Выбрать главу

»Al-Qasim se acercó al sultán e intercambió una breve conversación entre susurros con él. El muley Hacen asentía. Luego, volviéndose hacia mí, el gran visir dijo:

»-Así es, faquih, vivimos aprisionados entre un océano impetuoso y un enemigo terrible. Y ahora tú propones que nuestra salvación está en ese mismo océano que nos confina… Interesante, pero… -Se detuvo un instante y meditó con cuidado sus siguientes palabras-: Pero llegas demasiado tarde, erudito. Demasiado tarde… Ya no somos dueños de nuestro destino ni de nuestras riquezas y no es aquí donde debes buscar el respaldo para tu asombroso plan… No es aquí, ni es ahora…

»-Pero, señor…, a quien Allah ayude y haga victorioso mediante la fuerza de su brazo, que es el que tiene el cuidado y el poderío para ello; es importante que…

»-Es suficiente, faquih -me interrumpió el visir-. Lisán al-Aysar, la audiencia ha terminado. Puedes ir en paz, porque todo está en manos de Allah.

»Y eso fue todo. Me despidió con un gesto y yo ejecuté una confusa reverencia.

»Abandoné la sala mientras pensaba que, de una forma muy intensa, había entrevisto el final. El auténtico fin de nuestro mundo, que ahora parecía inevitable ante mis ojos.

»Se dice que el hombre que no es capaz de maravillarse es que está muerto o cercano a la muerte, y yo consideraba que a las sociedades se les puede aplicar el mismo dicho. Durante cientos de años, nuestros príncipes habían estimulado con entusiasmo la investigación y la aventura. Pero cuando las derrotas militares se sucedieron, ellos mismos le dieron la espalda a la sabiduría. Despreciaron a los filósofos y a los científicos, y se cobijaron en los indolentes y poco imaginativos brazos de los ulemas.

»Mientras me dirigía a la salida del palacio, perdido en estos pensamientos, fui interceptado por un hombre en el patio de Mexuar. Alcé la vista hacia él, pues se había colocado justo en mi camino. Viejo y delgado, con los dedos manchados de tinta y un libro envuelto en un marchito pañuelo de seda. Uno de los escribanos que había visto en compañía del sultán.

»-¿Acaso no sabes que ya hace dos siglos que los genoveses poseen el monopolio absoluto para ejercer el comercio marítimo de todos nuestros productos? -me espetó sin mediar saludo-. No tienes otra opción que recurrir a ellos.

»Le pregunté si alguien lo enviaba o si hablaba por iniciativa propia. A lo que él se limitó a repetir lo dicho y que debía buscar ayuda entre los genoveses. Me entregó una dirección y un nombre escritos en un papel, y siguió su camino.

5

– La dirección era la de una de las alhóndigas de la medina, que pertenecía a la importante familia genovesa de los Salvago. El lugar vibraba con una vitalidad perturbadora. Los mayoristas y sus clientes entraban y salían del edificio enfrascados en sus negocios. Los guardias, elegantes y marciales a la vez, con los uniformes de colores brillantes que tanto gustan a los genoveses, paseaban por la recepción e interceptaban a cualquier visitante de aspecto dudoso. Algunos criados cargaban con las cajas de muestrarios de un lado a otro, mientras su señor tomaba alguna esencia fresca y regateaba el precio con un comprador.

»Comprendí entonces a qué se había referido el visir con sus amargas palabras. Allí seguía funcionando un corazón que hacía mucho que había dejado de palpitar en Granada. Esa vitalidad, que se desplegaba ante mis ojos, evidenciaba cruelmente la apática decadencia a la que había llegado la corte del muley Hacen. Los comerciantes genoveses se las habían arreglado para crear sus propias dinastías en el propio corazón envejecido de nuestra ciudad. Por primera vez consideré que allí estaba la verdadera amenaza y no en los furiosos ataques de los infieles contra nuestras murallas.

»Uno de los guardias me acompañó hasta una de las dependencias de la alhóndiga, donde me entrevisté con la persona señalada en la nota del escribano. Era un joven genovés llamado Pietro, que se entusiasmó de inmediato con mis palabras.

»-Lo que propones es asombroso -me dijo-, de ser cierto significaría la gloria y la riqueza para los valientes que se atrevieran a enfrentar una aventura así.

»En un rincón vi unos cuantos libros apilados. Uno de ellos era el famoso Libro de las Maravillas, del veneciano Marco Polo. Pietro advirtió mi interés y me mostró el ejemplar. Sus páginas estaban llenas de anotaciones en el margen en la que imaginé que era su letra.

»Sin que viniera al caso me contó que, a pesar de su juventud, él mismo había realizado numerosos y fascinantes viajes. Afirmó pertenecer a un linaje rico y antiguo, aunque arruinado por las guerras de Lombardía. Se había visto obligado a cambiar su nombre y su blasón para poder ingresar en aquel poderoso albergo.

»-¿Crees que la familia Salvago estaría interesada en financiar este viaje?… -pregunté, ansioso por regresar a la cuestión que me había llevado hasta allí.

»-Me temo que algo así escapa a mis competencias… Es un asunto demasiado grande para tratarlo desde aquí. No te va a quedar más remedio que viajar hasta Génova y pedir audiencia ante los sabios del albergo… -Y se ofreció a acompañarme.

»No era lo que tenía previsto y tardé muchos meses en decidirme. Tiempo en el que aquel joven genovés no dejó de enviarme notas, insistiendo casi a diario en la conveniencia de llevar mi propuesta ante los sabios de su albergo. Al final comprendí -y temí- que, si estaba tan interesado, muy bien podría acabar decidiendo hacer el viaje por su cuenta, apropiándose así de toda la gloria. No me quedaba más remedio que continuar por el camino que ya había iniciado y que parecía no tener vuelta atrás.

»Partimos del puerto de Salawbiniya, a bordo de un mercante en ruta hacia tierras de infieles. Durante el viaje, Pietro se esforzó en demostrarme que tenía un gran conocimiento de cartografía y rutas marinas. Fue entonces cuando empecé a desconfiar verdaderamente de él. Me pareció uno de esos eruditos de relumbrón que, cuando han leído de verdad una obra, gustan de citarla venga o no venga a cuento para airear así su ciencia. También me habló de su hermano, un funcionario en la corte de Lisboa, que estaba bien enterado de los planes de los portugueses para hallar una nueva ruta hacia Oriente. Aunque el Tratado de Alcaçobas con Castilla les impediría aceptar el rumbo que yo proponía.

»-Claro que en Génova no van a ser tan escrupulosos -me aseguró.

»Mientras navegamos consideré la forma en la que hemos dominado nuestro mar interior. Las corrientes y los vientos no han cambiado desde los tiempos de Ulises. Orientarse no es difícil, dado el particular relieve de sus costas. Basta aplicar la técnica de observación del horizonte en el momento del ocaso, recomendada por el gran viajero Muhammad ibn Babisad, para percibir el Montgó desde el puerto de Ibiza y el Etna desde más de treinta y dos parasangas de distancia. Nosotros sólo perdimos de vista la costa en los cuatro días de viaje que hay entre la isla de Menorca y Cerdeña. En verdad, este mar es apenas un lago en el centro de nuestro mundo. Todo marino conoce el arte de la navegación per costeriam, pero me pregunté lo que sentirían al encaminarse hacia lo desconocido, rodeados de agua infinita y sin otra guía que las estrellas, para cruzar el mar Tenebroso.

»A los diez días de navegación llegamos a Génova. Apoyado en la borda, contemplé la ciudad frente a mí, desparramada sobre oscuras cordilleras, sin imaginar que mi destino sería pasar mucho tiempo en ella. La torre de la catedral y las cúpulas de las iglesias sobresalían del mar de tejas que descendía con suavidad hacia el puerto.