techo del cielo. Lanzando débiles rayos rojos, empezó a elevarse por encima del lecho líquido, pero sólo para hundirse de inmediato entre las nubes. El cielo se oscureció de nuevo, volviéndose negro intenso sobre la Isla del Miedo. El mar se encrespó e hizo balancearse a las naves que los acompañaban. Unas tinieblas cada vez más profundas lo iban ocultando todo.

– Señor… -dijo Azitawadda, el secretario de Talos, estremecido de terror.

– ¡Silencio! -le hizo callar éste, llevándose un dedo a los labios-. Está sucediendo… ¡Justo ahora!

Las nubes se retorcieron sobre sus cabezas con un largo espasmo agónico y se formó un enorme remolino alrededor del espacio negro situado sobre la Isla. Y el cielo se abrió en una llamarada. Todo se iluminó de repente. Una bola de fuego, surgida del centro oscuro del cielo, atravesó el aire y se estrelló contra la Isla del Miedo.

Poco después, Azitawadda sintió vibrar sus huesos a la vez que la atmósfera que lo rodeaba. Gritó, pero no pudo oír su grito. El centro de la Isla estalló en millones de fragmentos. Los Puertos Circulares y todas sus gentes desaparecieron en un instante. La vibración de los huesos se había convertido en algo tan doloroso e intenso que parecía que la carne se estuviera desprendiendo de ellos. Azitawadda comprendió que aquella vibración era «ruido», el estruendo más brutal que pudiera concebirse. Parpadeó. Donde antes había una isla, ahora se abría un gran hueco en el que el agua se precipitaba formando una inmensa catarata. El mar, al derramarse sobre aquellos fuegos del infierno, arrojó un géiser de cenizas incandescentes hacia lo alto. Un surtidor de vapor con el diámetro de la desaparecida Isla del Miedo.

El secretario de Talos no podía creer lo que estaba viendo y, cuando se llevó las manos a los oídos, descubrió que le sangraban. Se volvió hacia su señor, que contemplaba impasible aquella catástrofe inconcebible.

«Vamos abajo», le ordenó éste con una señal.

La nube creció y creció, como una columna que se elevara hasta los cielos, recta y colosal, bordeada de ríos de vapor ardiente que aparecían y desaparecían. Desde la base de aquella columna, un anillo de fuego avanzó sobre el mar desprendiendo un calor abrasador. Aquella lengua de muerte iba alcanzando a los navegantes e incendiando los pequeños barcos que encontraba en su camino. Llegó hasta el navío de bronce y lo rebasó. Comenzó a llover fuego sobre la cubierta revestida de metal de la nave. Los hombres corrían envueltos en llamas, gritaban enloquecidos y se arrojaban por la borda. Pero Talos y Azitawadda, y otros muchos que se habían guarecido en las bodegas, sobrevivieron.

Tras el anillo de fuego, una ola gigantesca se abalanzó sobre ellos. Redujo a astillas en llamas a los barcos de la escolta y lanzó a la nave de bronce por los aires. Luego continuó su camino, sembrando a su paso la muerte y la destrucción. La nave cayó desde una gran altura, girando sobre ella misma como una peonza, y se estrelló contra la superficie del mar con un impacto estremecedor. Pero el casco blindado aguantó.

Maltrechos pero vivos, Talos y sus hombres abandonaron la bodega de la nave de bronce y navegaron por un mar ennegrecido, en el que flotaban las astillas de madera de las naves destruidas y los cadáveres calcinados de sus tripulaciones.

Y las tinieblas cubrieron el cielo durante incontables días.

4

– Hermano, imagina mi fascinación mientras leía aquel texto por primera vez. ¡Allí estaban reflejados los mitos que me apasionaron durante mi infancia! La historia guardaba cierto parecido con la del célebre Minotauro cretense; el híbrido de toro y hombre que habitaba en el laberinto de Creta y al que el rey Minos sacrificaba doncellas y efebos. Pero, sobre todo, recordaba la leyenda de Talos, el gigante de bronce que custodiaba la Isla del Miedo. Ahora podía leer los verdaderos acontecimientos que dieron origen a esas leyendas: un sacerdote proveniente de Tiro había matado a la antigua sacerdotisa de la Isla y había establecido un reino de terror y sangre, hasta el día en que Dios envió una gran catástrofe para borrar por siempre aquel país de la faz de la Tierra…